Ludwig von Mises expone (en un interesante artículo de 1943) por qué fracasó la democracia en el continente europeo y cómo los hechos contradicen las explicaciones marxistas, que imbuían a la opinión pública europea, mostrando los intentos de los socialistas por hacerse con el poder desde mediados del siglo XIX en un inicio mediante la violencia al no aceptar la democracia (Francia) y posteriormente (tras ser derrotados en diversas ocasiones) por la vía de la política (sin abandonar la idea revolucionaria) a lo largo del continente (desde el caso ruso al caso alemán) pero sin alejarse de su ideal antidemocrático.
Artículo de Mises Hispano:
[Este artículo apareció por primera vez en American Scholar (Primavera de 1943): p. 220-231]
¿Por qué fracasó la democracia en el continente europeo? ¿Qué fuerzas impidieron que Europa mantuviera un gobierno del pueblo? ¿Quiénes cavaron la tumba del parlamentarismo europeo? Pocas preguntas puede haber más acuciantes. Las naciones que han tenido la suficiente fortuna como para conservar su modo democrático de vida ansían entender qué causó el fracaso de la democracia europea. Quieren estar listos para la defensa de su propia libertad y por tanto ansían conocer al enemigo contra el que puede que algún día tengan que pelear en casa.
La opinión pública ha visto la historia europea de los últimos cien años principalmente bajo la luz de las leyendas marxistas, que distorsionan torpemente los hechos. Según esta interpretación, la burguesía abandonó la causa de la libertad y estableció la dictadura el capital. Las grandes empresas y las finanzas se dieron cuenta de que la democracia, el gobierno de la mayoría, debe llevar necesariamente al socialismo.
Ansiosos por mantener su posición como clase explotadora, los capitalistas y empresarios conspiraron contra la democracia. Contrataron a sicarios para luchar contra el pueblo. Sus aduladores despreciaban la democracia y el gobierno popular y sus mercenarios armados consiguieron eliminar las mayorías que buscaban el gobierno del pueblo. La tiranía moderna es un resultado de las maquinaciones capitalistas. Los únicos defensores sinceros e inquebrantables de la democracia eran los proletarios socialistas.
Todas las páginas de la historia europea contradicen estas explicaciones. Revisemos los hachos más importantes y veamos si verifican la interpretación marxista.
La experiencia francesa
En febrero de 1848, los franceses destronaron a Luis Felipe, el rey Orleans. Sustituyeron el privilegio especial de solo 250.000 electores por el sufragio universal. Todos los ciudadanos varones adultos de Francia, unos 9.400.000, tenían ahora derecho al voto. El 23 de abril, aproximadamente un 84% de ellos hicieron uso de este derecho recién adquirido. Votaron bastante libremente: nadie estaba en disposición de impedir que votaran como quisieran y nadie se atrevió a intentarlo.
El resultado de estas elecciones fue una Asamblea Nacional en la que el 90% de los diputados apoyaba incondicionalmente la propiedad privada de los medios de producción. Fue una derrota aplastante para el socialismo. Los socialistas se vieron obligados a darse cuenta de que solo una pequeña minoría de la nación aprobaba sus planes. Sus ilusiones se disiparon: el pueblo soberano había sentenciado en su contra.
Pero no estaban dispuestos a aceptar el veredicto. Esperando apropiarse del poder por la violencia, se levantaron en armas. Por supuesto, fueron derrotados.
La revuelta de París de junio de 1848 fue la rebelión más frívola nunca instigada. Una pequeña minoría de hombres armados trató de desafiar a la enorme mayoría de la nación y establecer un régimen de tiranía y terror. El conflicto de junio no fue, como les gusta decir a los propagandistas socialistas, una “cobarde masacre de proletarios inocentes por los soldados de la reacción”: fue la defensa de la democracia contra el ataque de una pequeña minoría. El general Cavaignac y sus tropas salvaguardaron la democracia por el momento contra las conspiraciones de quienes buscaban el gobierno de una minoría.
La experiencia de 1848 tuvo consecuencias trascendentales. Un fantasma ha recorrido Europa desde entonces: no el fantasma del comunismo, como afirmaba el Manifiesto Comunista en 1847, sino el fantasma de la dictadura terrorista por una minoría fanática. Las mayorías, deseando conservar la democracia, reconocieron un nuevo peligro: sabían que había tenido una estrecha vía de escape. Desde entonces, empezaron a ver que los socialistas (los rojos, la gente de extrema izquierda) eran enemigos mortales de la libertad, más peligrosos incluso que la iglesia, los borbones y los aristócratas. Se asustaron enormemente.
Esta fue la ansiedad que convirtió en ventaja Luis Napoleón, el sobrino aventurero del primer Napoleón. Era un extraño: nadie le conocía en Francia y él no conocía a nadie, había visto el país solo a través de los barrotes de la prisión y hablaba francés con acento alemán. Pero la mayoría de la nación votó por él, porque esperaba que superara lo que consideraban el mayor peligro, el terrorismo de los fanáticos. Así, el antidemocrático levantamiento de los socialistas llevó al Segundo Imperio. Solo él fue responsable de todos los desastres que el gobierno de Napoleón III y Eugenia produjeron a Francia y a Europa.
Los luctuosos acontecimientos de junio de 1848 se duplicaron en la Comuna de París en la primavera de 1871, que dio nuevas evidencias del resuelto apoyo de los socialistas a la dictadura, el gobierno de la minoría y el terrorismo. De nuevo el ejército y sus comandantes tuvieron que defender los derechos de la mayoría contra las confabulaciones de una minoría. Fue una guerra civil para la causa del gobierno parlamentario contra la tiranía.
Todos los argumentos aportados para justificar estas dos rebeliones fueron esencialmente antidemocráticos. Iban así: Los proletarios socialistas son la élite, la vanguardia de las masas empobrecidas. Saben mejor que la desorientada mayoría qué servirá mejor a los intereses de la nación, son el centro de la ola del futuro. Por tanto tienen la sagrada tarea de acabar con la mayoría y establecer su propio poder dictatorial. La democracia es un tenue disfraz para el gobierno de los explotadores. Debería llamarse “plutodemocracia”. Los líderes de la élite tienen la tarea de aprovechar cualquier oportunidad para hacerse con el poder. Lo correcto es lo que ellos denominan como tal.
Estas ideas son familiares para nuestros contemporáneos: son las doctrinas de Georges Sorel, de los defensores franceses de Acción directa, de Lenin, de Mussolini y Hitler. No es nuestra tarea criticarlos, solo tenemos que destacar que no son democráticos. Los firmantes de la Declaración Americana de Independencia eran también una élite, pero eran los representantes de la gran mayoría de sus conciudadanos. Eran una élite porque sus compatriotas les habían elegido para proteger el bienestar nacional. No eran una junta de conspiradores dispuestos a robar a sus compatriotas en la autodeterminación. Era una democracia.
Por supuesto, las mayorías no son infalibles: todos los hombres mortales pueden errar. Pero una característica esencial de la democracia es que niega a una minoría el derecho a imponer su propia voluntad sobre la mayoría. Quien crea que la mayoría se equivoca debe tratar de cambiar las ideas de sus conciudadanos mediante persuasión. Si fracasa, debe mantener la paz, no tiene derecho a levantarse en armas.
La peor consecuencia del espíritu antidemocrático es que divide la nación en bandos hostiles. La ciudadanía pierde la confianza en el funcionamiento del gobierno democrático. Teme que algún día uno de los grupos minoritarios antidemocráticos pueda conseguir alcanzar el poder. Así que piensa que es necesario armarse y defender sus derechos contra la amenaza de una minoría armada.
Las condiciones sociales y políticas y el pensamiento franceses han estado profundamente influidos por la amenaza de la usurpación socialista. Este temor fue el principal factor en la resurrección del catolicismo militante francés, avivó las llamas del nacionalismo agresivo, el bulangerismo y la campaña contra Dreyfus. Tuvo su parte en la evolución que acabó con la capitulación de 1940. Quedaban en aquel entonces muy pocos amigos de la democracia en Francia. El resto de la nación estaba en dos bandos hostiles, tanto los comunistas como los nacionalistas se oponían violentamente a la democracia.
Desde Francia, el miedo a los ataques socialistas revolucionarios se extendió al resto de Europa. La experiencia francesa motivó los esfuerzos de Bismarck (1878-1890) por acabar con los socialdemócratas por los mismos métodos opresivos que su propio paladín Karl Marx aprobó en las actas de la Comuna de París y recomendaba en sus escritos.
Bismarck era un enemigo de la democracia: no defendía el gobierno popular, sino un absolutismo alemán apenas disfrazado. Sin embargo tenía razón en creer que la lucha contra los marxistas es una lucha contra una minoría que busca oprimir a la mayoría con violencia. Es verdad que los votantes alemanes que votaron la candidatura socialista no querían la revolución. Pero los autores marxistas presumían de los objetivos revolucionarios de su partido y defendían su dictadura. Bismarck, el junker, eligió los medios erróneos para acabar con el marxismo. Es inútil luchar contra ideas con la policía. Pero, por muy paradójica que parezca, en esta campaña el defensor de la autocracia de los Hohenzollern estaba luchando por la libertad contra los decididos defensores de la opresión.
La mentalidad bolchevique
La frustración de los intentos revolucionarios en Francia obligó a nuevas prácticas entre los amigos del socialismo. Como no querían renunciar completamente a sus ambiciones, desapareciendo de la escena política, tenían que aceptar los métodos pacíficos de la democracia. Organizaron partidos políticos y se presentaron para ocupar escaños en el parlamento. Había grupos socialistas en todos los parlamentos de la Europa continental. Los socialistas se convirtieron en un factor importante en la mayoría de estos países. Algunos optimistas estaban dispuestos a creer que los marxistas habían renunciado a su espíritu de usurpación, abandonando sus inclinaciones revolucionarias y esperando llevar a cabo sus planes solo por métodos parlamentarios y democráticos, pero era una ilusión.
Los tres años que precedieron a la Primera Guerra Mundial vieron un tremendo éxito de las ideas socialistas. Sidney Webb (Lord Passfield), el distinguido líder de los fabianos británicos, tenía mucha razón cuando en 1889 destacó que “la filosofía socialista actual no es sino la afirmación consciente y explícita de principios de organización social que ya han sido en gran parte inconscientemente adoptados” y que “la historia económica del siglo es un registro casi continuo del progreso del socialismo”.
Pero este éxito del socialismo no fue un logro de los partidos marxistas, unidos a partir de 1899 en la Segunda Internacional. Aparecieron nuevos partidos socialistas, partidos firmemente opuestos al marxismo. Eran socialistas católicos, nacionalsocialistas y muchos otros partidos que buscaban la reforma social y política a favor de los trabajadores. Había gobiernos dispuestos a restringir el capitalismo e impulsar legislación social. El principal entre ellos fue el gobierno alemán, cuya nueva política social, iniciada al final de los setenta y anunciada solemnemente en el mensaje imperial del Káiser del 17 de noviembre de 1881, dio forma al posterior New Deal norteamericano.
Los marxistas se veían a sí mismos superados por gobiernos y partidos rivales; empezaron a darse cuenta de que a pesar de sus éxitos electorales, sus perspectivas de arrastrar a las masas con ellos eran pequeñas.
Un partido socialista siempre trata de alcanzar su propio estilo de socialismo, no la simple victoria de cualquier grupo socialista. Los socialistas no defienden el socialismo y la planificación en general, sino solo un sistema de planificación socialista en el que ellos mismos están en lo alto. Consideran el gobierno de otro partido socialista no como un éxito parcial para sus propias aspiraciones, sino como un mal mayor que la economía capitalista de mercado. La animosidad mutua de estalinistas y trotskistas, de los socialistas marxistas y los nacionalsocialistas, es una clase en sí misma. Es fácil ver la razón de su odio: mientras haya una economía de mercado, las minorías socialistas disfrutan de libertades civiles y son libres para propagar sus doctrinas; en una comunidad socialista se les priva de esta posibilidad. Donde todas las salas de reunión, periódicos, revistas e imprentas están en manos del gobierno y donde todo ciudadano depende de los caprichos de los gobernantes, no queda espacio para actividades de oposición. Es mecánicamente imposible criticar públicamente a aquellos en el poder; los disidentes se exilian o pasan a la clandestinidad.
Esas consideraciones ayudaron a mantener y reavivar el espíritu socialista de usurpación. Los radicales denunciaban las tácticas parlamentarias como traición a las ideas fundamentales del socialismo. Los socialistas, decían, no deberían esperar nada de las victorias electorales y el apoyo de las mayorías; no deberían adoptar métodos burgueses sino luchar incansablemente por la revolución.
En Europa Central y Occidental, los marxistas fueron lo suficientemente prudentes como para no expresar en público esas opiniones. Habrían perjudicado sus posibilidades en las campañas electorales. Discutían estas cuestiones en el círculo interno y las trataban en sus escritos, que pocos no marxistas leían. Pero la mayoría de los marxistas rusos, los bolcheviques, adoptaron abiertamente el principio de la élite revolucionaria: un grupo de conspiradores profesionales debe apoderarse de las riendas del gobierno y someter a la mayoría de la nación. Los escritos de Lenin y Bujarin predicaban el evangelio de la opresión por la fuerza, el gobierno dictatorial y la exterminación de disidentes. Por supuesto, ellos también fueron ignorados por el público de Europa Occidental hasta 1917.
No es necesario extenderse sobre los acontecimientos rusos del otoño de 1917. Los bolcheviques fracasaron lamentablemente en la campaña electoral: la mayoría parlamentaria se oponía radicalmente a sus planes. Pero eran un cuerpo armado de luchadores: dispersaron el parlamento y establecieron su gobierno con firmeza, el gobierno de una élite, dijeron; el gobierno de una banda de asesinos, dijeron sus adversarios. Se había dictado la sentencia de muerte de la democracia europea.
Hay gente que cree sinceramente que los bolcheviques tienen razón, que el socialismo es una bendición y que el capitalismo está completamente equivocado. No es objetivo de este ensayo investigar ese problema. Solo tenemos que subrayar el hecho evidente de que bolchevismo no significa democracia.
La experiencia alemana
El resultado de la Primera Guerra mundial había destruido el antiguo prestigio de la familia de los Hohenzollern, de los junkers, los oficiales y los funcionarios. La democracia de Occidente había mostrado su superioridad política y militar. La guerra, que según el presidente Wilson se había librado para hacer al mundo seguro para la democracia, parecía una prueba de fuego para la democracia. Los alemanes, empezando a revisar sus opiniones políticas, se orientaron hacia la democracia. El término democracia, casi olvidado en Alemania durante medio siglo, se hizo de nuevo popular en las últimas semanas de la guerra. Los alemanes vieron la democracia no solo como una vuelta a las libertades civiles (los derechos del hombre), suspendidas durante la guerra, sino sobre todo como la sustitución de un cuasi absolutismo monárquico por un gobierno parlamentario. Esto, como sabían todos los alemanes, estaba implícito en el programa oficial de los socialdemócratas. La gente esperaba que los socialdemócratas pusieran entonces en práctica los principios democráticos de su programa y estaba dispuesta a respaldarlos en su intento de reconstrucción política del Reich.
Pero de las filas de los marxistas llegó una respuesta que nadie podía haber previsto fuera del pequeño grupo de expertos profesionales en Marx. “Nosotros, lo proletarios con conciencia de clase”, declararon los marxistas, “no tenemos nada en común con vuestros conceptos burgueses de libertad, parlamentarismo y democracia. No queremos democracia, sino dictadura del proletariado, es decir, la nuestra; no estamos dispuestos a concederos, parásitos burgueses, los derechos del hombre, el derecho de voto o la representación parlamentaria. Solo los marxistas y proletarios gobernarán a partir de entonces. Estáis perplejos: decís que siempre habíais pensado que éramos sinceros al formular y anunciar los puntos democráticos en nuestro programa. Es culpa vuestra: si hubieseis estudiado los escritos de Marx más cuidadosamente habríais estado mejor informados”.
Estas revelaciones fueron una terrible sorpresa no solo para el resto de la nación (la mayoría de los alemanes) sino también para la mayor parte de la gente que había pensado votar la candidatura socialdemócrata. Los ojos de los alemanes se abrieron. Ahora sabían que todo lo que habían profesado los socialdemócratas durante cincuenta años era mentira. Todos sus discursos solo habían tenido un fin: poner a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en el lugar de los Hohenzollern. La democracia era evidentemente un mero término inventado para engañar a los idiotas. De hecho, como habían afirmado siempre conservadores y nacionalistas, los defensores de la democracia querían establecer el gobierno de las masas y la tiranía de los demagogos.
Los comunistas infravaloraron enormemente la capacidad intelectual de la nación alemana. La misma idea de jactarse después de cincuenta años de manifestaciones prodemocráticas que nunca habían querido sinceramente democracia (de decir a los alemanes: Estúpidos, ¡qué listos hemos sido engañándoos!), fue demasiado incluso para los miembros viejos del partido socialdemócrata. En unas pocas semanas, el marxismo político (no el socialismo como sistema económico ni el marxismo como doctrina sociológica) había perdido todo su antiguo prestigio. La idea de democracia se convirtió en desesperadamente sospechosa. Desde entonces, el término democracia fue, para muchos alemanes, sinónimo de fraude. La inmensa mayoría rechazaba firmemente la dictadura comunista.
Los comunistas eran solo una pequeña minoría; el partido socialista independiente, que estaba dispuesto a respaldarlos, no era mucho mayor. Pero estaban fuertemente enraizados en Berlín, tenían a mano tropas armadas de exsoldados y exmarinos de la Armada Imperial y podían contar con el apoyo de masas de jóvenes valientes en la capital. El gobierno revolucionario (los representantes del pueblo) era un grupo de líderes incompetentes del ala derecha de los socialdemócratas. También se oponían a la dictadura comunista, entendiendo cabalmente que la mayoría de los antiguos miembros del partido la rechazaba. Pero se sentaban en palacios públicos, desvalidos, indefensos, pasivos y paralizados por el miedo. Los comunistas estaban en disposición de derrocarlos, alcanzar el poder o bloquear las elecciones para la asamblea constituyente. El totalitarismo dictatorial era inminente.
Para octubre y principios de noviembre de 1918, los nacionalistas estaban en un estado de completa desesperación, Pero se dieron prisa en ver la situación y aprovechar su oportunidad. Fueron más rápidos que los marxistas en apreciar el cambio radical de humor producido por la amenaza de una dictadura comunista y estuvieron listos para aprovecharlo para preparar un retorno. Sabían cuál debía ser su política para el futuro inmediato. Su necesidad más urgente era impedir una dictadura roja y un completo exterminio comunista de los no proletarios.
Los nacionalistas, firmes enemigos del gobierno parlamentario y la democracia, decidieron apoyar momentáneamente la causa de la libertad y la democracia, de forma que pudieran eliminarlas posteriormente. Estuvieron dispuestos a cooperar con los socialistas del ala derecha en llevar a cabo la primera parte de su programa y apoyar el gobierno que detestaban. Por razones puramente técnicas, ofrecieron a la nación un programa de liberalismo y democracia. Los métodos marxistas encontraron imitadores: los nacionalistas habían aprovechado sus lecturas de Lenin y Bujarin. Y, fieles a las tácticas revolucionarias de los bolcheviques, se armaron para la lucha.
En enero de 1919, el levantamiento de comunistas y socialistas independientes en Berlín fue derrotado por la aún no desbandada división de caballería de los guardias del Káiser y por cuerpos de voluntarios compuestos por nacionalistas y soldados desmovilizados que no estaban muy dispuestos a volver al rutinario trabajo civil. Esta batalla no acabó con la guerra civil: continuó durante meses en las provincias y volvió a estallar una y otra vez en la capital. Sin embargo, la victoria obtenida por las tropas en enero de 1919 en Berlín aseguró las elecciones para la asamblea constituyente, las sesiones de esa cámara y la promulgación de la Constitución de Weimar.
Guillermo II solía decir: “Donde mis guardias ponen el pie ya no hay más duda sobre la democracia”. La democracia de Weimar era de un tipo particular. La caballería de la guardia real había luchado por ella y ganado. La Constitución de Weimar pudo deliberarse y votarse solo porque los nacionalistas enemigos de la democracia la preferían a la dictadura de los comunistas. La nación alemana recibió el gobierno parlamentario como un regalo de las manos de enemigos mortales de la libertad, que solo esperaban a una posibilidad para quitárselo.
Tanto los nacionalistas como los comunistas veían la Constitución de Weimar simplemente como campo de batalla en su lucha por la dictadura. Armados ambos para la guerra civil y tratando cada uno repetidamente de empezar el ataque, tuvieron que haber sido disueltos por resistencia armada. Pero los nacionalistas se hacían cada día más poderosos, mientras que los comunistas estaban paralizados. No era una cuestión de votos y escaños en el parlamento: los centros de gravedad de estos partidos estaban fuera de los asuntos parlamentarios.
Los nacionalistas estaban apoyados abiertamente por la mayor parte de los intelectuales, trabajadores de cuello blanco, pequeños empresarios, emprendedores y granjeros y también disfrutaban de la simpatía secreta de una buena cantidad de trabajadores que seguían votando a los socialdemócratas. Podían actuar libremente, estaban familiarizados con los problemas de la vida en Alemania y podían ajustar sus acciones a la condiciones cambiantes políticas y económicas de toda la nación y de cada provincia; los comunistas, por el contrario, tenían que obedecer órdenes emitidas por líderes rusos que no conocían Alemania y se veían obligados a cambiar sus tácticas de la noche a la mañana siempre que se lo ordenara el comité central en Moscú.
Ningún hombre inteligente u honrado podría soportar esa esclavitud. La calidad intelectual y moral de los líderes comunistas alemanes estaba consecuentemente muy por debajo del nivel medio de los políticos alemanes. No había contienda para los nacionalistas. El único papel de los comunistas en la política alemana fue el de saboteadores y conspiradores. Después de enero de 1919 ya no tenían ninguna perspectiva de éxito, aunque por supuesto los diez años de mal gobierno nazi hayan reavivado el comunismo alemán.
Los alemanes habrían elegido la democracia en 1918, si hubieran tenido que hacerlo. Pero tal y como fueron las cosas, solo tuvieron la alternativa entre dos dictaduras, izquierda y derecha. Entre estos dos partidos dictatoriales, no había un tercer grupo dispuesto a apoyar el capitalismo y su corolario político, la democracia. Tampoco los socialdemócratas del ala derecha y sus afiliados, el Partido Demócrata, ni el Centro Católico estaban dispuestos a adoptar la democracia “plutocrática” y el republicanismo “burgués”. Su pasado y sus ideologías lo impedían.
Los Hohenzollern perdieron el trono porque rechazaron el parlamentarismo británico; la República de Weimar fracasó porque rechazó el republicanismo francés encarnado en la Tercera República desde 1870 a 1930. La República de Weimar no tenía ningún ideal, salvo seguir una ruta intermedia entre dos partidos que luchaban por una dictadura; el parlamentarismo, para los defensores de la administración, no era el mejor sistema de gobierno, sino solo una medida de emergencia, un recurso. Los socialdemócratas del ala derecha querían ser marxistas moderados y nacionalistas moderados. El Centro Católico trataba de combinar nacionalismo moderado y socialismo moderado con catolicismo total y además mantener la democracia. Ese eclecticismo está condenado; no atrae a la generación más joven. En cualquier conflicto con un adversario decidido está condenado a sucumbir.
Los nazis tenía un programa claro: querían establecer una comunidad socialista alemana y hacer a este sistema económicamente autosuficiente conquistando “espacio vital”. Solo la derrota en la guerra actual convencerá a los alemanes de que este programa les perjudica.
No hay democracia sin demócratas
No es necesario exponer con más ejemplos tomados de la historia de naciones europeas más pequeñas. Lo que ocurrió en Francia, Rusia y Alemania también ocurrió allí.
Es una osada distorsión de un hecho histórico decir que la izquierda, los socialistas, querían establecer un gobierno popular y la derecha, los capitalistas burgueses, aplastaron esos intentos. Ni los marxistas ni los demás socialistas buscaron nunca la democracia. Lo que querían era su propia dictadura. Hoy, por supuesto, los marxistas alemanes y franceses están profundamente mortificados porque sus rivales les hayan suplantado. Desdeñan la dictadura y se dedican a hablar de democracia. Pero difícilmente se preocuparían por establecer la democracia si llegaran de nuevo al poder.
Los vencedores en guerras civiles son crueles y vengativos; su revancha es despiadada. (La historia solo conoce una excepción, el comportamiento de los norteños después de Appomattox). La gente estaba naturalmente resentida por las atrocidades cometidas por los soldados de Cavaignac y Gallifet y por los nacionalistas alemanes en Berlín y Múnich en 1919. Pero estos delitos en modo alguno niegan la afirmación de que socialistas y comunistas querían acabar con la democracia.
Nadie está dispuesto a aprender de la experiencia y los marxistas alemanes no son una excepción. Atribuyen su fracaso al hecho de que no fueron suficientemente brutales como para seguir el ejemplo de los bolcheviques rusos y así perdieron la oportunidad de arrancar las semillas de la contrarrevolución reaccionaria. Esta interpretación ignora el hecho de que la mayoría de la nación estaba estrictamente en contra del gobierno marxista. Todos los partidos marxistas en el Reichstag juntos estuvieron en minoría durante los catorce años del régimen de Weimar. Además, casi todos los que votaron el que era con mucho el grupo marxista más fuerte, los socialdemócratas del ala derecha, eran decididos opositores a la dictadura del proletariado.
Los comunistas intentaron en el invierno de 1918-19 y de nuevo más tarde llegar al poder mediante levantamientos revolucionarios. Si los líderes de los socialdemócratas moderados hubieran tratado de establecer una dictadura mediante un golpe de estado, habrían perdido sus votantes y habrían sido aplastados y los nacionalistas habrían conseguido obtener el control completo incluso antes. Era imposible detener la evolución del nazismo por represión violenta. La única vía que le quedaba para luchar contra el nazismo era rebatir sus dogmas y ofrecer a la nación un programa mejor. Aquí es donde los marxistas fracasaron lamentablemente. Fueron incapaces de exponer las flagrantes mentiras del nazismo porque ellos mismos eran antidemócratas.
La democracia europea se vino abajo porque no quedaban demócratas en la Europa continental. El lugar que ocupa en Estados Unidos el discurso de Gettysburg lo ocupó en Europa el Manifiesto comunista. No hacen falta más comentarios.
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