jueves, 3 de diciembre de 2020

Segunda República española. La Revolución de Octubre de 1934. Segunda parte

Fortunata y Jacinta analiza, de manera muy amena, en su FORJA 049 el noveno capítulo dedicado a la Segunda República española (décimo tras el capítulo de Introducción en FORJA 040), analizando (parte 2) la Revolución de octubre de 1934 del Partido Socialista y los independentistas catalanes contra la victoria en las elecciones de 1933 de la derecha en España. 

En este capítulo se centra más en la Revolución de Asturias, con la que se pretendió imponer la dictadura del proletariado contraria a la República, y en la de Cataluña, que intentó aprovechar la situación para invocar la república catalana (pero no la independencia, puesto que lo que proclamó fue el Estado Catalán dentro de la República Federal Española). 



Segunda República española. La Revolución de Octubre

 de 1934. Segunda parte

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y aquí da comienzo el segundo capítulo dedicado a la revolución de Octubre de 1934.

El 11 de noviembre de 1933 el periódico Renovación, órgano de educación y propaganda de la Federación de Juventudes Socialistas de España destacaba en grandes titulares: «¡Jóvenes intelectuales y manuales, en pie! Todo el Poder para el Partido Socialista». Y su última página la firmaban Santiago Carrillo y José Laín Entralgo (hermano del célebre Pedro Laín Entralgo): «En el XVI aniversario de la revolución rusa, el proletariado español reafirma su posición revolucionaria por la conquista del Poder íntegro para el Partido Socialista Obrero» (→ filosofia.org/ave/001/a411.htm)

Las consignas de Renovación se encargaron de agitar la misión insurreccional durante todo el año de 1934: «¡¡Estamos en pie de guerra!! ¡Por la insurrección armada! Los jóvenes socialistas deben prepararse para ser las fuerzas de choque de la revolución» (132:1, 3 marzo), «¡Basta ya de batallas parciales! ¡Preparaos para la lucha definitiva! Somos marxistas, seremos marxistas, y únicamente podemos dejar de serlo cuando muramos. Estamos conformes con Largo Caballero: No hay nada que hacer con los republicanos.» (134, 18 marzo), «¡No hay más que un camino: ¡La revolución!» (137:1, 7 julio), «¡Por el mantenimiento inflexible de la posición revolucionaria de clase! ¡Por la dictadura del proletariado, por la insurrección armada, contra las desviaciones democráticas!» (137:4), «Las Juventudes Socialistas solamente obedecen hoy una consigna: ¡Por la conquista del Poder!» (141:1, 4 agosto), &c. (→ filosofia.org/ave/001/a411.htm)

Y, sin embargo, todavía en 2011 el historiador británico Paul Preston sostenía lo siguiente: “Las intenciones de los socialistas con los sucesos que comenzaron la mañana del 4 de octubre de 1934 eran limitadas y defensivas. Su objetivo era defender el concepto de República desarrollado entre 1931 y 1933 frente a lo que percibían como ambiciones corporativistas de la CEDA (…) Ninguno de los hechos ocurridos a lo largo de ese mes, ni siquiera los de Asturias, indicaba que la izquierda estuviera preparando una sublevación a conciencia. Lo cierto es que, en tanto se lograba resolver la crisis, los líderes socialistas se esforzaron por contener el ardor revolucionario de sus seguidores”. (Paul Preston. El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después. Barcelona, Ed. Debate, 2011, pág. 128).

Echando un ojo a los propios documentos del Psoe, a nosotros nos parece que el asunto queda claro, pero volveremos a repetirlo de cara a los ideólogos de la memoria histórica y de sus idólatras papagayos: durante la Revolución de Octubre de 1934, la revolución social se antepone a la defensa de la república. Ya sabemos que la otra versión, la de los desmemoriados, es más cómoda… Pero es una trampa, porque en estos asuntos tan complejos todo lo que es cómodo es una trampa.

Como ya señalamos en el programa anterior, Gil Robles exige el 2 de octubre de 1934 que la CEDA entre en el gobierno y así dice Ricardo de la Cierva: “Esta exigencia perfectamente constitucional, derivada de la más pura ortodoxia democrática, es similar a la de la izquierda tras su victoria en las elecciones a Constituyentes, con la diferencia de que la decisión de Gil Robles fue y sigue siendo tachada por la izquierda como prefascista y un claro ejemplo de traición a la república”. (Ricardo de la Cierva. La revolución de Octubre. El PSOE contra la República. ARC Editores. Madrid, 1997).

Por la tarde de ese día 2 se reúnen en Madrid las ejecutivas del PSOE y de la UGT y se dicta la orden de operaciones revolucionarias a todas las provincias a través de telegramas y de emisarios especiales. Ese mismo día, el líder socialista asturiano Teodomiro Menéndez sale ocultamente de Madrid con las últimas instrucciones del Comité Revolucionario Central escondidas bajo el forro de su sombrero. El 4 de octubre se constituye el gobierno y ese mismo día “El Socialista” lanza su ultimátum y su llamada a la insurrección.

El 5 de octubre se suceden por toda España una serie de huelgas generales no coordinadas que fracasan rápidamente excepto en la zona minera de Asturias y el 6 de octubre Luis Companys proclama la República de Cataluña dentro de la República federal española.

El movimiento insurreccional revolucionario, comandado por el Comité Revolucionario que presidía Largo Caballero, contemplaba una serie de instrucciones que dejaban claro que la revolución se planteaba como una guerra civil, ensalzándola, y que había que proceder con la máxima violencia: “Hay que combatir al enemigo con todas las armas. Todos los medios son lícitos. Cuanto más enérgicos y sangrientos, mejor”. Indalecio Prieto llegaría a decir en un discurso en Granada: “Hay que levantar la tapa de los sesos de un balazo al que se cruce en nuestro camino”. Y en Murcia exclamaría el propio Largo Caballero: “¡Si los socialistas somos derrotados en las urnas, iremos a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos!” Y terminaba el mitin: “Si ganamos, venceremos y nos apoderaremos del Poder, si no ganamos, el hecho de que otros tengan más votos que nosotros, nos impondrá echarnos a la calle para arrebatar ese Poder. De “ellos” será la culpa de que nos lancemos a la revolución sangrienta. Pues nadie debe llevarnos la contraria”.

Pero sigamos, si la insurrección se prolongó más en Asturias fue porque se sumó la CNT en solidaridad con socialistas y comunistas y así pudieron formar la UHP: Unión de Hermanos Proletarios (también se le conocería por el nombre de Comuna Asturiana). En Asturias se organizaría un Ejército Rojo que en diez días llegaría a tener hasta 30.000 hombres, en su mayoría obreros y mineros. Por primera vez en España, el adjetivo “rojo” se lo atribuyeron orgullosamente los revolucionarios. Era la región más armada de España y eso a pesar de que el buque Turquesa, cargado de armamento para proveer al movimiento, fue apresado: estaba la fábrica de fusiles de Oviedo, la fábrica de cañones en Trubia y varias empresas de explosivos. No olvidemos, además, que los mineros estaban familiarizados con la dinamita y que no era difícil proveerse de ella. Y recordemos que aunque los dirigentes del PSOE y del Sindicato Minero Asturiano estaban alineados con la facción «moderada» que encabezaba Indalecio Prieto, las Juventudes Socialistas de Asturias, como las del resto de España, eran sin embargo largocaballeristas.

El foco inicial y principal bastión de la insurrección fue la localidad de Mieres, de unos 40.000 habitantes. Mieres era considerado la «base de la revolución», el «eje del movimiento insurreccional» y la «primera fortaleza obrera». Al tomar el ayuntamiento de la localidad los insurrectos proclamaron la República Socialista. Una proclama del Comité provincial decretó la abolición del dinero y se discutió iniciar la marcha sobre Madrid. El comité de La Felguera, dominado por los anarquistas, proclamó la abolición de la propiedad privada.

En pocas horas se tomaron al asalto 23 cuartelillos de la Guardia Civil en las cuencas mineras fijando Oviedo como siguiente objetivo: pero la capital resistió durante siete días, fuertemente defendida por las tropas gubernamentales. Entre medias se produjeron enormes destrozos: ataques contra fábricas y edificios religiosos, destrucción de patrimonio artístico, resultaron incendiadas la universidad de Oviedo, el Teatro Campoamor y la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo que, por otro lado, fue bombardeada. Asimismo, se llevaron a cabo asesinatos de miembros del clero y de empresarios y, tal y como se ordenaba en las instrucciones del Comité Revolucionario, se elaboraron listas negras.

El Comité Revolucionario Provincial, con sede en Oviedo y presidido por Ramón González Peña, llamado el Generalísimo, decidió requisar (previa voladura de la caja fuerte con dinamita) los 9 millones de pesetas depositados en la sucursal ovetense del Banco de España, que hoy se corresponderían con varias decenas de millones de euros. El dinero se usó para auxiliar a los evadidos y exiliados, para abrir otra vez el diario Avance tras ser destruido por las llamas y sería repartido entre centenares de obreros de diferentes organizaciones. Puesto que, tras fracasar la insurrección, el líder revolucionario González Peña huyó por el monte con las bolsas del dinero, este pudo usarse para financiar la campaña del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, así como para cubrir gastos del gobierno frentepopulista en la Guerra Civil y se usó asimismo para la propaganda exterior, pero poca gente habla de esto y quizás alguno, al enterarse ahora, se desmaye con un poquitín de síncope.

El 18 de octubre se rindieron al gobierno las últimas tropas que ocupaban las cuencas mineras. El pacto final entre el General López Ochoa y los dirigentes socialistas –masones como él– escandalizó al Teniente coronel Yagüe, segundo de Ochoa, que amenazó a este con su pistola por entender que dejaba escapar a los jefes haciendo recaer toda la culpa sobre los milicianos.

La clave del fin de la insurrección asturiana estaría en la decisión del general de división, Francisco Franco, de trasladar las tropas de las unidades de élite de Marruecos a Asturias, operación que no fue extraordinaria, pues ya lo había hecho Azaña para combatir las insurrecciones de Sanjurjo y de la CNT (y ya se hizo por parte del gobierno de la monarquía para aplastar una huelga en Alicante, que pudo transformarse en insurrección, en diciembre de 1930). Luego la medida que adoptó Franco era la habitual y no era una política de «brutalidad colonial», como ha llegado a decirse.

Cataluña

A las 8 o 9 de la mañana del 6 de octubre de 1934 se leyeron dos proyectos de manifiesto de rebeldía en Cataluña. El manifiesto redactado por Companys proclamaba el Estado Catalán dentro de una fantasiosa República Federal Española. El segundo manifiesto lo escribió Joan Lluhí, consejero de Justicia, y tan sólo se invocaba una República Española con sede provisional en Barcelona. Dencàs, influido por las ideas racistas de Pere Màrtir Rossell i Vilar, autodefinido como «nacional socialista», considerado en su época como líder del fascismo catalán y responsable de las fuerzas armadas de la Generalidad, discrepaba de ambos manifiestos, pero como mal menor aceptó la postura de Companys.

La Humanitat, el periódico oficial de ERC y del presidente Companys, publicó el 22 de noviembre un editorial titulado “En pie de guerra”, donde llamaba a “estar alerta, el arma al brazo y en pie de guerra (…) Es la hora de ser implacables, inflexibles y rígidos”. Los esbirros de Ezquerra Republicana de Cataluña procuraron cortar las comunicaciones con el resto de España, y para ello destruyeron puentes y ferrocarriles a fin de no hacer avanzar a las tropas gubernamentales mientras que se intentaban asaltar Barcelona al grito de «¡A las armas por la República Catalana!».

Ni separatistas ni socialistas obtuvieron en Cataluña el apoyo de los anarquistas. Recordemos que los anarquistas habían sido represaliados por los socialistas tras sus mini-insurrecciones y acusaban a los separatistas de cerrar sus salas de reuniones y sus periódicos, y de secuestrar y torturar a sus militantes. El día antes de la insurrección, José Dencàs ordenó el cierre de locales sindicalistas y la detención de líderes anarquistas, entre ellos el legendario Buenaventura Durruti. Al mediodía del 6 de octubre hubo un tiroteo entre los anarquistas y los escamots, una organización paramilitar de Estat Català.

Y para ilustrar este apasionante tema de los escamots, echaremos mano de este interesante testimonio de Gabriel Jackson, historiador afín al republicanismo de izquierda, como ustedes saben: “Cataluña fue sacudida por una oleada de nacionalismo descontrolado. En la Universidad, los profesores castellanos veían cómo sus discípulos y sus colegas catalanes se mostraban deliberadamente hostiles al uso continuado de la lengua castellana en las aulas. Aparecieron octavillas exhortando a los catalanes a no contaminar su sangre casándose con castellanas. Más grave que tales síntomas era el crecimiento de un movimiento casi fascista dentro de las filas juveniles de la Esquerra. Llevando camisas verdes, llamándose a sí mismos escamots (pelotones) y denominando a su movimiento Estat Catalá, hacían la instrucción en formación militar reconociendo como jefe a José Dencás. En la mañana del 5 de octubre, los escamots a veces amenazando con sus pistolas, detuvieron tranvías y autobuses y amenazaron a los trabajadores que no se fueran a sus casas y que no cerraran sus negocios. También se informó que estaban levantando los raíles del ferrocarril al Este de Lérida para separar Cataluña de España. Los escamots preparaban un golpe fascista en Cataluña”. (Gabriel Jackson. La república española y la Guerra Civil. Barcelona: RBA, 2005. Pág. 147.) Queda claro que con José Dencás y Miguel Badía el catalanismo se reducía a dos ideas elementales: separatismo y autoritarismo.

A las 4 de la tarde de ese 6 de octubre de 1934 el general de la división orgánica de Cataluña, Domingo Batet, de simpatías catalanistas, se reunió con Companys, el cual aspiraba a ganarse al general para su causa. Batet estaba preocupado por la interrupción de las comunicaciones con el resto de España y mostró su disconformidad a Companys. También mostró su disconformidad con los alzados en Asturias y otros puntos de España. Batet le advirtió a Companys que «si llegaba al momento en que fuera necesario proclamar el estado de guerra, no sería una medida contra Cataluña y su autonomía, sino impuesta por los sucesos de España» (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española. Encuentro: Madrid, 2007. Pág. 77).

Relata el periodista Enrique de Angulo en El debate: «A las 6:30 llegó (al palau de la Generalitat) la manifestación de la Alianza Obrera exigiendo que se le entregasen armas y amenazando que si a las 8 de aquella noche no se había proclamado el Estado Catalán, lo harían ellos (…) Los de Alianza Obrera y los de Estat Català desfilaron por las Ramblas dando mueras a Lerroux y Gil-Robles» (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española. Encuentro: Madrid, 2007. Pág. 79).

A las 8 de la tarde Lerroux comunicó a Batet que iba a imponer el estado de guerra por toda España. A su vez, Batet informó que Companys rompía relaciones con el Gobierno central. Fue a esa misma hora cuando Companys salió al balcón del Palacio de la Generalidad y, contra el supuesto fascismo de la CEDA, proclamó «el Estado Catalán dentro de la República Federal Española», queriendo establecer en Cataluña «el Gobierno provisional de la República». Y tras el discurso Companys afirmó: «Ya está hecho. Veremos cómo acaba. A ver si ahora seguís diciendo que no soy catalanista» (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española. Encuentro: Madrid, 2007. Pág. 81). Esto lo decía Companys por su pasado poco catalanista, ya que procedía del republicanismo «españolista» y además había sido abogado de los pistoleros de la CNT, la organización que durante toda la insurrección le dio muchos quebraderos de cabeza a la Ezquerra. Companys se hizo catalanista para que dejaran de acusarle de no serlo, pero si bien se hizo catalanista no se hizo exactamente separatista, pues no proclamó la independencia, sino el Estado Catalán dentro de la República Federal Española.

A las 11 de la noche un contingente de entre 50 o 75 soldados de artillería, a las órdenes del comandante Fernández Unzúe, se situó frente a la fachada de la Generalidad con dos cañones de montaña. Franco ordenó desde Madrid el envío a Cataluña de tres cruceros y cuatro destructores. Al avanzar la noche los cañones que apuntaban a la Generalidad se trasladaron para apuntar el Ayuntamiento, que era otro foco de rebeldía. Pero sólo bastaron tres disparos para que los esquerristas allí refugiados alzasen la bandera blanca. El comandante Fernández Unzúe entró en el edificio, le estrechó la mano al alcalde y a los concejales y aceptó su rendición.

El palacio de la Generalidad no tardó mucho más en rendirse y Companys se rindió a Batet incondicionalmente, aunque el militar le prometió al político un trato benévolo. Y así anunció la rendición por radio: «El presidente de la Generalidad, considerando agotada toda resistencia y a fin de evitar sacrificios inútiles, capitula» (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española. Encuentro: Madrid, 2007. Pág. 108). Y Fernández Unzúe diría también por radio: «¡Catalanes, buenos catalanes! Aquí el comandante de las fuerzas de ocupación de la Generalidad, por haber capitulado ésta. ¡Viva España!» (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española. Encuentro: Madrid, 2007. Pág. 109). El Estado Catalán sólo duró 10 horas. Fíjense ahora en lo que José Antonio Primo de Rivera le dijo a Franco el 24 de septiembre de 1934 y tráiganlo a nuestro presente en marcha: “El Estado español ha entregado a la Generalidad casi todos los instrumentos de defensa y le ha dejado mano libre para preparar los de ataque”.

Por su parte, Dencàs escaparía del asedio militar al palacio de la Generalidad por el subsuelo de Barcelona, es decir, por las alcantarillas, ¡como las ratas! Dencàs huyó a Italia en busca de su protector, que era…. ¡sorpresa! Benito Mussolini. Reapareció en el balcón de la Piazza Venezia con camisa negra, el uniforme de los esbirros del fascismo italiano, pero ¿no era la sublevación de octubre de 1934 una sublevación antifascista? Pues resulta que uno de los sublevados contra el «fascismo» era un fascista a sueldo del mismísimo Mussolini. Mientras Dencás huía por las alcantarillas, como una rata fascista, el Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y de la Industria lucharía hasta el final.

La represión y la propaganda izquierdista.

El número de muertos que dejó la insurrección sigue siendo, como es habitual en estas cosas, controvertido y polémico. Según algunos historiadores, entre los insurrectos hubo unos 1.100 muertos y 2.000 heridos, mientras que entre las fuerzas gubernamentales se contabilizaron unos 300 muertos.

Sobre el número de ejecuciones irregulares acometidas por las fuerzas gubernamentales existen tres informes izquierdistas: el de Gordón Ordás, que calcula 24 víctimas; el de Marco Miranda, que lo sube a 46, y el de Fernando de los Ríos y Álvarez del Vayo que lo deja en 31 (9 por torturas). Lo que en total sumaría –si damos por válidos todos los informes– unas 100 víctimas, un número muy reducido comparado con los millares que predicaba la propaganda izquierdista. La actitud del Gobierno y de los partidos de derecha en general no fue tan severa, en proporción, comparada con la represión del gobierno azañista-socialista contra los anarquistas en enero de 1932 y un año después en Casas Viejas. O comparada con la reacción de las fuerzas gubernamentales en Francia tras la caída de la Comuna de París o con la represión que el gobierno socialdemócrata alemán llevó a cabo en 1919 contra la revolución espartaquista, en la que fueron inmediatamente fusilados sus dos principales líderes –Rosa Luxenburg y Karl Liebnecht–, cosa que no se hizo con Largo Caballero, el Lenin español.

Por otro lado, se calcula que los insurrectos asesinaron entre 85 y 115 personas, entre ellos a 34 sacerdotes y religiosos, así como a empresarios. Y al menos 50 edificios religiosos fueron incendiados o saqueados, entre otros, la Catedral de Oviedo, lo que mostraba que el odio a la Iglesia era peor que el odio al capitalismo.

Los grandes represores contra los insurrectos fueron el comandante Lisardo Doval Bravo, una de las bestias negras del movimiento obrero; el coronel Yagüe, que estaba al mando de las disciplinadas y temibles tropas africanas, y el general López Ochoa, que era conocido como el «Carnicero de Asturias». Los insurrectos o sospechosos encarcelados en toda España oscilaron entre 30.000 y 40.000. Asimismo, miles de obreros perderían sus puestos de trabajo. El líder de la insurrección, Francisco Largo Caballero, salió de un juicio-farsa absuelto «por falta de pruebas».

Alcalá-Zamora, en su afán de «centrar la república», insistió para que las sentencias de muerte contra los revolucionarios fuesen conmutadas. Y todavía se estaba luchando en Asturias cuando el encargado de negocios italianos le oyó a Franco decir que si no se le daba un castigo ejemplar y contundente a los revolucionarios ello «alentaría una pronta respuestas extremista» (citado por Stanley Payne y Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política. Espasa: Barcelona 2014. Pág. 119), tal y como efectivamente ocurrió. Franco demostró más realismo político que Alcalá-Zamora. La represión fue más bien suave, pues los partidos que participaron en la insurrección no fueron ilegalizados y la mayoría de los diputados izquierdistas siguieron ocupando sus asientos en el Parlamento y dos años después, en febrero de 1936, todos los partidos izquierdistas y revolucionarios volvieron a presentarse libremente a las elecciones para conseguir, a través de la crítica de las urnas, lo que no consiguieron a través de la crítica de las armas.

La campaña propagandística pensada contra los represores de los sublevados en octubre reavivó la leyenda negra de la España inquisitorial. En rigor, como se ha dicho, «la represión, lejos de ser la atrocidad que aireaba la masiva campaña de propaganda izquierdista, fue muy restringida, y solo un severo enjuiciamiento de los revolucionarios habría hecho posible la supervivencia de una república parlamentaria» (citado por Stanley Payne y Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política. Espasa: Barcelona 2014. Pág. 120).

Tras el fracaso de la insurrección, esta campaña propagandística fue la palanca «con que las izquierdas transformaron su derrota política y militar de octubre en una victoria propagandística, provocando en el país odios y radicalización extremos, en un grado antes inexistente, como había demostrado la falta de respaldo popular a los llamamientos guerracivilistas del 34. La denuncia de la supuesta represión constituyó el eje de la propaganda izquierdista durante aquellos meses, y en especial de las elecciones de febrero de 1936» (citado por Pío Moa, El libro negro de la izquierda española, Chronica: Barcelona, 2011. Pág. 110).

La campaña fue orquestada por el socialista y masón Juan Simeón Vidarte, el estalinista Willi Münzenberg y la masonería mediante asociaciones como la Liga de los Derechos Humanos. También apoyaron la campaña políticos de renombre internacional como Vicente Auriol, Émile Vandervelde, André Gide, Henri Barbusse o Georges Duhamel. También colaboraron parlamentarios laboristas británicos, organizaciones internacionales como Amis de l’Espagne o el Comité de Socorro a las Víctimas del Fascismo que estaba controlado por los comunistas. La campaña se extendió desde París hasta San Francisco. Con dichos ánimos y en dicha coyuntura se llegó a las elecciones de febrero de 1936.

Los mineros asturianos gozaron de la simpatía internacional, sobre todo gracias a un grupo de parlamentarios británicos que redactaron un informe sobre la represión gubernamental en Asturias.

Y no faltó, por supuesto, el apoyo nutritivo de la mitología y, en ese sentido, la construcción del mito de Aida Lafuente, la Libertaria, sería paradigmático. Iniciada la guerra civil, el PCE la convirtió en una de las principales referencias simbólicas de la lucha del proletariado contra la tiranía. Años más tarde, sin embargo, prefirieron mostrar una imagen falseada de Aida Lafuente: pasó de ser una heroica mujer muerta en combate en pleno ejercicio consciente de la violencia revolucionaria, a convertirse en una pobre y desamparada niña de 16 años que aún saltaba a la comba cuando llegó la revolución. En muchos sitios aún sigue publicándose la fecha falsa de su nacimiento: Aida no tenía 16 años, sino casi 20 cuando murió heroicamente atendiendo una ametralladora frente a las tropas gubernamentales y precisamente fue José Ramón Gómez Fouz quien publicó en 1999 (en su libro Clandestinos, Oviedo 1999, página 241) el facsímil de la partida de nacimiento de Aida de la Fuente. Las feministas de hoy podrían denunciar que esa imagen adulterada de Aida Lafuente se basa en una mentira paternalista y heteropatriarcal, y reivindicar a la verdadera Aida como una valiente mujer y no como una pobre niña asesinada.

El Partido Socialista Francés recogió miles de firmas a fin de pedir la amnistía de los insurrectos presos. El diputado socialista francés Vincent Auriol fue recibido por Alejandro Lerroux en representación de la Liga de los Derechos Humanos. W. Münzenberg, agente de propaganda de la Kominter y creador del Socorro Rojo Internacional, volvería a realizar la agitación exterior en favor de la causa republicana durante la Guerra Civil. Durante los meses siguientes, la tremenda campaña propagandística envenenaría la convivencia nacional de forma violentísima y si en 1934 las insurrecciones fracasaron porque no fueron secundadas por las masas, estas llegarían a 1936 ya totalmente enervadas, azuzadas por la intensísima campaña de odio. El veneno estaba sembrado, sobre todo entre la gente más joven, y lamentablemente ese mismo veneno es el que hoy día se intenta avivar a través de cosas como la Ley de memoria histórica.

Si la CEDA era tan fascista…

Si la CEDA era tan fascista, ¿cómo es que no aprovechó el fracaso de la insurrección de octubre para aplastar definitivamente a los partidos y organizaciones revolucionarias y encarcelar y ejecutar a sus dirigentes? Si era tan fascista, ¿cómo es que permitió que tales partidos volviesen a presentarse a las elecciones en febrero de 1936? Y otro tanto se puede decir de la figura de Franco. Como le dijo Juan Negrín a Juan Simeón Vidarte, «durante el gobierno de la CEDA, en que Gil Robles estaba en Guerra, él [Franco] pudo dar un golpe de Estado sino que nadie se le opusiese, destrozados como estábamos nosotros (…) Tenía una cámara que hubiese justificado cualquier acto contra la República (…) y tampoco hizo nada» (citado por Pío Moa, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001, Pág. 301).

Llamar fascista a quien no lo es puede resultar muy útil para ciertas formaciones. Ahora bien, resulta completamente inútil para los intereses de la ciudadanía. Pero el antifascismo era la ideología que debía predominar ante tal situación. Así lo expresaba Wenceslao Carrillo, padre de Santiago Carrillo: «No debemos hablar ni de una acción para implantar el socialismo, lo que habría de restarnos bastantes ayudas, ni de defensa de la democracia, por si con ello se enfriaba el entusiasmo de nuestros camaradas. Debe hablarse sólo de antifascismo, en lo que puede resumirse todo» (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española. Encuentro: Madrid, 2007. Pág. 220-221).

Como dijo el liberal Salvador de Madariaga, que era ministro del gobierno de Lerroux, «El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falsa. Hipócrita porque todo el mundo sabía que los socialistas de Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna a lo que se proponía o no Gil Robles; y, por otra parte, a la vista está que el presidente Companys y la Generalitat entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931 contra sus enemigos más o menos ilusorios de la derecha a aquellos mismos que para defenderla la destruían? (...) Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936». Si Gil-Robles hubiese tenido intenciones de destruir la Constitución de 1931 por métodos violentos, «¿qué mejor ocasión que la que le proporcionaron sus adversarios políticos alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934, precisamente cuando él, desde el poder, pudo, como reacción, haberse declarado en dictadura?” (Salvador de Madariaga, España. Ensayo de historia contemporánea. Espasa-Calpe: Madrid, 1979. Pág. 362).

Si la insurrección de octubre es la primera batalla de la Guerra Civil se podría decir que en julio de 1936 se reanudó lo que en octubre de 1934 se había quedado a medias.

Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradecemos su apoyo a todos nuestros mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.

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