Artículo muy interesante de Lluis Uría sobre el silencio de los musulmanes ante actos de terror y manifestaciones radicales (vía Monmar):
Ese espeso silencio
Son como nosotros. Forman ya parte de nosotros. Son nuestros vecinos, nuestros colegas. Algunos son nuestros amigos. Se llaman Mohamed, Rachid, Fatma, Khalil, Hanane, Ben, Samira, Rayan… Al igual que todo el mundo, la mayoría son personas sensatas y juiciosas, que trabajan honestamente para salir adelante, que aspiran a vivir en paz. Con los mismos anhelos, las mismas preocupaciones y los mismos miedos que nosotros. Son como nosotros y, sin embargo, son diferentes. Por su origen, por su cultura, por su religión. Los musulmanes europeos viven a caballo de dos mundos. Unos luchan con denuedo y determinación para construir, día a día, frente a las incomprensiones de unos y de otros, la síntesis de sus dos identidades. Otros viven esa diferencia como una contradicción irresoluble, como un desgarro.
Son como nosotros. Y sin embargo, tomados como colectivo, hay algo en los musulmanes que despierta nuestra desconfianza, que nos produce un vago temor. No es sólo la diferencia, no es únicamente el miedo difuso al "otro". Más diferentes --por cultura, por creencias, por costumbres--, más cerrados y herméticos, más reacios a integrarse son los chinos… sin que por ello nos produzcan el mismo escalofrío.
Escalofrío, sí. Escalofrío ante la visión de las mujeres encadenadas bajo el niqab y la burka, sometidas a la autoridad omnipotente de sus maridos, sus padres o sus hermanos, con arrogante desprecio de las leyes que garantizan la igualdad (da lo mismo que algunas apelen a su libre albedrío para cerrarse al mundo: entregar voluntariamente la propia libertad no las hace menos esclavas). Escalofrío ante la presión creciente de los integristas en los hospitales, en las piscinas, en las empresas, para imponer la separación de hombres y mujeres. Escalofrío ante la violencia e intolerancia que exhiben tantos predicadores en las mezquitas de toda Europa (por pocos que sean, son demasiados). Escalofrío ante la necedad y la locura de los terroristas que se inmolan matando a inocentes en nombre de una espiritualidad pagada en el cielo con sexo.
Si hay que buscar una explicación a semejante recelo, está indudablemente ahí: en la práctica malsana, retrógrada y desviada de una religión que habla de tolerancia pero que en boca de muchos de sus líderes y predicadores –los más visibles, los más ruidosos— se ha convertido en un vehículo de odio y opresión. Ese islam es radicalmente, inexorablemente, opuesto a los derechos humanos y los valores de emancipación surgidos de la Ilustración y de la Revolución francesa que hemos hecho nuestros. Ese islam agresivo e intolerante no tiene, no puede tener, cabida en Europa.
Si la imagen del islam ha quedado deformada por la caricatura islamista, los musulmanes deberían ser los primeros interesados en interrogarse por qué. Y en preguntarse qué parte de responsabilidad tienen ellos mismos en esta situación.
Muchos musulmanes no comulga con el integrismo. Los fundamentalistas no son, en realidad, más que una minoría vociferante. Pero ocupan casi todo el espacio. La mayoría de los musulmanes no son extremistas. Pero no se les ve, no se les oye. Por miedo, por indiferencia, por sumisión… la mayoría calla. Y los pocos que levantan la voz contra la deriva islamista son apenas audibles. Los representantes de las organizaciones musulmanas, siempre dispuestos a salir con prontitud a denunciar toda ofensa al islam, toda iniciativa que pueda estigmatizar a la comunidad musulmana, son sin embargo sorprendentemente renuentes a enfrentarse con la palabra a los radicales. Censurar la publicación de las caricaturas de Mahoma es fácil. Denunciar la impostura de los iluminados discursos de Bin Laden es mucho más difícil. Y arriesgado.
El filósofo Luc Ferry, ministro de Educación cuando se prohibió el velo –y todo signo de ostentación religiosa—en las escuelas públicas de Francia, hombre de una lucidez y una honestidad intelectual incontestables, apuntó este problema con infrecuente claridad en un reciente debate televisado. Lo mismo que su oponente, el periodista y ensayista Jacques Julliard, Ferry aludió a la responsabilidad de los propios musulmanes en la incomprensión que el islam suscita en Occidente. "Mientras no haya en Francia una voz de la comunidad musulmana para elevarse contra las fatuas, contra las burkas, contra los excesos de los islamistas, siempre pesará una sospecha sobre el islam", afirmó.
El imán Ali Ibrahim el Soudany, habitual de diversos centros de oración de la banlieue norte de París y de los distritos XIX y XX de la capital, estuvo durante meses proclamando la yihad y predicando el odio contra judíos y occidentales sin que nadie objetara nada, hasta que el Gobierno lo expulsó sumariamente a su país de origen, Egipto, a principios de este año, como antes había hecho con una treintena de personajes similares. El imán de Drancy, Hassen Chalghoumi, en cambio, defensor del diálogo con los judíos y crítico severo del velo integral, se ha ganado con su tolerancia amenazas e increpaciones de todo tipo. Nadie de la comunidad musulmana ha salido en su defensa.
No es la burka lo que da miedo. Ni los sermones inflamados de los integristas. Es el espeso silencio del conjunto de los musulmanes lo que resulta inquietante.
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