jueves, 3 de diciembre de 2020

El fin de la Segunda República española

Fortunata y Jacinta analiza, de manera muy amena, en su FORJA 050 el décimo y último capítulo dedicado a la Segunda República española (undécimo tras el capítulo de Introducción en FORJA 040), analizando el final de la Segunda República española en 1936, tras las elecciones del 36, y los acontecimientos políticos que llevaron a ello, desde el ya analizado 1934, a los acontecimientos de 1935 y 1936 previos y posteriores a las elecciones, repasando para ello múltiples declaraciones históricas de diversos dirigentes políticos que dejan entrever bien como el resultado final iba a ser la guerra civil (tal como ocurrió) y la dictadura (de un signo u otro), presentando también uno de los mayores mitos maniqueos que persiste hasta nuestros días, fruto de la ideología dominante. 

Finalmente expone como conclusión por qué fracasó la II República. 


El fin de la Segunda República española

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy abordaremos el último capítulo dedicado a la serie sobre la Segunda República española.

La fallida insurrección de octubre de 1934 quedó como telón de fondo en la pugna entre los partidos de izquierda y de derecha. Nada más convocarse las elecciones que tendrían lugar el 16 de febrero de 1936 la oleada de insultos entre los partidos se intensificó: las derechas decían ser defensoras de la unidad de España y las izquierdas defendían una «España antifascista» dado que, desde su visión, el «bienio negro» (curiosamente nunca lo llamaron «bienio fascista») supuso «la España del hambre, el terror y la muerte». El maniqueísmo entre ambos bloques se intensificó y las generaciones de izquierda y las modulaciones de la derecha creían estar luchando por la propia existencia (lo que era literalmente cierto).

El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto de coalición entre los partidos de izquierda que sería denominado «Frente Popular», formación que no fue inspirada por los comunistas (como sucedería en otros países), sino por Prieto y Azaña. Es decir, fue un pacto entre diferentes generaciones de izquierda, esto es, entre liberales, socialdemócratas y comunistas (y recordemos que estos últimos todavía no tenían la importancia que alcanzarían durante la guerra). Al día siguiente se publicó el programa y manifiesto de este Frente Popular donde se rechazaba la nacionalización de la tierra y el control obrero en las fábricas, lo que hizo respirar momentáneamente a los financieros. La izquierda de tercera generación, la CNT, no entraría en la coalición, pero pidió el voto por el Frente Popular al considerarlo como un mal menor frente a las derechas.

Detalla Juan Marichal en el prólogo al tercer tomo de las obras completas de Azaña la interesante información que Araquistain le había confiado personalmente a principios de los años 60, es decir, Araquistain explicó a Marichal el plan que los largocaballeristas habían trazado en la cárcel con el fin de crear una situación insurreccional en las calles y hacerse con el Gobierno. El 16 de diciembre de 1935, en vísperas de convocarse las elecciones, se reunió el Comité Nacional del PSOE. Allí estuvo Largo Caballero, recién salido de prisión tras ser absuelto de promover el golpe de octubre del 34. Ese mismo día se escenificó la ruptura entre Largo Caballero e Indalecio Prieto, lo que haría que el PSOE se mantuviera dividido hasta los años 70. En el año 35, quienes proponían los candidatos a diputados del PSOE eran las agrupaciones locales controladas por Largo, así que ese día 16 Largo Caballero rompe con el Comité Nacional: el plan consistía en impedir a Prieto o a cualquier otro socialista entrar en el Gobierno. De esta manera se formaría un grupo parlamentario débil, sólo compuesto por partidos republicanos minoritarios. Una vez que el futuro gobierno minoritario de los republicanos se mostrase incapaz de controlar la calle, llegaría el momento de un Gobierno en solitario del PSOE presidido por Largo Caballero, quien impondría su dictadura obrera. Esto explica la violencia generalizada del sector caballerista del PSOE entre febrero y julio del 36, violencia que alcanzó incluso a sus enemigos dentro del partido: el propio Indalecio Prieto o los dirigentes socialistas asturianos.

Sin embargo, la presión de las izquierdas revolucionarias en las calles y las amenazas formales que lanzaban contra las derechas hizo que muchos empresarios, con el miedo en el cuerpo, subvencionasen a la CEDA.. A pesar de esto, los partidos de derechas no fueron capaces de formar un Frente Nacional Contrarrevolucionario que plantase cara en las urnas al Frente Popular. Ante el pavor de la revolución, lograron establecer algunos acuerdos locales y provinciales, pero tales acuerdos no supusieron, ni mucho menos, un plan de acción común. Es decir, hubo una alianza nacional entre las izquierdas pero no entre las derechas. Aunque la guerra mostraría que la alianza entre las izquierdas no era tan firme como lo había sido entre las derechas, y precisamente las disensiones entre las fuerzas de izquierda influyeron notablemente de su derrota.

En nombre del Partido del Centro Democrático, los centristas Manuel Portela Valladares y el propio presidente de la República, Don Niceto Alcalá-Zamora, publicaron su manifiesto el 28 de enero exhortando a la calma frente a la exaltación de las izquierdas y las derechas, que consideraban «dos irreconciliables banderías». Pese a que el centrismo trataba de presentarse como una tabla de salvación, hay que recordar que fueron precisamente ellos quienes decidieron convocar elecciones generales en un clima de altísima tensión, una decisión de lo más imprudente.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que en ese momento Alcalá-Zamora era odiado a diestro y siniestro: las izquierdas le llamaban «el Botas» y «el Cacique de Priego» y las derechas decían «¡a por él!». Por si fuera poco, estos supuestos centristas torpedearon a su vez al partido centrista del régimen por excelencia: el Partido Republica Radical de Don Alejandro Lerroux. Por tanto, el centrista presidente de la República también era odiado por el centro. Y es que, como ya hemos insistido en varias ocasiones, esto del centro político es una cosa muy difícil de definir.

Una tensa campaña electoral

A mediados de diciembre de 1935 Alcalá-Zamora puso en la presidencia a Manuel Portela Valladares, a quien encomendó organizar un partido de centro que mediase entre la izquierda y la derecha. Portela fracasó y el 7 de enero de 1936 disolvió las Cortes para que se celebrasen elecciones el 16 de febrero.

El 20 de enero de 1936 Largo Caballero afirmó en El liberal (el periódico de Prieto) que «si triunfan las derechas (…) tendremos que ir a la guerra civil declarada» (citado por Fernando Paz, «La fascinación de la URSS», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, pág. 130). El día después, él mismo inauguraría la campaña electoral del PSOE con un mitin en el cine Europa de Madrid y allí anunció: «Antes de la República, nuestro deber era traer la república; pero, establecido este régimen, nuestro deber es traer el socialismo. Y cuando hablamos de socialismo, hay que hablar de socialismo marxista, de socialismo revolucionario con todas sus consecuencias». Y en un mitin en Alicante diría: «Las elecciones no son más que una etapa en la conquista y su resultado se acepta a beneficio de inventario. Si triunfan las izquierdas, con nuestros aliados podemos laborar dentro de la legalidad, pero si ganan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada». Y el 2 de febrero en Valencia: «La clase trabajadora tiene que hacer la revolución (…) Si no nos dejan, iremos a la guerra civil» (citado por José Javier Esparza, «El Frente Popular destruye la democracia», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, pág. 144).

Tampoco Azaña admitía un resultado adverso, como así lo confesaba el 15 de febrero, un día antes de las mismas elecciones: «Si se vuelve a someter al país a una tutela aún más degradante que la monarquía, habrá que pensar en organizar de otro modo la democracia» (citado por Pío Moa, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001, pág. 256).

También José Calvo Sotelo y José Antonio Primo de Rivera afirmaron que en caso de derrota de las derechas no acatarían el resultado electoral. Calvo Sotelo hablaba de que las alternativas eran o una dictadura roja o una dictadura blanca. Uno de los lemas de las derechas rezaba: «Contra la Revolución y sus cómplices». Como dijo el historiador socialista Antonio Ramos Oliveira, «Si las elecciones de 1933 tuvieron efecto en una atmósfera de guerra civil, las de febrero de 1936 fueron la guerra civil misma» (citado por Ricardo de la Cierva, El 18 de julio no fue un golpe militar fascista, Fénix, 1999, pág. 379).

El órgano del PCE, Mundo Obrero, sostenía el 23 de enero de 1936: «Siempre hemos intentado formar un partido unido que no tuviera nada que ver, directa o indirectamente, con la burguesía: un partido que adoptara como norma la insurrección armada para la conquista del poder y el establecimiento de la dictadura del proletariado» (citado por Esparza, «El Frente Popular destruye la democracia», pág. 144). José Díaz, secretario general de PCE, afirmó en un mitin que recogió elogiosamente El Socialista el 11 de febrero: «Es así, pues, camaradas, como se plantea el problema. La lucha está planteada entre fascismo y democracia; revolución o contrarrevolución» (citado por Esparza, «El Frente Popular destruye la democracia», pág. 144). He ahí el mito maniqueo de las dos España: la España fascista y la España democrática. Bien merecería que le dedicásemos todo un programa a analizar este mito dualista maniqueo o zoroástrico; muy infantil y todo lo que se quiera pero funcionando a matacaballo en la ideología dominante.

Las elecciones

El 16 de febrero llegaron a votar 9.865.000 ciudadanos, un 72% del electorado (el 100% eran trece millones y medio). Supuestamente, el Frente Popular consiguió 4.430.322 votos, las derechas 4.511.031 y los partidos denominados de «centro» unos 682.825. El gobierno resultante de los comicios, el del Frente Popular, nunca dio a conocer la distribución exacta de los votos entre los partidos. Ya entonces se hablaba de pucherazo frentepopulista y últimamente se han publicado libros en donde supuestamente se demuestra. Pero si los frentepopulistas llevaron a cabo un pucherazo eso mostró habilidad por su parte o, si se prefiere, torpeza por parte de las derechas puesto que se dejaron dar el pucherazo. Si lo bonito en el póker es ganar de farol, lo bonito en la democracia es ganar de pucherazo. Durante la campaña electoral murieron 37 personas de forma violenta.

Las primeras noticias del resultado de las elecciones anunciaba el triunfo del Frente Popular. Las masas izquierdistas, enardecidas por la noticia, invadieron esa misma noche las calles de Madrid y de otras ciudades exigiendo la liberación de los presos de la revolución de 1934. También hubo impulsos de asaltar centros de partidos de derecha. A las 4 de la mañana del día 17, Gil-Robles exigió a Portela Valladares, quien asumía en ese momento la presidencia del Gobierno, que contuviese a las masas y declarase el estado de guerra aconsejándole, en palabras de Portela, que se erigiese como dictador. Portela no atendió las demandas de Gil-Robles, no obstante, declaró el estado de alarma, que se prorrogaría hasta julio, cuando estalló la guerra.

Por su parte, Franco advirtió al general Pozas, jefe de la Guardia Civil, que «se estaban sacando de las elecciones unas consecuencias revolucionarias que no estaban implícitas, ni mucho menos, en los resultados» (citado por Pío Moa, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001, pág. 264). También advirtió que lo más prudente era declarar el estado de guerra, pero el general Pozas sostenía que los desórdenes eran pasajeros, propios de la euforia de las masas tras conocer el resultado de las elecciones, y que tal medida era innecesaria. El 18 de febrero Franco incitó a Portela Valladares a que declarase el estado de guerra. Ese mismo día Franco fue tentado por los generales Fanjul, Goded y Rodríguez Barrio a dar un golpe militar, pero Franco veía tal solución como una medida sumamente imprudente.

Esa misma tarde Portela Valladares dimitió de la presidencia del Gobierno, cosa que disgustó tanto a Azaña como a las derechas, pues todos preferían que el gobierno en funciones continuase a fin de garantizar el orden hasta la reapertura de las Cortes. Pero Portela estaba aterrorizado, el pobre hombre, y abandonó el puesto como alma que persigue el diablo. Esta situación provocó que Azaña, en una ceremonia apresurada, tomara de nuevo las riendas del Gobierno de manera que la segunda vuelta de las elecciones quedaron al cargo de un gobierno frentepopulista decidido a neutralizar a las derechas y marginarlas políticamente. No obstante, Azaña llamó a la calma, esperando que toda la nación «corresponda a los propósitos de pacificación, de restablecimiento, de justicia y de paz» (citado por Pío Moa, El derrumbe…, pág. 267). Y continuaba: «El Gobierno se dirige con palabras de paz (…) Unámonos todos bajo esa bandera en la que caben republicanos y no republicanos, y todo el que sienta amor a la patria, la disciplina y el respeto a la autoridad constituida» (citado por Esparza, «El Frente Popular…», pág. 146).

Manuel Azaña terminaría siendo arrastrado, sin embargo, por la corriente revolucionaria y dispuesto a complacer a su público, el 1 de marzo terminaría diciendo lo siguiente en un mitin pleno de milicias socialistas y comunistas ataviados con uniformes paramilitares: «Que la República no salga más de nuestra manos, que son las manos del pueblo. Tenemos la República y nadie nos la arrebatará» (citado por Esparza, «El Frente Popular destruye la democracia», pág. 146). Al menos Don Manuel no era preso del fundamentalismo democrático, aunque también es cierto que venía a decir algo así como «el pueblo soy yo». Es decir, en su opinión las modulaciones de la derecha no debían llegar al poder y en esto estaban de acuerdo las diferentes generaciones de izquierdas y todas las fuerzas anticlericales del momento. El nuevo gobierno fue conocido como «la tertulia de Azaña».

La primavera trágica

Los meses postelectorales son conocidos como «la primavera trágica». En menos de un mes Azaña cambió de ubicación a los altos cargos del ejército colocando en lugares claves a generales favorables a su gobierno: así trasladó a Franco a Canarias, a Goded a Baleares y a Mola a Pamplona. Azaña también procuró que los oficiales y jefes de la Guardia Civil adictos a su gobierno estuviesen en los puestos claves.

La diputada comunista, Dolores Ibárruri, más conocida como «La Pasionaria», llegó a decir: «Vivimos en una situación revolucionaria que no puede ser demorada con obstáculos legales, de los que hemos tenido demasiados desde el 14 de abril. El pueblo impone su propia legalidad y el 16 de febrero pidió la ejecución de sus asesinos. La República debe satisfacer las necesidades del pueblo. Si no lo hace, el pueblo la derribará e impondrá su propia voluntad» (citado por Esparza, «El Frente Popular…», pág. 146). Para La Pasionaria, como para tantos otros que se enardecen ante la idea de Pueblo, la voz del pueblo debía ser algo así como la voz de Dios, pues tal cosa, siempre tendría la razón. Pero es que el Pueblo, así dicho en mayúsculas, hipostasiado, nunca dice nada: como mucho dirán algo determinadas partes de dicho pueblo y, desde luego, nunca de forma espontánea. También, como Azaña, La Pasionaria podía decir «el pueblo soy yo» y quedarse tan pancha.

El 19 de marzo el órgano caballerista, Claridad, publicó el Manifiesto del Comité de la Agrupación Socialista Madrileña, situado a la vanguardia del ala bolchevique o bolchevizante largocaballerista del PSOE. El Manifiesto proclamaba que «El Partido Socialista tiene por aspiración inmediata: la conquista del poder político por la clase trabajadora y por cualesquiera medios que sea posibles (…) En el periodo de transición de la sociedad capitalista a la socialista, la forma de gobierno será la dictadura del proletariado, organizada como democracia obrera» (citado por Esparza, «El Frente Popular…», págs. 147-148). Sin embargo, una de las medidas políticas que exigía el susodicho Manifiesto era la transformación del Estado en una «confederación de naciones ibéricas» con derecho a la «autodeterminación» e «incluso a la independencia». También proponía disparates como la supresión de la lengua oficial del Estado (el español), la supresión de los ejércitos permanentes y exigía el «armamento general del pueblo», más la confiscación de los bienes del clero y el fin de las organizaciones religiosas. En el orden económico, el Manifiesto propugnaba el «control obrero en todos los establecimientos de la industria y el comercio» y la nacionalización de la banca y de los recursos naturales. También se exigía la unificación con el PCE en un partido «solo de clase», unificación que debería extenderse «a los demás partidos obreros».

«Proletarios de toda España, uníos», podría haber sido el lema de dicho manifiesto… aunque la que ya no estaría unida habría sido la propia nación política española, balcanizada en una «confederación de naciones ibéricas» con derecho a la secesión. No obstante las pautas de este Manifiesto pondrían las bases del programa que llevaría al PSOE largocaballerista al Gobierno de la República en septiembre de 1936, gobierno que sería precisamente desplazado por el PCE a través de un socialista, Juan Negrín. Y, curiosamente, el PCE era un partido mucho más prudente, disciplinado y realista que el PSOE largocaballerista.

Ciertos grupos de milicianos iniciaron una revolución en marzo de 1936 causando importantes desórdenes en Yecla, Albacete, Almansa, Jumilla, Logroño, Madrid, Vallecas y Ferrol. Esto escribía Manuel Azaña a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, el día 17: «Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno y he perdido la cuenta de las poblaciones en que se han quemado iglesias» (citado por Esparza, «El Frente Popular…», pág. 149).

Al designarse la lista para las siguientes elecciones municipales, tanto socialistas como comunistas plantearon su estrategia que consistía –como supo ver Azaña– en «dominar la República desde los ayuntamientos y proclamar la dictadura de los soviets» (citado por Esparza, «El Frente Popular…», pág. 149). Por eso mismo Azaña decidió convocar las elecciones el 5 de abril, precisamente el mismo día en que se fusionaron las juventudes socialistas y comunistas.

El 11 de mayo Manuel Azaña ascendería al limbo de la presidencia de la República, defenestrando a Alcalá-Zamora. El día 13 Santiago Casares Quiroga sería nombrado Presidente del Consejo de Ministros y el 19 declararía sin miramientos que «allí donde el enemigo se presente (…) iremos a aplastarle» (citado por Pío Moa, El derrumbe…, pág. 305). Los ánimos estaban tan tensos que el 31 de mayo Indalecio Prieto, González Peña y Belarmino Tomás (este último considerado un héroe de la insurrección del 34) fueron atacados con tiros, botellazos y pedradas mientras daban un mitin en Écija. Pero resulta que los agresores no fueron falangistas o cedistas, sino largocaballerista, es decir, gente de su propio partido. Los tres fueron puestos a salvo por «la Motorizada», la guardia pretoriana de Prieto, la guardia prietoriana podríamos decir.

Por su parte, el largocaballerista Julio Álvarez del Vayo acusaba a Prieto de urdir «un golpe de estado en combinación con Azaña, cuya obra de gobierno tendría muchas semejanzas con el de Mussolini en Italia» (citado por Pío Moa, El derrumbe…, pág. 308). El alzamiento cívico-militar del 18 de julio impidió que el PSOE acabase en completa ruptura. La guerra, por aquello de la solidaridad contra terceros, unió lo que en la paz cada vez más era una ruptura entre prietistas y largocaballeristas. ¡Lo que la guerra ha unido que no lo separe la paz!

Ante la oleada de crímenes, atropellos y profanaciones a monumentos religiosos, Gil-Robles llegaría a decir en el Congreso: «Una masa considerable de la opinión, que es por lo menos la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir, os lo aseguro. Si no puede defenderse por un camino se defenderá por otro. Frente a la violencia que aquí se propugna, surgirá la violencia por otro lado y el poder público tendrá el triste papel de mero espectador de una contienda ciudadana en la que va a arruinarse, moral y materialmente, a la nación» (citado por Pío Moa, El derrumbe…, pág. 296).

Gil-Robles sabía perfectamente que los republicanos de izquierda iban a remolque de los revolucionarios y así lo expresó en el debate parlamentario del 16 de junio: «Los grupos obreristas saben perfectamente adónde van: van a cambiar el orden social existente; cuando puedan, por el asalto violento al poder, por el ejercicio desde arriba de la dictadura del proletariado. (…) Ellos saben a dónde van, ellos tienen marcado su camino; vosotros no, señores de Izquierda Republicana. Estáis unidos, atados a la responsabilidad de esos grupos» (citado por José Javier Esparza, «El Frente Popular…», pág. 152). En esa misma sesión el líder de la CEDA presentó su célebre balance sobre la violencia política desde las elecciones de febrero: 269 muertos, 1.287 heridos (la mayoría de derechas), 33 periódicos de derecha asaltados o dañados más 10 completamente destruidos, 312 centros políticos y sedes de partidos asaltados más otros 69 destruidos, 160 iglesias destruidas más 251 templos asaltados o incendiados, 113 huelgas generales más 228 parciales, 146 bombas explotadas más 78 recogidas sin explotar. Dado que el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, negó la existencia de dicha violencia general, las derechas presentaron una proposición no de ley: «Las Cortes esperan del Gobierno la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión en que vive España» (citado por Pío Moa, El derrumbe…, pág. 310).

El 13 de julio es asesinado Calvo Sotelo, el ascendente líder de la oposición. El día después dijo Prieto en su periódico El Liberal: «La trágica muerte del Sr. Calvo Sotelo servirá para provocar el alzamiento… Será una batalla a muerte, porque cada uno de los dos bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel» (citado por Ricardo de las Heras, «El asesinato de Calvo Sotelo», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, pág. 165).

El asesinato de Calvo Sotelo: casus belli de la Guerra Civil

El 12 de julio de 1936 el teniente José Castillo fue asesinado por un grupo armado de Falange: era masón, miembro de la Guardia de Asalto e instructor de milicias izquierdistas. Se trataba de un oficial de baja graduación que dos meses antes había herido gravemente de un tiro a bocajarro a un joven manifestante derechista. Así que su asesinato fue una venganza. La capilla ardiente fue instalada en el cuartel de Pontejos y esa misma noche y en ese lugar se planificó el asesinato de Calvo Sotelo. Bueno, en realidad tenían pensado ir a por Goicoechea, el jefe de los monárquicos, pero cuando fueron a buscarle no estaba en casa. Luego fueron a por Gil Robles, que tampoco estaba en casa, así que finalmente probaron suerte con Calvo Sotelo, que sí estaba en casa.

Al ser diputado en las Cortes, Calvo Sotelo gozaba de inmunidad parlamentaria, sin embargo, al día siguiente fue secuestrado por fuerzas del Orden Público al mando del socialista y capitán de la Guardia Civil Fernando Condés, acompañadas por pistoleros profesionales del Frente Popular y por varios miembros de la escolta personal de Indalecio Prieto, la Motorizada. La detención se llevó a cabo sin orden judicial y en presencia de su familia. Sotelo recibió un tiro en la nuca y su cadáver fue expuesto en la entrada del cementerio del Este. No podemos ahora entrar en estos detalles, pero dejaremos apuntado que el 26 de septiembre de 1978 el diario El País publicaba una nota titulada «El Gran Oriente mató a Calvo Sotelo».

Pero continuamos, el 15 de julio de 1936 Gil-Robles dio a conocer los datos de la violencia política desde el mes de junio: 61 muertos, 224 heridos y 74 bombas. Y desde el 16 de febrero las víctimas por asesinatos políticos alcanzaron los 330 muertos. El 16 de julio, un día antes del alzamiento del bando nacional en África, escribía Largo Caballero en Claridad: «La lógica histórica aconseja soluciones más drásticas. Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del Frente Popular. Dictadura por dictadura, la de izquierdas. ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyale por un Gobierno dictatorial de izquierdas… ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo. Todo menos el retorno de las derechas» (citado por Ricardo de las Heras, «El asesinato…», págs. 165-166).

Tanto Largo Caballero como Indalecio Prieto querían precipitar la revuelta militar porque creían que la iban a aplastar inmediatamente y que, a través de una huelga general, llegarían a conquistar el poder. Tampoco el gobierno de Santiago Casares Quiroga tenía ninguna intención de abortar la insurrección militar pues estaba convencido de que ésta era débil, como la de Sanjurjo en 1932, y que tras ser aplastada fortalecería su posición en el Gobierno. Así dice Stanley Payne: «Así pues, en los últimos días, ni el gobierno ni los partidos de izquierda hicieron nada por evitar el conflicto; por el contrario, y en un giro perverso, dieron la bienvenida a la rebelión militar, a la que erróneamente concedían la facultad de “limpiar el aire” y clarificar la situación. Del mismo modo que Mola y los militares rebeldes, ellos también calculaban que sería un conflicto breve que se resolvería en el curso de unos cuantos días o, como mucho, semanas» (Stanley Payne y Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política, Espasa, Madrid 2014, pág. 153).

En cuanto los militares africanistas cruzaron el Estrecho y empezaron a tomar Sevilla el 18 de julio, Casares Quiroga y todo su gabinete dimitieron en bloque. El 19 de julio tomaría las riendas de la presidencia del gobierno José Giral, que armaría a las milicias revolucionarias, lo que se conoce como «armar al pueblo».

Al fracasar tanto el intento de insurrección rápida como el aplastamiento de los insurrectos, empezó la Guerra Civil española, si bien es cierto, como hemos visto, que esta tuvo su prólogo en octubre de 1934. Es decir, en julio de 1936 se reanudó lo que en octubre de 1934 había quedado a medias.

Por qué fracasó la Segunda República

Como dijo Francesc Cambó antes de que llegase la República: «Si a España llega la República serán las izquierdas sociales las que la dominen y, probablemente, las que la deshagan». Un régimen republicano le parecía inviable en un país como España «por falta de republicanos» (citado por Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Encuentro, Madrid 2000, pág. 133). Prieto coincidiría con Cambó y, curiosamente, también con Francisco Franco: «la tragedia de la República es que en la República no existen partidos republicanos» (citado por Pío Moa, Los personajes…, pág. 265).

Y así resumiría Franco el balance de la República: «En poco más de cinco años hubo dos presidentes, doce gobiernos, una Constitución constantemente suspendida, repetidos incendios de conventos, iglesias y persecuciones religiosas; siete intensos movimientos de perturbación del orden público, una revolución comunista (la del 34), el intento de separación de dos regiones y el asesinato, por orden del gobierno, del jefe de la oposición. El balance no puede ser más desdichado» (citado por Pío Moa, Los mitos del franquismo, La esfera de los libros, Madrid 2015, págs. 84-85).

Y así concluye, queridos amigos, esta serie dedicada a la segunda república española. En total hemos dedicado tres meses de trabajo, once extensos capítulos y cinco horas completas de exposición. Han quedado muchísimas cosas en el tintero, por supuesto, pero creemos haber cumplido el objetivo de mostrar que esa imagen de la Segunda República como un noble periodo democrático truncado por el “fascismo” es fruto de una propaganda interesada que podrá resultar muy útil para ciertas formaciones políticas, pero completamente inútil para los intereses de la ciudadanía y para la eutaxia de la Nación. Próximamente dedicaremos un capítulo a analizar la Ley de memoria histórica, tan vinculada con estos asuntos, y quizás hacia diciembre podamos abordar la Guerra civil española.

Agradecemos su apoyo a todos nuestros mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.

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