lunes, 2 de septiembre de 2019

Los amigos políticos y el arte de la colocación

J.L. González Quirós analiza en qué se está convirtiendo cada vez más la política y lo que esto supone. 
Artículo de Disidentia: 
Un famoso libro de José Varela Ortega consagró esta denominación en su análisis del sistema de la Restauración, pero me temo que se refería a algo levemente distinto de lo que trato de señalar, a saber, a que los políticos en el gobierno y en el parlamento, establecían relaciones de cierto tipo de amistad, de complicidad, incluso, pero no a que la política se reduzca a colocar a los amigos, que es lo que está sucediendo ahora.
Es obvio que no pretendo sugerir que los líderes políticos deban escoger a sus colaboradores entre sus más fervientes enemigos, pero una cosa es evitar al que puede complicarte la vida y otra muy distinta convertir la política en una actividad de cortijo.
Los partidos políticos españoles parecen haber pasado con enorme facilidad de una teórica función de expresar el pluralismo social, también dentro de las grandes corrientes ideológicas, a convertirse en bandas en las que la cercanía y la fidelidad al líder se tienen como los únicos motivos válidos para la promoción. No es un problema menor, créanme, porque tiende a constituir un sistema en el que la idoneidad y el mérito no jueguen ningún papel, y en el que se promueve una ampliación innecesaria de los puestos directivos por la ineludible obligación de colocar a los amigos.
El gobierno recién constituido en Madrid, un gobierno que dice va a promover una bajada de impuestos, ha aumentado el número de consejeros y cada uno de estos ha procedido a abrir el campo, mediante la invención de necesidades surrealistas, con el fin de que todos los políticos se sientan cómodos una vez instalados en sus sillones, rodeados de entrañables amigos y ajenos por completo a cualquier voz que pueda distraerles con comentarios inoportunos de su disfrute del poder. Así se consigue que ninguno de los amigos importantes se quede sin, al menos, una dirección general. Como es natural, todos ellos propenderán a convertir al líder nacional y a la lideresa madrileña en los nuevos Mao de la situación, y aprovecharán la confianza obtenida para gastar sin límite en beneficio de la causa común.
En este tipo de cosas, quien ha llegado a batir todos los récords, protegidos por el aura moral de la que han sabido rodearse, han sido los chicos de Podemos. ¿Hay alguien capaz de imaginar dónde pondría el grito la prensa progresista si fuese el líder del PP o el de Ciudadanos quien colocase a su esposa en lo más alto del escalafón partidista y con claro derecho a sucesión? Tampoco el PSOE está libre de mácula, hay amigos del presidente al frente de Renfe, de Correos y de infinidad de organismos de cierta importancia con el único aval de haber sido de la pandilla sanchesca en épocas de aprieto.
La vía amical como camino áureo de promoción política tiene consecuencias bastante desastrosas, pero, para empezar, es la consecuencia de errores muy de fondo. El primero de ellos es la existencia de las juventudes de partido, una invención nazi donde las haya. En esos nidos de mamoneo e incompetencia se crían y alían los que serán amos mañana, nada que ver con que la política, como sí sucedió en la Transición, se nutra de personas valiosas de la sociedad civil que se dedican por un tiempo a quehaceres políticos. Los de las nuevas generaciones de los partidos son justo lo contrario y tienden a hacer de la política una prolongación del compadreo. De esta forma pueden pasar de la nada a la cumbre en apenas cuatro pasos con el beneficio general que cualquiera puede imaginar.
Este tipo de política es, en el fondo, consecuencia de uno de los muchos morbos de la democracia contemporánea que, de no corregirse, acabará por matarla. El proceso es el siguiente: en primer lugar, el político comprende que las soluciones posibles son, casi siempre, impopulares, de forma que empieza a olvidarse de ellas y a regirse por los vientos de las encuestas, por los sentimientos poco ilustrados que prenden rápido en la opinión. Como no hay que aplicar soluciones que exijan raciocinio y conocimiento, cualquiera puede dedicarse a la política y son muy aptos los que tengan un poderoso don de fingimiento.
Así las cosas, lo mejor es rodearse de camaradas fieles que no necesitan saber gran cosa, pero han de ser muy aparentes. Por último, puesto que no hay nada que defender ni proponer y se trata de aparentar, lo mejor es adscribirse con pasión a las grandes causas que se suponen indiscutibles y que ningún alma bella puede rechazar, de forma que por esta vía los políticos acaban dedicándose a la defensa de la humanidad, lo que dicho sea de paso, les proporciona un buen número de excusas: si, por ejemplo, los incendios o las inundaciones son consecuencia del cambio climático, es evidente que ningún político tendrá jamás responsabilidad directa en ninguna catástrofe.
En el caso de los conservadores, la cosa es más grave, porque ese tipo de modas indiscutibles suelen ser inventos de la izquierda, y la derecha se resigna a seguirlas encomendando a sus expertos en relatos que las reformulen de modo algo más liberal.
La política cae por completo en el campo de la simulación y el de la estética, y semejante falta de seso exige ser complementada con un alto grado de belicosidad y con un fuerte nivel de enfrentamiento retórico aderezado con insultos y zascas que se supone es lo que reclaman los entusiastas del propio bando: una pelea sin final ni componenda con el malo, la derecha con la izquierda y la izquierda, con la derecha y consigo misma que para eso es más integra pura y decente que nadie.
El círculo se cierra, porque las personas que conserven un adarme de buen sentido se dejarán llevar por un alto grado de desinterés hacia lo que los políticos ofrecen y hacia las cuitas de estos entre amigos y con sus enemigos. Cierta prensa suele colaborar con entusiasmo y persistencia en este escenario, preguntándose por el significado de que Pablo se hay dejado barba o indignándose, de modo bastante farisaico, por la afición de Pedro a las fotografías de ambiente histórico, a los remakes. Al final, los políticos consiguen homologar como normal que los amigos de Pedro y de Pablo hagan fortuna y que los críticos tengan que chincharse por envidiosos.
El círculo de amigos siempre es estrecho y eso hace que los en verdad buenos sirvan lo mismo para un roto que para un descosido. Es fatigoso hacer el recuento del número de cargos con el que se obsequia a los de mucha confianza. Es lo menos que se puede pedir para alguien que, desde la más tierna infancia, ha decidido hacer de su vida un constante sacrificio por la causa. A veces lo pasan mal si se pierden las elecciones, pero ahí están los ayuntamientos y las comunidades para hallar cobijo a los cesantes. Los cargos no son cargas, son títulos de propiedad, y, a ser posible, hereditarios.
Una política reducida a las querellas de buenos y malos y sustanciada con imágenes y ocurrencias, los buenos tuiteros lo tienen cada vez mejor, se convierte poco a poco en un asunto digno de la prensa del corazón, en la que se sale siempre rodeado de amigos porque los famosos nunca están sin sus respectivas cortes. En eso pretenden algunos spin doctors que se convierta la política, en un duelo de celebsQue el país se gaste 15.000 millones de euros más de lo que ingresa cada mes nunca puede compararse con una buena bronca sobre el Open Arms, asunto crucial donde los haya, y en el que el que va de más guapo se puede dar el gustazo de que los rivales discutan con una subalterna. Puede que haya elecciones, pero los amigos, tanto del supuesto ganador como de los perdedores, pueden dormir tranquilos porque ellos ya han conquistado el cielo.

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