martes, 13 de agosto de 2019

Cordón sanitario, salvavidas de la democracia

Javier Pérez Bódalo analiza la cuestión del cordón sanitario tan en boga en España, una mezcla de cinismo e hipocresía. 

A mediados de 1823, cien mil soldados franceses cruzaban los Pirineos para restaurar a Fernando VIII en sus atribuciones absolutas como monarca del Reino de España. La historiografía ha sostenido, prácticamente sin género de dudas, que esa decisión fue adoptada por la Santa Alianza en los últimos meses de 1822, en Verona y por pacto secreto. Sin embargo, estudios recientes han demostrado que fue voluntad unilateral de Francia volver a tomar la piel de toro para atajar esos ecos revolucionarios que el posteriormente llamado Trienio liberal traía consigo.
Semanas antes de la invasión, varios miles de soldados franceses se apostaron con avituallamiento de combate a lo largo de los casi setecientos kilómetros de frontera entre España y Francia. Se adujo por parte de los franceses -ante las lógicas protestas diplomáticas españolas- que esto era debido a las devastadoras epidemias de fiebre amarilla que asolaban Barcelona. La realidad era mucho más sencilla. Ni un solo informante a pie, aunque fuera por las montañas y los bosques pirenaicos, debía cruzar a Francia llevando consigo las ideas revolucionarias que habían relegado al denostado Fernando VII al papel de rehén en jaula de oro. A esa excusa que sirvió para neutralizar al enemigo político con pretexto inapelable (¡qué hay más importante que la salud del pueblo!) se le llamó cordon sanitaire. Cordón sanitario en la lengua de Cervantes.
En aquellos días Luis XVIII era el Rey de Francia. Llegó al trono prácticamente de chiripa, tras el asesinato de su hermano durante la Revolución y de su sobrino unos años después. Fue uno de esos reyes a los que se corona sin haberlo esperado, que tuvo la fortuna de estar en el lugar adecuado en el momento justo. Pasó media vida cambiando de país esperando su momento para acabar ocupando el trono poco más de diez años. Falleció aquejado de gota, obesidad y el abandono de buena parte de su pueblo. A él se debe el concepto de cordón sanitario, bastante utilizado en las crónicas políticas francesas aún hoy en día.
Casi doscientos años después y de nuevo por causa de Barcelona, los españoles sufrimos la invasión de otro francés que ha dado unos cuantos tumbos por algunos cargos en su Galia adoptiva y que también fue aupado al poder sin saber muy bien por qué. Tras ello ha venido a recalar en una concejalía de la Ciudad Condal para motivar la subida constante de los precios del pan tras cada una de sus intervenciones. Manuel Valls, cómo no, nos ha traído eso del cordón sanitario.
Raro es el día que no sufrimos el bombardeo en los medios con la importancia del dichoso cordón. Un término que era tan desconocido en nuestro castellano hasta hace cuatro días como empoderar, coaching o quinoa. Una definición que, al igual que con la vecina Francia, sirve para ocultar la realidad. Se nos avisa desde los medios (quienes ya no son informadores de sucesos sino generadores de doctrina) de lo importante que resulta aislar a partidos como Vox de la vida política, pues nuestra salud democrática se ve amenazada por su existencia. Ellos podrían contagiarnos con sus ideas perniciosas, tales como expulsar a los inmigrantes que cometen delitos, defender la vida del no nacido, pagar menos impuestos o encarcelar de por vida a asesinos y violadores. Basta con encender el televisor para ver el terror ciudadano por el auge de esa extrema derecha, cuyas acciones más sonadas en los últimos años han sido organizar manifestaciones donde la gente se atreve -atención sensibles- a llevar banderas de su país o incluso los más católicos organizan un Santo Rosario colectivo en alguna plaza céntrica de su ciudad. El nivel de agitación llega a tal que denominarse como votante de Vox o incluso del PP es un acto de valentía sólo comparable al de aquellos trasnochados que se atreven a usar (aun) bolsas de plástico o conducir un vehículo diésel.
En oposición, nadie parece preocuparse por la vomitiva escena de los terroristas de Bildu financiando con sus votos el Gobierno del PSOE en Navarra o del flirteo descarado y vergonzoso de Pedro Sánchez con miembros de ETA como Arnaldo Otegi. Parece que debamos poner tiritas y vendas para evitar que el partido de Ortega Lara llegue a algo mientras el presidente del Gobierno se sienta a negociar con el grupo político de los secuestradores del primero. El cordón sanitario que ha propuesto Manuel Valls y que sus amigos de Podemos han acudido prestos a amarrar no es cosa distinta de la que su predecesor (en éxitos y en deseos) Luis XVIII aplicó a España entera: llamar enfermedad al enemigo político, no sea que sus ideas hagan abrir los ojos a los lacayos.
Mientras tanto, los españoles normales seguirán discutiendo en la barra del bar o en la cola del supermercado sobre el auge de la ultraderecha, el aceite de palma, la exhumación de Franco o las restricciones de tráfico de Madrid Central. Y a su vez, sin que buena parte de los medios hagan nada, Ada Colau volverá a ser alcaldesa de Barcelona con el apoyo de Valls. Y Pedro Sánchez seguirá siendo Presidente del Gobierno con el soporte de ETA.
Las cuestiones sanitarias de esta España nuestra. 

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