De quién es la responsabilidad, de los políticos, o de los propios votantes?:
"Llegada la época de las campañas electorales, muchos nos preguntamos por qué prometen los candidatos lo imposible, lo contraproducente o, en el mejor de los casos, lo meramente dispendioso.
¿Es que los políticos son irracionales? ¿Es que el sistema les empuja a hacer propuestas insostenibles? ¿O es que, en fin de cuentas, están llevando a cabo, mal que bien, lo que les pide el electorado? Una primera contestación a estas preguntas consiste en señalar algunos defectos funcionales de nuestra democracia.
Decimos que los políticos por necesidad han de recabar votos para alcanzar o conservar el poder y que la frecuencia de elecciones convierte la demagogia o el populismo en una forma de vida. También lamentamos que el sistema electoral de listas cerradas contribuya a acallar en el seno de los partidos cualquier voz crítica de las posturas irresponsables o medrosas de sus líderes.
Por fin, señalamos que el claudicante sistema autonómico español ha favorecido una cultura del gasto y la subvención, despreocupado de la necesidad de financiar esos dispendios con el impuesto. Pero eso es muy poco decir. Incluso si fuera posible diseñar instituciones democráticas que garantizaran que las preferencias de la ciudadanía racional se reflejasen sin refracción en las decisiones de sus representantes, sostengo que a estos les resultaría muy difícil llevar adelante una política económica centrada en la libertad y la prosperidad.
La razón es bien sencilla: nuestros ciudadanos (al igual que nuestros políticos, nuestros economistas, nuestros académicos) son en su mayor parte unos socialdemócratas redomados.
Interferencia pública
Desaparecidas, por evidente ineficiencia, algunas intervenciones públicas como son el control de cambios, o las empresas industriales públicas; privatizadas parcialmente radios y televisiones; liberados algunos intercambios comerciales dentro de grandes uniones aduaneras, pedimos a las autoridades que limiten y ‘dulcifiquen’ los efectos de la libre competencia.
Una mayoría de los ciudadanos defiende una continua interferencia pública en sus negocios y su vida, aunque ello suponga altos impuestos, dirigismo burocrático y una limitación de la libertad de elegir. Los arquitectos municipales deciden sobre la distribución de las actividades en los centros de población y sobre el tamaño y aspecto de las construcciones. Las familias tienen que enviar a sus hijos a centros de enseñanza pública u obtener plaza en colegios concertados por el sistema de planificación en zonas.
Las materias o contenidos de la enseñanza las decide un funcionario, sea nacional, sea autonómico. Los enfermos prefieren pagar los servicios médicos con los impuestos pese a que ello reduce su renta disponible para contratar un seguro de su elección. Los trabajadores se ven obligados a sufragar pensiones de reparto que previsiblemente serán inferiores a lo prometido.
El mundo del trabajo se ve sometido a las regulaciones de estatutos de los trabajadores y expuesto a la explotación de sindicatos escasamente representativos, a pesar de que el sistema así concebido no ofrece suficientes puestos de trabajo.
A veces la intervención pública apoyada por la opinión toma otras formas, más sutiles y moralizantes. Así soportamos impuestos y regulaciones para contener el calentamiento global, el uso del tabaco y el alcohol, el consumo de drogas, la obesidad. Pedimos a las autoridades que impidan la competencia desleal en el mundo del trabajo, que fomenten el comercio internacional equitativo, que favorezcan la igualdad de oportunidades, que castiguen la discriminación de género, que defiendan la cultura local, el idioma local, la filmografía nacional.
Todo esto se refleja en que la carga impositiva total, incluidos los impuestos nacionales, federales, autonómicos, regionales, municipales; los impuestos sobre las transacciones comerciales, sobre el empleo, sobre los beneficios corporativos, pasa en todos los países civilizados del 50% de los ingresos personales.
Nos queda, en fin de cuentas, la pregunta más difícil de contestar: ¿es todo esto inevitable en una democracia? ¿Aprenderemos los ciudadanos a no pedir la luna, para que luego nos la den con queso? Pues fíjense que no soy del todo pesimista. No hay escuela más dura que la perentoria necesidad. Hoy día casi todo se perdona si se hace en nombre de la democracia, sin caer en la cuenta de que la democracia toma formas más liberales cuanto más hayan ido aprendiendo los ciudadanos de sus errores.
El populismo tiene más fuerza en Iberoamérica que en Suiza o en Noruega. La resistencia de los estados federados frente a los abusos del poder central es más sólida en los Estados Unidos de América del Norte que en los Estados Unidos Mexicanos. Cuentan las instituciones, pero también cuentan las tradiciones y las opiniones: los españoles acabamos de enmendar nuestra Constitución porque hemos aprendido una dura lección y hemos cambiado de opinión en una materia que parecía intocable.
A golpes y porrazos, los españoles hemos ido aprendiendo que no hay nada gratis. Con Aznar descubrimos que no era malo reducir impuestos, porque “los impuestos bajos son de izquierdas”. Ahora, la crisis nos ha enseñado que el déficit presupuestario es un vicio a evitar. No he perdido la esperanza de que algún día nuestros votantes quieran poner límite al mismísimo gasto público."
Fuente: Piensa en libertad
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