viernes, 9 de abril de 2021

Biden empobrecerá a los países más pobres

Juan R. Rallo analiza la enorme diferencia entre las ventajas competitivias de los países desarrollados y de los países en vías de desarrollo, y en esencia las tres ventajas competitivas que estas sociedades pueden ofrecer a los inversores frente a otras sociedades más ricas y desarrolladas, y por tanto para poder progresar y crecer económicamente reduciendo la desigualdad mundial. 

Y la propuesta impositiva del Biden (Partido Demócrata, EEUU) es un misil en la línea de flotación de uno de los pilares competitivos de los países subdesarrollados o emergentes, que los empobrecerá, ampliando las desigualdades, que por cierto llevaban reduciéndose entres estos países y los más ricos desde hace décadas gracias a la globalización. 

Y todo, por aumentar el expolio fiscal para pagar sus disparatadas e improductivas deudas y gastos.  

Los mismos que se tratan de apoderar de banderas y discursos huecos sobre la igualdad, la pobreza, los más necesitados...

Análisis de El Confidencial: 


El presidente de EEUU, Joe Biden. (EFE)


Los países en vías de desarrollo tienen escasas ventajas competitivas frente a los países desarrollados. Son centros de producción alejados de los principales centros de consumo (la capacidad adquisitiva de esas sociedades es todavía muy escasa, de modo que los bienes transables que allí se producen se dirigen mayoritariamente hacia la exportación, con los consecuentes costes de transporte), cuentan con infraestructuras muy precarias (lo que todavía agrava más el problema de los costes de transporte), la provisión de energía suele ser cara y poco confiable (por la pobre red de transporte), la oferta de capital humano es igualmente deficiente (por la insuficiencia de la oferta y de la demanda de enseñanza), no hay muchas otras grandes empresas instaladas (lo que impide aprovechar las economías de aglomeración), la seguridad jurídica no es necesariamente muy elevada (tanto frente a la delincuencia privada como frente a la delincuencia gubernamental, así como por unos tribunales inoperantes para ejecutar los contratos), la moneda local puede hallarse expuesta a fortísimas depreciaciones cambiarias (arrojando pérdidas a los inversores foráneos) y la informalidad suele ser la nota predominante (tanto en el sentido de que gran parte de la actividad tiene lugar en la economía sumergida cuanto en el sentido de que muchos contratos, incluidos los laborales, se incumplen sistemáticamente).

Siendo este el panorama, cuesta entender por qué motivo una empresa extranjera podría querer lanzarse a invertir en estos mercados tan poco productivos y arriesgados. Y, en esencia, las tres ventajas competitivas que estas sociedades pueden ofrecer a los inversores frente a otras sociedades más desarrolladas y ricas son básicamente tres: menores costes de los factores productivos primarios, menor carga regulatoria y menores impuestos.

 

Por menores costes de los factores productivos primarios nos referimos a menores salarios y menores rentas inmobiliarias: contratar la plantilla y comprar/alquilar una edificación es más barato en los países en vías de desarrollo en la medida en que esos factores tienen usos alternativos más limitados. Por menor carga regulatoria me refiero a la menor legislación que pesa sobre muchos sectores y actividades, aunque solo sea porque si esos países ni siquiera han desarrollado determinados sectores, no ha habido necesidad de aprobar una regulación muy exhaustiva sobre ellos. Y, por último, la menor carga fiscal se refiere a los menores impuestos sobre la inversión extrajera, por lo normal dirigidos justamente a atraerla.

Pues bien, de las tres ventajas competitivas con que cuentan los países en vías de desarrollo para seducir a la inversión extranjera, la propuesta de Janet Yellen, respaldada por Biden, de fijar un impuesto mínimo sobre sociedades del 21% en el conjunto del planeta erradicaría una de ellas (los bajos impuestos). O dicho de otra forma, para mantener un mismo nivel de competitividad global, los países pobres tendrán que abaratar mucho más sus salarios y sus ingresos por rentas de la tierra o tendrán que desregular mucho sus economías con tal de compensar la peor fiscalidad que se les impondrá desde EEUU. Y si no consiguen hacer nada de todo ello, entonces recibirán menores flujos de inversión extranjera: esto es, estaremos ralentizando activamente su salida de la pobreza. El presidente del Banco Mundial, David Malpass, ha alertado precisamente de este riesgo al manifestar que un impuesto global del 21% sobre beneficios empresariales resultará demasiado gravoso para los países en vías de desarrollo.

Una contrarréplica que podría ofrecerse al respecto es que los países en vías de desarrollo deberían aprovechar la coyuntura de aumento global de impuestos para incrementar su propia recaudación, de tal manera que sus Estados puedan suplir muchas de las carencias que mencionábamos al principio (malas infraestructuras, mala red eléctrica, mal sistema educativo, mal sistema de justicia...). El problema de este argumento es que desconoce que la capacidad fiscal de los Estados en vías de desarrollo se ve fuertemente constreñida por dos factores: el primero, la altísima informalidad y no monetización de su economía (y, por tanto, la dificultad de cobrar impuestos en la economía sumergida o en actividades no monetizadas y no dirigidas al mercado); la segunda, el subdesarrollo de su burocracia estatal (incluyendo la burocracia fiscal) y por tanto la dificultad para, aun queriéndolo, recaudar impuestos. Por ello, aunque suban formalmente los tributos, la recaudación no lo hará: y tampoco tendrán, pues, margen financiero para invertir en todas las partidas anteriores. Empeorarán en el apartado fiscal sin mejorar en ningún otro.

 

En definitiva, el impuesto mínimo global sobre sociedades que propone Biden incrementará la recaudación en EEUU a costa de empobrecer a los más pobres. Todo sea en nombre de la lucha por la igualdad planetaria.



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