lunes, 11 de mayo de 2015

La prohibición mantiene a los narcos

Juan Pina analiza el absoluto fracaso de la guerra contra las drogas, una estrategia de la prohibición y represión fallida y sin futuro, y que ha traído consecuencias muchísimo peores (y sin solución alguna) de las que se pretende combatir, en perjuicio del conjunto de la sociedad.

Artículo de Voz Pópuli: 



La guerra contra las drogas ha fracasado estrepitosamente. Los gobiernos tanto de los países productores como de los países consumidores miran para otro lado, pero su opinión pública ha cambiado mucho en las últimas décadas y ahora apoya, en general, un nuevo enfoque no represivo. Son ya legión los ex presidentes y ex primeros ministros de todos los colores políticos que se han sumado individualmente al esfuerzo internacional por acabar con esta estrategia fallida y sin futuro. Sin embargo, pocas son aún las formaciones políticas que se atreven a defender resueltamente la causa antiprohibicionista. Destacan como su más firme aliado los partidos de orientación liberal-libertaria, que en todos los países coinciden invariablemente en la necesidad de pasar de una vez esta página negra que tanto sufrimiento ha ocasionado. En otros campos ideológicos, hay de todo. Se choca frecuentemente con el moralismo conservador o con los clichés de la izquierda. La variedad de posiciones incluye a quienes, a estas alturas, aún diferencian su posición para las drogas “blandas” de la que mantienen frente a las “duras”. En general, los partidos mayoritarios son contrarios al enfoque antiprohibicionista o simplemente quieren retrasar esta cuestión para no tener que gestionarla ellos. Pero ya no se puede seguir esperando.


La prohibición es el factor decisivo en la continuidad del negocio de producción y distribución de drogas. Sin ella, sería un negocio más, y a él se dedicaría mucha menos gente, que además sería gente normal. Con ella, en cambio, el narcotráfico es probablemente el negocio más lucrativo del mundo y la base sobre la que se asientan los imperios criminales más poderosos y nocivos de todos los tiempos. La prohibición no ayuda a los adictos ni a sus familias, ni a la sociedad, sino única y exclusivamente a los narcotraficantes. Los gobiernos lo saben y callan porque pesan más, por ahora, los intereses creados en torno al mantenimiento del conflicto. No en vano, son enormes los presupuestos destinados a la lucha contra la droga, y, como es obvio, también son muy altos los incentivos particulares en juego, incluidos los inconfesables. La narcomafia extiende sus tentáculos hasta lo más profundo de la política.
Unos pocos se benefician de un statu quo que perjudica gravemente al resto de la sociedad. A los contribuyentes, esta guerra imposible les cuesta una auténtica fortuna al destinarse a ella una parte sustancial de los recursos policiales, judiciales y penitenciarios. A todos los ciudadanos les perjudica al incrementar la inseguridad ciudadana y todos los riesgos y costes que de ella se derivan. A los consumidores de drogas, el precio disparatado de las mismas les lleva con frecuencia a convertirse en delincuentes, el trato con criminales les depara todo tipo de aprietos, la ilegalidad les hace pasar injustamente por esas universidades del delito que son las cárceles, y la adulteración del producto agrava fuertemente las consecuencias médicas de su adicción.
Es habitual en este debate separar comercio y consumo como si fueran dos realidades independientes. Pero de nada sirve despenalizar el consumo y mantener criminalizada la producción y la distribución. Todo lo que se compra legalmente se debe proveer también legalmente, o estamos ante una aberración jurídica y lógica. Lo que hace falta es que la compraventa se realice sin fraude, con pleno conocimiento de lo que se está comprando y de sus consecuencias, sin mezcla con otros productos no declarados, y por un precio razonable, propio de un mercado libre y no del mercado actual, absolutamente distorsionado por la ilegalidad. No soy precisamente amigo de regulaciones pero, incluso desde la perspectiva de quienes sí lo son, existen importantes argumentos a favor de un mercado legal de drogas, ya que permitiría delimitar los canales de distribución, los puntos de venta, la composición de las sustancias o incluso el control médico.
España, que fue pionera al legislar desprendiéndose de otros prejuicios, por ejemplo para reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo, bien podría ayudar ahora a deshacer el nefasto consenso internacional que aún subsiste en materia de drogas, consenso que ya sólo sustentan los gobiernos y choca con la visión de la mayoría de los expertos y de la ciudadanía. En primer lugar, deberíamos sumarnos a los países menos prohibicionistas respecto a sustancias como el cannabis, y eso es algo que ya podemos hacer unilateralmente. Pero, a continuación, nuestra diplomacia debe ser una voz antiprohibicionista fuerte en la comunidad internacional, anunciando incluso una despenalización unilateral del resto de las drogas a largo plazo, tal vez a diez años vista. Se provocaría así una reacción en cadena, pues muchos otros países se encuentran hoy a la espera de que alguien dé el primer paso para seguir su estela. Nuestra acción exterior casi siempre es reactiva y gregaria, pero esta causa bien merece asumir una posición de vanguardia y liderazgo.
Si el intervencionismo del Estado paternalista resulta insidioso en tantos otros terrenos, en este sólo puede calificarse de culpable: la prohibición mantiene a los narcos. Ganemos esta guerra perdida hundiendo a los peores criminales de la historia de la humanidad y devolviendo al mismo tiempo la libertad y la responsabilidad a todos. Legalicemos la producción, la venta sin fraude y el consumo de cualquier sustancia.

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