miércoles, 2 de diciembre de 2020

Segunda República española: la república de las insurrecciones

Fortunata y Jacinta analiza, de manera muy amena, en su FORJA 046 el sexto capítulo dedicado a la Segunda República española (séptimo tras el capítulo de Introducción en FORJA 040), analizando algunas de las insurrecciones (desde todos los espectros ideológicos) que se dieron en 1932 y 1933 tras la implantación de la II República, y que fueron básicamente perpetradas por anarquistas-comunistas de izquierda, a partir de los cuales comenzó la decadencia de estos grupos.



Segunda República española. La república de las 

insurrecciones

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy abordaremos el séptimo capítulo sobre la Segunda República española.

La Segunda República fue una república convulsa en la que se produjeron varias insurrecciones contra el régimen establecido o, más bien, contra el régimen que intentaba establecerse. En este programa veremos la insurrección del general José Sanjurjo y las tres mini-insurrecciones de los anarquistas. Todas estas insurrecciones acabaron en fracaso porque no podían triunfar de ningún modo tal y como se planearon e intentaron llevarse a cabo. Para el siguiente programa veremos una insurrección algo más seria como fue la de octubre de 1934, aunque esta también fuese sofocada de modo incontestable y pese a que, a diferencia de las otras, la de octubre del 34 sembró la semilla de la Guerra Civil (por lo que hemos visto en capítulos anteriores, también es posible que esta semilla ya estuviese sembrada desde el nacimiento de la República). No obstante, el historiador Gerald Brenan denominó a la insurrección fallida de octubre de 1934 «la primera batalla de la guerra civil».

La propaganda de la Memoria Histórica, que suele confundir los recuerdos con los hechos positivos, sólo se centra en la insurrección cívico-militar del 18 de julio (cuyos ideólogos, indocumentadamente, llaman «golpe militar fascista»). Pero como vamos a ver en este programa y en el siguiente, contra la República se llevaron a cabo varias insurrecciones y desde todas las tendencias políticas. Ya lo decía Gustavo Bueno: la Segunda República fue un campo de batalla civil, policial, militar e ideológica que, de forma enrevesada, enfrentó en distintos escenarios y coyunturas a las modulaciones de la derecha y las generaciones de la izquierda.

Insurrecciones anarquistas: 1932

La primera ofensiva seria contra la República fue anarquista y se inició el 18 de enero de 1932, día en que ardieron iglesias en tres localidades valencianas. De acuerdo con los planes de la FAI, sin embargo, el foco principal del movimiento insurreccional anarquista debía ponerse en marcha en Barcelona y allí estallaron los disturbios, en efecto, el 19 de enero, extendiéndose por la cuenca del Llobregat el día 21. Los anarquistas se apoderaron de 6 pequeños municipios y cortaron varias de las líneas ferroviarias que rodeaban la ciudad de Barcelona. En una villa minera llamada Fígols se proclamó el «comunismo libertario». Sería la primera vez en la historia que se declaraba tal cosa en un ayuntamiento español.

El 20 de enero la CNT redactó un manifiesto en el que se acusaba a la República de no cumplir sus promesas. Entre otras cosas decía: «El Estado es el primer enemigo del pueblo», un enunciado totalmente coherente con los postulados y principios del anarco-sindicalismo.

En apenas tres días el Ejército y la Policía lograron sofocar la mini-insurrección, aunque aún surgieron débiles chispazos subversivos en algunos lugares. Cientos de anarco-sindicalistas fueron detenidos y deportados a una colonia penal situada en Guinea Ecuatorial (la misma a la que, unos meses más tarde, serían enviados los derechistas detenidos por la sanjurjada). Entre ellos se encontraban los históricos Buenaventura Durruti y los hermanos Ascaso y también algunos comunistas.

La primera mini-insurrección de los anarquistas dejó impreso en la conciencia y en la carne de los mismos que las medidas policiales de la República podían ser «peores que en la monarquía». La represión, sin embargo, no debió ser tan dura, pues la mayoría de sus cuadros permanecieron intactos.

La sanjurjada

Tal y como vimos en el capítulo 42, el general Sanjurjo —Primer Marqués del Rif y responsable militar de la Guardia Civil en abril de 1931— declaró que no ofrecería resistencia ante una posible sublevación republicana y que no defendería al gobierno de Su Majestad el Rey. Esta acción fue decisiva para que la República llegase sin necesidad de un baño de sangre.

Pero el 10 de agosto de 1932, el día de San Lorenzo, el general José Sanjurjo se subleva contra la República a causa del estatuto de autonomía de Cataluña, del malestar en el ejército por el deterioro del orden público y de la agitación antimilitar. Unos meses antes, Sanjurjo había dejado el puesto de mandamás en la Guardia Civil para convertirse en el mandamás en el cuerpo de Carabineros. Desde ahí dirigió su célebre «sanjurjada» que, dicho sea de paso, fue el único intento de rebelión militar que hubo en la República antes del 18 de julio, que fue apoyada por monárquicos y republicanos conservadores.

Él sostuvo más tarde que el objetivo del golpe no era restaurar la monarquía, sino imponer un régimen republicano conservador desde el que pudiese celebrarse un referéndum para elegir la forma de gobierno, posibilidad que los líderes republicanos habían rechazado un año antes.

El gobierno de Azaña conocía el día, la hora y los objetivos de los insurrectos. Y también conocían a los conspiradores, como refleja la entrada del 9 de agosto de 1932 del diario de Azaña: «Los directores son Barrera, González Carrasco, Cavalcanti, Fernández Pérez, el coronel Benito, etcétera». Y sin embargo añadía: «No suena el nombre de Sanjurjo». Pero más adelante dice: «desde Gobernación, me dijeron que habían averiguado que Sanjurjo tenía reservadas habitaciones en un hotel de Sevilla» (Manuel Azaña, Diarios, 1932-133. «Los cuadernos robados», Crítica, Barcelona 1997, Pág. 14-18). Enseguida se averiguó que Sanjurjo encabezaba la sublevación, pero los sublevados ignoraban que el gobierno estaba sobre aviso. De modo discreto, sin informar siquiera a su propio gobierno, Azaña se apoyó en los militares Arturo Menéndez y Hernández Saravia entre otros con el fin de movilizar a guardias de asalto y pequeños núcleos de soldados.

El plan de la sanjurjada consistía en hacer estallar la insurrección en cinco ciudades a la vez. La cosa fue aplastada inmediatamente en Madrid, pero alcanzó cierto éxito en Sevilla, donde Sanjurjo tomó la guarnición militar y el gobierno municipal. Azaña ordenó controlar la ciudad hispalense «por tierra, por aire y por agua», y que se movilizasen tropas que interrumpiesen el paso de los insurrectos de Sevilla a Madrid, así como a Castilla la Nueva y Extremadura. Además, ordenó cerrar el paso hacia Portugal para que los rebeldes no escapasen. A tal fin fueron desplazadas por primera vez tropas marroquíes (de Regulares) a la península.

El mismo día 10 escribía Azaña en su diario: «La inacción de Sanjurjo me llena de asombro. ¿A qué espera? Yo suponía que hoy mismo, por la mañana, se pondría en movimiento para ocupar antes que nosotros los pasos del río, y abrirse el camino de Madrid. No hace nada. Es un disparate, y eso prueba lo que valen estas gentes. Yo, en su caso, habría sacado en el acto de Sevilla la guarnición sublevada, dentro de la misma población… Sanjurjo ha podido ocupar Córdoba antes que nosotros… En fin, siempre hay que contar con los disparates del enemigo, y aprovecharlos» (Manuel Azaña, Diarios, 1932-1933, «los cuadernos robados», Crítica, Barcelona 1997, Pág. 23).

Al carecer de apoyos, Sanjurjo tuvo que abandonar Sevilla y fue detenido en Huelva a la mañana del día siguiente. Para afrontar el consejo de guerra pidió al general Francisco Franco que fuese su abogado defensor, oferta que éste rechazó. He aquí las razones que Franco le ofreció: «Usted, al haber fracasado, se ha ganado el derecho a ser fusilado» (citado por S. Payne y J. Palacios, J. Franco. Una biografía personal y política, Espasa, Barcelona 2014, Pág. 105).Y fíjense ahora en lo que Franco escribió el 23 de junio de 1936 al que por entonces era el Presidente del Consejo de Ministros, Santiago Casares Quiroga: «Lo de Sanjurjo lo supe y pude haberlo evitado; pero preferí verlo fracasar». (citado por Pío Moa, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001, Pág. 318).

En definitiva, Sanjurjo fue condenado a la ejecución capital, pero se le conmutó la pena por cadena perpetua. Sobre la ejecución del general sublevado Azaña objetaba: «fusilar a Sanjurjo obligaría a fusilar después a otros seis u ocho (…) y a los de Castilblanco (…) Fusilando a Sanjurjo haríamos de él un mártir (…) La monarquía cometió el disparate de fusilar a Galán y García Hernández, disparate que influyó no poco en la caída del trono» (citado por Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, Pág. 261). Finalmente, Sanjurjo fue desterrado a Portugal.

Otro de los organizadores de la sublevación, el general Emilio Barrera, huyó a Francia y allí afirmó que el objetivo de los insurrectos no era acabar con el régimen sino con el gobierno, a fin de «evitar que pudieran convertirse en leyes proyectos que, a nuestro juicio y al de la inmensa mayoría de los españoles, llevaban a la patria camino de la desmembración» (citado por Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, Pág. 259). Se refería, por supuesto, al tremendo revuelo que estaba generando el estatuto de autonomía de Cataluña. Barrera sostenía, por cierto, que el plan de los rebeldes era un plan perfecto y que su fracaso era inexplicable, ya que se trataba de una organización en la que creían «que sólo había caballeros». (citado por Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Ediciones Encuentros, Madrid 2000, Pág. 260).

La sanjurjada acabó con diez muertos, casi todos del bando insurrecto. Aplicando la Ley de Defensa de la República, y a modo de represalia, el Gobierno mandó a un centenar de derechistas a Guinea Ecuatorial y aprovechó la ocasión para cerrar 133 publicaciones derechistas (entre diarios y revistas), la mayoría de las cuales no tenían nada que ver ni con Sanjurjo ni con su chapucera rebelión. El ABC, el gran periódico monárquico, fue suspendido durante 110 días, lo que casi le llevó a la ruina. No había acusación contra el periódico fundado por Torcuato Luca de Tena, pero Azaña sostenía que había «hecho creer a esos idiotas de generales que el país iría tras ellos». (citado por Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, Pág. 260).

Asimismo, 174 marqueses, 127 duques, 79 condes y otras personalidades de la aristocracia sufrieron la expropiación sin indemnización de sus tierras, pese a que la mayoría de estos aristócratas tampoco tuvieron nada que ver con la sanjurjada. En la administración pública fueron purgados derechistas y monárquicos y en su lugar se colocaron a izquierdistas en la diplomacia, la justicia y la enseñanza. Los directores de la Guardia Civil y del cuerpo de Carabineros fueron sustituidos por inspectores generales y varias unidades fueron disueltas.

En resumen, la sanjurjada sirvió más para fortalecer a la República que para debilitarla. Y de este éxito se congratulaba Azaña, quien aprovechó la ocasión para que el 8 y el 9 de septiembre se votase el estatuto de Cataluña y la reforma agraria.

Alejandro Lerroux, el republicano histórico, masón y líder del Partido Radical, no ocultó sus simpatías por Sanjurjo, quien en su opinión «se sublevó como un caballero, perdió como un gran señor y se resignó a su muerte como un perfecto cristiano». Y continuaba: «Para él, la República auténtica la representaba yo» (citado por Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, Pág. 263). Dada la debilidad del régimen republicano, Lerroux veía con prudencia la imposición de una dictadura que lo asentase y, posiblemente, si la sanjurjada hubiese triunfado Lerroux hubiese sido nombrado jefe del gobierno.

Insurrecciones anarquistas: 1933

1932 había supuesto para la FAI-CNT un año de radicalización y de dominio por parte de los anarquistas revolucionarios frente a los moderados. De septiembre a octubre de 1932 se produjeron numerosísimas huelgas. Hubo cinco explosiones de bombas en grandes ciudades y otra oleada de incendios y agresiones a las iglesias en distintas ciudades españolas, alcanzando la violencia anticlerical especial dureza en Sevilla. Cinco obreros murieron en choques con la Policía y hasta tiempo hubo, en estos dos meses, para que la FAI tomara un pueblo de Huelva. En Asturias los mineros del carbón emprendieron una huelga el día 14 de noviembre y el 5 de diciembre empezó una huelga en Salamanca que se extendería fuera de la ciudad.

En la tarde-noche del 8 de enero de 1933 los anarquistas emprendieron otra insurrección atacando las instalaciones militares de Barcelona y de otras siete localidades de Cataluña. También se produjeron débiles ataques contra cuarteles del ejército en Madrid, pero los insurrectos fueron aplastados de inmediato. La misma noche del 8 de enero explotaron veinte bombas en la ciudad de Valencia y varios puertos de la provincia fueron ocupados brevemente por la FAI. Sevilla, Zaragoza, Málaga y Gijón tampoco se libraron de los disturbios.

De manera que, el día 9 de enero, al gobierno azañista-socialista no le quedó más remedio que declarar la ley marcial en las provincias más afectadas por los disturbios, ordenó clausurar las sedes de la CNT de toda España y puso en marcha un proyecto de ley para establecer un penal especial en territorios africanos. La mini-insurrección dejaba en total 80 muertos, en su mayoría anarquistas, pero el gobierno nunca ofreció estadísticas oficiales al respecto.

Sin embargo, el suceso más dramático, al menos de cara a la propaganda, no se produjo en ningún centro importante de la FAI-CNT como Barcelona, Zaragoza o Valencia, sino en el pueblecito gaditano de Casas Viejas, un pueblecito de apenas 2.000 habitantes.

Casas Viejas

Al amanecer del 11 de enero de 1933, cuando los focos insurrectos de los anarquistas habían sido incontestablemente apagados allí donde se habían levantado, los braceros anarco-sindicalistas de Casas Viejas se apoderaron de la localidad proclamando el «comunismo libertario». Allí destruyeron los archivos municipales y rodearon la pequeña casa en la que se alojaban los cuatro guardias civiles del pueblo, resultando heridos de muerte dos de ellos. Al mediodía una docena de guardias civiles de Medina Sidonia despejaron las calles de Casas Viejas disparando tiros al aire. Aunque casi todos los rebeldes huyeron al monte, cuatro o cinco insurrectos fueron apresados y torturados para que delatasen a sus compañeros.

A las 5 de la tarde llegaron doce guardias de asalto y cuatro guardias civiles más. Al anochecer, tras explorar el pueblo de arriba abajo, los guardias se acercaron a la cabaña techada de paja de Francisco Cruz Gutiérrez, carbonero de setenta y tantos años conocido popularmente como el «Seisdedos». Dentro se encontraban este con sus dos hijos y su yerno, así como otros miembros de la familia. Tomar la cabaña no era tarea fácil: estaba situada en una hondonada, lo que dificultaba el acceso de los guardias quienes, por otro lado, carecían de fusiles y debían protegerse de otros carboneros sublevados que disparaban desde montículos y tejados. Un guardia civil intentó entrar en la cabaña, pero nada más abrir la puerta recibió un disparo y murió al instante.

A las dos de la mañana llegaron otros 40 guardias de asalto a las órdenes del capitán Manuel Rojas Feijenspan. Se reparó la ametralladora, los francotiradores de los montículos y tejados fueron expulsados y la cabaña de Seisdedos fue prendida con fuego. Los guardias permitieron que un niño y una mujer joven escapasen, pero los demás murieron por las balas o por el fuego.

Al amanecer un anciano fue muerto a tiros por los guardias y doce jóvenes detenidos fueron obligados a contemplar los restos de la cabaña de Seisdedos junto a los cadáveres calcinados. Según redactó en su informe el capitán Rojas, cuando uno de los doce jóvenes reaccionó con insolencia ante tal espectáculo, los guardias abrieron fuego contra el grupo. En total, 22 civiles y 3 guardias murieron en la represión contra la mini-mini-insurrección de Casas Viejas.

El 15 de enero Azaña se lamentaba en su diario afirmando que «nadie quería obedecer, excepto a la fuerza». En la sesión parlamentaria del 2 de febrero de 1933 Azaña, con cierto realismo político, explicó que «en Casas Viejas no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir… Ha sido una cosa inevitable, y yo quisiera saber quién sería el hombre que puesto en el Ministerio de Gobernación o en la Presidencia del Consejo hubiera encontrado otro procedimiento para que las cosas se deslizaran en Casas Viejas de distinta manera como se han deslizado… Si la rebeldía de Casas Viejas hubiera durado un día más, tendríamos inflamada toda la provincia de Cádiz. No hubo más remedio, para impedir males mayores, que reducir por la fuerza el levantamiento… Nos encontramos en una situación de holgura, de diafanidad, de respiro, como nunca nos hemos encontrado desde que se formó el Gobierno» (citado por G. Morales, «Casasviejas, matanzas republicanas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, Pág. 85-86).

El diputado José Antonio Balbontín (que se incorporaría al PCE ese mismo mes de febrero tras un breve paréntesis en el Partido Social Revolucionario que él mismo fundó en 1931, tras escindirse del Partido Radical Socialista Revolucionario) replicó a Azaña que «El crimen cometido por las guardias de asalto republicanos en Casas Viejas no ha sido perpetrado nunca por la Guardia Civil del Rey… Son infinitamente más brutales, más criminales, que la Monarquía derribada; porque quemar una choza con mujeres y chiquillos dentro no lo hizo nunca don Alfonso de Borbón» (citado por G. Morales, «Casasviejas, matanzas republicanas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, Pág. 86).

El 24 de febrero de aquel 1933 las Cortes, ante la presión en Casas Viejas, aprobaron la creación de una comisión oficial de investigación por 170 votos a favor y 130 en contra. El objetivo era investigar los excesos acaecidos en un insignificante pueblecito gaditano (dicho sea con todos los respetos). El día 25 Azaña reculó respecto a lo que había dicho el día 2: «no hay ni hay un Gobierno en el mundo que pueda impedir que un agente de la autoridad, por cualquier causa, se exceda en el cometido de sus funciones y que, arrastrado por una causa cualquiera, el temor, el odio o la venganza, se extralimite en el cumplimiento de su deber» (citado por G. Morales, «Casasviejas, matanzas republicanas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, Pág. 87).

Para disgusto de Azaña y de los ministros socialistas, el 26 de febrero cinco capitanes declararon por escrito. como Tal y como consta en el acta los capitanes Gumersindo de la Gándara Marvella, Félix Fernández Prieto, José Hernández Cabarga, Jesús Loma Arce y Faustino Rivas Artal afirmaron que la represión se había ejercido por órdenes directas del ejecutivo de Azaña: «Que por el prestigio y la dignidad del cuerpo al que se honran en pertenecer, manifiestan que en la citada fecha les fueron transmitidas desde la Dirección General de Seguridad, por conducto de sus jefes, las instrucciones verbales de que en los encuentros que hubiera con los revoltosos con motivo de los sucesos que se avecinaban en aquellos días, el Gobierno no quería heridos, dándoles el sentido manifiesto de que únicamente entregáramos muertos a aquellos que se encontrasen haciendo frente a la fuerza pública o con muestras evidentes de haber hecho fuego sobre ellas. Y para que conste firman por duplicado el presente. ¡Viva la República!» (Citado por G. Morales, «Casasviejas, matanzas republicanas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, Pág. 87).

Con todo, la responsabilidad no recayó sobre los líderes republicanos sino sobre los que ejecutaron las órdenes. Y así en el mes de mayo un tribunal gaditano encausó al director general de Seguridad, Arturo Menéndez López (quien finalmente sería absuelto) y al Capitán Manuel Rojas (que fue condenado a 98 años de cárcel, de los que cumplió 21).

El caso de Casas Viejas fue la puntilla que derribó el gobierno azañista-socialista. Azaña tenía muy claro que si la República «no se hace respetar, se hará temer» (citado por G. Morales, «Casasviejas, matanzas republicanas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, Pág. 79). Tal y como declaró en la posterior investigación de los sucesos el capitán de Estado Mayor, Bartolomé Barba Hernández, Azaña ordenó que dijese al general de la división «que esté prevenido y nada de coger prisioneros y meterlos en los cuarteles, porque luego resultan inocentes y hay que liberarlos. ¡Tiros a la barriga! ¡A la barriga!» (Citado por G. Morales, «Casasviejas, matanzas republicanas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, Pág. 82). Esos tiros a la barriga provocarían una muerte lenta y agónica.

La represión de Casas Viejas repercutió en las elecciones de noviembre del 33, puesto que los anarquistas decidieron abstenerse y así la coalición de derechas (la CEDA) liderada por José María Gil-Robles y el denominado «centro» del Partido Radical de Lerroux consiguieron la mayoría en las urnas frente a las izquierdas de Azaña y los socialistas.

Insurrección de diciembre de 1933

Tras el fracaso de las mini-insurrecciones anarco-sindicalistas, la FAI y la CNT entrarían en decadencia. Pero antes de acabar el año los anarquistas decidieron poner en marcha su última aventura insurreccional en solitario. El 8 de diciembre se produjeron una serie de incidentes y explosiones en ocho ciudades españolas y el gobierno de la República declaró el estado de alarma en todo el país. Tal gobierno estaba presidido en funciones por Diego Martínez Barrio, el Gran Maestre de la Gran Oriente Español, es decir, uno de los masonazos del régimen.

Aunque los dos grandes centros de esta insurrección debían ser Zaragoza y Barcelona, los disturbios se extendieron rápidamente a Huesca, Álava y Logroño donde la FAI-CNT declaró solemnemente el «comunismo libertario». En otras zonas de España se descarrilaron trenes, la voladura de un puente en Valencia provocó la muerte de una veintena de pasajeros. En otros lugares se quemaron archivos y se abolió el dinero. En Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz, un sargento se apoderó del cuartelillo con la ayuda de unos cuantos soldados y quince civiles de ideología anarquista. Para frenar aquello fue necesario movilizar tropas del Ejército: murieron 7 rebeldes, incluido el sargento. Para el día 12 de diciembre la mini-insurrección estaba prácticamente aplastada. Según el Ministerio de Gobernación, ésta costó la vida de 65 civiles, 11 guardias civiles y 3 policías. Centenares de anarquistas fueron detenidos.

Las masas populares no respaldaron a los ácratas insurrectos. Estos idealistas ingenuos que jugaban a la revolución, sólo fueron capaces de iniciar sublevaciones inconexas, dispersas, sin apoyo popular y sin posibilidades de éxito. Aquellos ácratas no eran unos revolucionarios, sino unos pretendientes a revolucionario míseramente cualificados: unos pardillos en el noble arte de la insurrección. Este hecho debilitó mucho a los anarquistas, mermando gravemente su prestigio. La FAI empezaría su decandencia y la CNT perdería un tercio de sus afiliados: tal fue el precio que tuvieron que pagar los «bakuninistas en acción», como decía Engels.

Lo dicho en este capítulo muestra que el desencanto y desafección con la marcha de la República del 31 no era patrimonio de un sólo sector de la sociedad española y, en el siguiente capítulo esto se confirmará trágicamente.

Y hasta aquí este capítulo de “¡Qué m… de país!”. Damos las gracias a nuestros mecenas y colaboradores y recuerda “Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.

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