Juan Ramón Rallo muestra bien lo mal que se entienden los periodos de crisis, dejando patenten la ya conocida irracionalidad del votante, y hacia dónde nos puede llevar:
Artículo de su blog personal:
"Uno de los elementos peor entendidos sobre las crisis económicas es que no se trata de períodos de constricción. La crisis no es la penitencia por haber vivido demasiado bien durante demasiado tiempo, sino el período durante el que deben corregirse los errores y desequilibrios económicos acumulados en el pasado. Por desgracia, demasiada gente tiende a confundir la asignación de las pérdidas vinculadas a ese proceso de reajuste con el reparto de las culpabilidades de la crisis: sólo aquellos que han provocado la depresión deben cargar con su coste.
La idea parece intuitiva, pero resulta tramposa: no porque los culpables directos no deban asumir sus costes (en un capitalismo no distorsionado por rescates estatales es lo que tiende a suceder) sino porque otras personas a las que no cabe calificar bajo ningún criterio de “culpables” también tendrán que hacerlo. Y es que el libre mercado es un sistema donde todos nos coordinamos con el resto de las personas sin llegar a comprender plenamente nuestra contribución última a la generación social de riqueza. Por ejemplo, el minero que extrae hierro de las profundidades de una excavación ignora –y hace bien– en qué mercancías específicas se terminará materializando ese hierro. Esto es, una persona podría estar coadyuvando a gestar la crisis sin ser consciente de ello –verbigracia, el periodista que colabora con un medio de comunicación cuyos ingresos dependen de la publicidad extraordinaria nacida de la burbuja del ladrillo–, y difícilmente podremos dirigirle un reproche moral de culpabilidad a aquel que no era consciente –ni le era exigible que lo fuera– de las nocivas consecuencias de su actividad. Pero que no sea culpable no significa que no deba soportar los costes derivados de modificar su comportamiento.
La visión moralista de las crisis ha tendido a desplazar su concepción económica –las crisis no son períodos durante los que corregir los desequilibrios previos sino de castigar a quienes han obrado mal– y este desplazamiento ha terminado por paralizar el reajuste económico necesario para superar la crisis. El caso más evidente lo podemos encontrar con la imprescindible reducción del déficit público.
Pese a que resulta evidente que el Estado español se sobredimensionó durante los años de burbuja al calor de los ingresos artificiales que esa misma burbuja generaba (la recaudación de 2007 era un 70% superior a la de 2001) y que el desequilibrio presupuestario derivado de la crisis es del todo insostenible, el debate social parece centrarse en si es justo, o no lo es, recortar los desembolsos estatales. Desde su llegada al poder, el Partido Popular ha aprobado algunas tímidas rebajas del gasto que muchos han tildado de ineficientes a fuer de salvajes: pese a todos los recortes, nos dicen, la crisis sigue su curso y el desempleo ha tocado máximos. Los liberales, en cambio, solemos pedir muchísimos más recortes entre la indignación y la incomprensión de quienes conciben la crisis como un castigo a los infieles. “¿Todavía más recortes? ¿Es que no ha sufrido ya lo suficiente el receptor del gasto público?”. Mas la justificación de los recortes no procede del irrefrenable sadismo liberal, sino de la necesidad contable de cuadrar ingresos y gastos.
Por eso, mientras que, a juicio de muchos, hayamos llegado a un punto donde cualquier reducción adicional del gasto resulte inaceptable, a juicio de otros los recortes necesarios apenas hayan comenzado; no en vano, seguimos adoleciendo de un déficit público de 75.000 millones de euros (a saber, gastamos estructuralmente un 20% más de lo que ingresamos) y en tanto este desajuste se mantenga será del todo imposible que levantemos cabeza: más bien, estaremos condenados a terminar de agacharla. En tales circunstancias, no es de extrañar que los escasos recortes de Rajoy no hayan obrado efecto alguno: la cuestión no es tanto bajar el gasto por bajarlo, cuando bajarlo para cuadrar las cuentas. Y las cuentas siguen extremadamente descuadradas.
Así, repárese en que este último viernes el Consejo de Ministros optó por elevar el techo del gasto para 2014 en casi un 3%. Evidentemente, se trata de un aumento de los desembolsos que apenas dará, tal como ha afirmado el ministro de Hacienda, para cubrir los intereses de la deuda emitida en 2013, por lo que nadie debería esperar que de esta mayor prodigalidad estatal se deriven las típicas prebendas que el imaginario colectivo asocia al gasto público (subvenciones, subsidios, prestaciones, empleo estatal, etc.). Pero, al tiempo, que los ya insostenibles dispendios estatales continúen aumentando, aunque sólo sea un 3% para pagar intereses, sólo nos consolida en una situación de trágica precariedad: pese a que deberíamos estar ejecutando rebajas del gasto total de entre el 15% y el 20% para acabar con el déficit, ni siquiera somos capaces de congelarlo en el inmanejable nivel de 2013.
La magnitud del ajuste es una nimiedad financiera, aunque pueda ser para muchos una tragedia social. Pero lo que cuenta para salir de las crisis no es el grado de tragedia social que sean capaces de generar las políticas, sino el grado de ajuste financiero que logren. Dicho de otro modo: un ajuste que no produjera damnificados sería igual de efectivo, de cara a superar la crisis, que uno que sí los produjera. Por desgracia, el que la sociedad replique que “ya ha sufrido lo suficiente” es perfectamente compatible con que haya sido un sufrimiento inútil para acabar con el estancamiento económico.
Así, y tal como explico en Una alternativa liberal para salir de la crisis, la bifurcación sigue delante nuestra: o nos negamos a cuadrar las cuentas, asumimos la quiebra del país y recurrimos a políticas de robo indiscriminado (inflación y altos impuestos) para financiar un Estado que igualmente se irá descomponiendo; o aceptamos sacrificios a corto y medio plazo para cuadrar las cuentas, convertirnos en un país serio, permitir la acumulación general de riqueza y mejorar nuestro bienestar con independencia del sector público. En definitiva, o avanzamos hacia Argentina o hacia Suiza. El problema es que la inmensa mayoría de la gente desconoce, primero, que esos son los dos únicos caminos y, segundo, que un conjunto de políticas nos conducirán por uno y otro conjunto por el otro: de ahí que sea del todo factible que aquellas personas que optaran por ser Suiza, terminen dejándose seducir por políticas que, aunque lo ignoren, nos conducen a Argentina. Es el drama del votante irracional, el que nos ha condenado a padecer la desastrosa clase política actual. Esa misma clase política que, en connivencia con sus irracionales electores, nos está arrastrando al desastre por no entender la naturaleza última del problema."
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