jueves, 13 de septiembre de 2018

La Democracia averiada y la gran polarización

Javier Benegas analiza la avería grave que sufre la Democracia y la gran polarización que se está viviendo y sus causas. 
Artículo de Disidentia: 
Asistimos a un potente proceso de crispación, un diálogo de sordos entre políticos y ciudadanos, identidades e individuos, científicos sociales y sociedad civil que está llevando al límite un sistema de gobierno que hasta ayer parecía incuestionable: la democracia.
Así lo advierte Jonathan Haidt en una conferencia titulada The Age of Outrage (La era del ultraje), y que arranca de manera inquietante: “¿Qué está pasando con nuestro país y nuestras universidades? A veces parece que todo se viene abajo”.
Que surgiera la democracia liberal, explica Haidt, es un milagro tan improbable como el de la vida. Argumenta que los seres humanos somos originariamente primates tribales: “Estamos exquisitamente diseñados y adaptados por la evolución para la vida en sociedades pequeñas con una religión intensa y animista y un conflicto intergrupal violento sobre el territorio”. En consecuencia, no seríamos aptos para la vida en grandes democracias seculares… a menos que estas democracias estuvieran exquisitamente ajustadas.

El gran reloj

Así, continúa Haidt, los padres fundadores de la democracia norteamericana confeccionaron una constitución como si se tratara de un reloj gigante, un reloj que podría funcionar para siempre si sus resortes y engranajes estaban bien diseñados y eran mantenidos de forma adecuada.
Thomas Jefferson y James Madison sabían que los seres humanos no eran ángeles, y tenían los suficientes conocimientos de historia para estar al corriente de la creencia de Platón de que la democracia es la segunda peor forma de gobierno porque inevitablemente decae en tiranía. Así que dotaron a la nueva democracia de separación de poderes y de un delicado sistema de equilibrios y contrapesos. Y también pusieron mucho empeño en educar correctamente a la siguiente generación de “relojeros”, para que cuidaran la delicada maquinaria en el futuro.
A partir de aquí, Haidt nos advierte que desde hace ya tiempo no estamos manteniendo el reloj adecuadamente, que en los delicados engranajes y resortes de la democracia liberal hay cada vez más cuerpos extraños que impiden su correcto funcionamiento. La maquinaría chirría. Las fuerzas centrípetas languidecen, mientras que las centrífugas amenazan con hacer que los resortes salten por los aires.
Las fuerzas centrífugas serían las injusticias, como el racismo; el partido republicano dominado por la Fox News y el ecosistema de medios de derecha; las políticas de identidad promovidas desde los entornos académicos; y, por supuesto, las redes sociales. Estás fuerzas serían responsables de una polarización cada vez más intensa, cuyo inicio Haidt sitúa en la década de los 90, ateniéndose a los datos de Gallup y Pew.

El origen de la polarización

A pesar de que el discurso de Haidt es brillante, comete un error muy común en el mundo anglosajón: olvida que la polarización es un fenómeno que no sólo afecta a los Estados Unidos, sino también a buena parte de Europa y de América. Esto indica que estamos ante un suceso sociológico de gran calado, cuyas causas no pueden comprenderse desde una perspectiva meramente local y cuyo verdadero origen se sitúa más allá de los 90.
En cuanto a su visión de lo sucedido en los Estados Unidos, trasladar la responsabilidad de la polarización a la radicalización del partido republicano resulta discutible: dos no se polarizan si uno no quiere. Esto lo sabemos muy bien en España, donde los políticos se muestran muy cooperativos a la ahora de alimentar polémicas estériles.
No se puede obviar que previamente, durante décadas, la política norteamericana estuvo dominada por el partido Demócrata, es decir, fueron los relojeros encargados del mantenimiento de la maquinaría democrática. Sin embargo, en vez de mantener los engranajes originales, como entusiastas del Gran gobierno se dedicaron a añadir nuevas piezas y resortes que, a la postre, irían trabando la maquinaria.
Suyas fueron las décadas de la súper producción legislativa; de la transformación de los tribunales de justicia en una especie de cámara de representantes de última instancia; del establecimiento de las políticas de identidad y del nada liberal concepto de discriminación positiva; del estrechamiento de relaciones entre la prensa y el poder político; y de la transformación de la política en algo complejo y alejado de la comprensión del público. Todos estos cambios, y otros muchos, contribuyeron notablemente al progresivo desajuste de la delicada maquinaria.
Así pues, por mucho que los datos proporcionados por Gallup y Pew lo certifiquen, situar el inicio de la polarización en la década de los 90 es una interpretación de muy corto recorrido. Sí, esta polarización comienza a manifestarse intensamente en esos años. Pero resulta evidente que las causas que la han alimentado son de muy larga trayectoria.

El colapso del “Gran gobierno”

Que Haidt señale la década de los 90 como el momento de inicio de una creciente crispación no parece una casualidad. Este periodo coincide con el mito del renacimiento liberal protagonizado por el neoliberalismo. Sin embargo, tal renacimiento fue un espejismo meramente economicista. Lo que motivó el giro de la opinión pública no fue la teoría o la filosofía liberales, sino el debilitamiento de los defensores del Gran gobierno y la planificación. En realidad, los neoliberales se mostraron incapaces de elaborar una narración profunda y amplia de su visión de la sociedad. Más que contribuir a la polarización, lo que hicieron fue dejar un enorme vació.
Así es, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la década colectivista por excelencia, la de los años 70, las democracias liberales se rindieron a la excelencia del Gran gobierno y la planificación. La socialdemocracia se propagó por Europa y los Demócratas dominaron la política en los Estados Unidos. Pero en el abrupto final de este largo e idílico ciclo poco tuvo que ver el resurgir de los principios liberales.
Fue la Crisis del petróleo de 1973 lo que hizo tocar techo a la euforia intervencionista. De pronto, los recursos naturales se demostraron finitos, las economías occidentales dejaron de nadar en la abundancia, el desempleo se disparó y, en consecuencia, la idea de que el Estado podía resolverlo todo y que, para tal fin, debía crecer de manera ilimitada, nutriéndose de una prosperidad igualmente ilimitada, empezó a desmoronarse.
La sociedad se mostró súbitamente crítica. Cundió el desencanto. Y muchos ciudadanos que habían ido acumulando agravios, empezaron a mostrar su malestar con unas democracias que de liberales ya sólo conservaban el apellido.
Sin embargo, ya no había nadie capaz de restaurar la maquinaria original que Jefferson y Madison habían diseñado. Muy al contrario, las universidades, donde debían formarse los futuros relojeros, lejos de cumplir los deseos de los padres fundadores, enseñaban a sus alumnos que Thomas Jefferson fue un esclavista y un proxeneta. Y que su ofensiva figura debía ser erradicada de los campus.
Para entonces el Gran gobierno era ya intratable, se había imbricado en amplias capas de la sociedad, promovido un nuevo tribalismo mediante las políticas de identidad, generado infinidad de conflictos de interés entre las élites y convertido a millones de personas en seres dependientes de su prodigalidad.

Emancipación y regresión

El hundimiento del comunismo, que Francis Fukuyama interpretó en 1989 como “El fin de la Historia”, en realidad resultó ser un suceso engañoso. Durante las décadas que duró la Guerra Fría, nuevas fuerzas centrífugas que Haidt ignora en su discurso no hicieron sino acumular energía, muchas de ellas dentro del propio poder político. Así, como escribiría Claudio Magris en Utopía y desencanto (2001), “El Ochenta y nueve lo que hizo fue descongelar la Historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico, y ésta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión”.
Esta “maraña de emancipación y regresión” a la que alude Magris, no se gestó de un día para otro, sino durante decenios. Sin embargo, había permanecido oculta. La Guerra Fría y su apocalipsis nuclear dejó en segundo plano trasformaciones profundas que habrían de manifestarse en cuanto la amenaza de la destrucción mutua asegurada desapareciera. En realidad, la división del mundo en dos bloques había sido la fuerza centrípeta más poderosa de todas.
Cuando en 1989, el muro de Berlín cayó, empezaron a aflorar todos estos cambios. El modelo del Gran gobierno que se había institucionalizado en las democracias, y que había sobrevivido al espejismo liberal de los 90, parecía dominado por élites enclavadas, un fenómeno que ya había detectado en 1972 el sociólogo Daniel Bell en On Meritocracy and Equality, y que, mucho más tarde, Helen Andrews constataría en The New Ruling Class (2016). Esta reducción de la movilidad social suponía en buena medida un regreso a la vieja sociedad estamental. Una cuña que se incrustaba en medio de los principales engranajes del reloj.
Simultáneamente, las sociedades parecieron sucumbir a una nueva ética donde el sacrificio y el compromiso eran reemplazados por la autosatisfacción y el culto al yo, como sostiene David Frum en How We Got Here: The 70’s: The Decade that Brought You Modern Life (2001).
Difícil imaginar a individuos egocéntricos preocupándose por el estado en que iban a dejar a los que vinieran detrás la delicada maquinaria del reloj. Muy al contrario, la democracia fue deslizándose hacia un sistema utilitarista y clientelar, donde los diferentes grupos de interés pugnaban por una parte del pastel y donde el fin justificaba los medios.

La reactancia social

El fenómeno de élites enclavadas, siempre dispuestas a conservar e incrementar su poder, combinado con individuos egocéntricos e infantilizados, renuentes a asumir responsabilidades, desencadenó un cambio crucial: la moral se transfirió de la sociedad al Estado. Esto supuso la progresiva liquidación del espacio privado de las personas.
Los legisladores ya no sólo estaban legitimados para redistribuir la riqueza, ahora también podían regular las relaciones sociales. La democracia definitivamente había devenido en una temible maquinaría que, aun formalmente liberal, invadía el espacio privado de las personas, legitimaba abusos de poder, generaba inseguridad jurídica, hiper legislación, agravios comparativos y privilegios.
Cuando las convenciones individuales más íntimas pasaron a ser materia legislativa, la reactancia social comenzó a acumularse. Al principio esta reactancia se manifestó con dificultad, puesto que los intereses de los medios de comunicación estaban estrechamente ligados al modelo de Gran gobierno y a su intervencionismo político. Fue con la expansión de Internet y la creación de nuevos medios online que afloraron perspectivas críticas hasta entonces invisibles. Pero el suceso que definitivamente hizo saltar por los aires el consenso informativo que había durado décadas fue la aparición de las redes sociales.
Para Haidt y muchos otros expertos, las redes sociales son un suceso negativo, una nueva y poderosa fuerza centrífuga. Y sugieren que esta nueva herramienta de comunicación debe ser filtrada por la administración, una idea que no resulta demasiado liberal. Sin embargo, vuelven a confundir causa y efecto. Las redes sociales no son por sí mismas una peligrosa fuerza centrífuga, sino el entorno donde todas las fuerzas centrífugas, pero también las centrípetas, por fin se han hecho visibles. Y ocultarlas no las hará desaparecer.
Pero esto ya es otra historia que merece un nuevo post.
Quiero agradecer a Matthew Bennett que me facilitara el enlace a la conferencia de Jonathan Haidt que inspira este artículo.

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