viernes, 23 de agosto de 2019

¿Democracia u oligarquía?

Juan R. Rallo analiza bajo qué sistema política vivimos realmente y el enorme riesgo de que la democracia decaiga en oligarquía (aún llamándose nominalmente democracia). 
Expone las dos razones (basadas en recientes estudios al respecto aunque es bien conocido en filosofía política) por las que la democracia actual degenera y está degenerando cada vez más en oligarquía, y las dos soluciones que hay para afrontar esto. 

Artículo de El Confidencial: 
Foto: Una urna, en una imagen de archivo. (EFE)Una urna, en una imagen de archivo. (EFE)
A la hora de organizar el poder político, existen tres alternativas muy generales: que gobierne uno (tiranía), que gobiernen algunos (oligarquía) y que gobiernen todos (democracia). En nuestros tiempos, la democracia se ha convertido no solo en el sistema político predominante dentro del mundo occidental, sino en un sistema político hiperlegitimado: tan es así que, apelando a la carta democrática, no solo se justifica su superioridad intrínseca frente a otros sistemas políticos rivales, sino también la extensión de sus ámbitos competenciales. No solo se trata de que la democracia sea mejor que la tiranía o que la oligarquía, sino que además es el receptáculo último de soberanía y, por tanto, posee la legitimidad para hacer lo que le dé la gana.
El liberalismo reconoce que la democracia tiene ventajas formales frente a otras formas de organización del poder político (en esencia: que, bajo ciertas condiciones, permite una tutela más inmediata de los gobernantes por parte de los gobernados y, en su caso, una sustitución pacífica de los primeros tras la censura de los segundos), pero también pone de manifiesto sus riesgos (la ilusión de que el pueblo es un sujeto soberano de derecho que se autogobierna) y, por tanto, la consecuente necesidad de establecer estrictos límites al funcionamiento de la democracia para que no degenere en una tiranía de la mayoría (separación de poderes y carta de derechos fundamentales del individuo).
Pero hoy no vivimos en una era liberal y, por tanto, el discurso de que la democracia está hiperlegitimada para tomar cualquier decisión por ser una expresión de la 'voluntad del pueblo' se ha convertido en un dogma de fe dentro de nuestras sociedades: los designios de la población son ley (pese a que las leyes deberían existir para proteger los derechos de las personas frente a otras personas o colectivos). Pero ¿qué sucedería con ese imaginario colectivo hiperlegitimador de las democracias si, en el fondo, las democracias solo fueran oligarquías enmascaradas?
En 2014, los politólogos Martin Gilens Benjamin I. Page publicaron un famoso estudio en el que mostraban que las políticas públicas desarrolladas por la democracia estadounidense no respondían a las preferencias o a los intereses del votante medio sino, más bien, a los de las élites económicas (definidas como el 10% de la población con mayor renta) o a los de los grupos de presión organizados. Y aunque el estudio fue ulteriormente matizado, lo que en todo caso sí parece asentado es que las élites y los grupos de presión cuentan con una influencia desproporcionadamente alta sobre las políticas públicas. En este supuesto, pues, la democracia idealizada —todos gobernamos todo— degeneraría en oligarquía —unos pocos gobiernan todo— debido a la captura del gobernante por determinados colectivos organizados y especializados en esa captura: el defecto del sistema residiría en el sufragio activo, esto es, en cómo las preferencias del 'demos' se trasladan a políticas públicas concretas.
Ahora bien, existe una segunda razón que podría llevar a que una democracia degenerara en oligarquía: que los gobernantes siempre salgan desproporcionadamente elegidos de un reducido grupo de ciudadanos y que, por tanto, el poder efectivo lo ejerza, en última instancia, siempre la misma élite privilegiada. En este caso, la tacha democrática no residiría en el sufragio activo sino en el sufragio pasivo, esto es, en quienes terminan siendo escogidos para gobernar. Pues bien, en un reciente estudio, los politólogos Daniel Thompson, Andrew Hall y Jesse Yoder, así como el economista James Feigenbaum, han revelado que los políticos estadounidenses suelen proceder de entornos económicos y culturales muy superiores a los de la media de población: no es que la renta familiar o su nivel educativo sean los únicos factores determinantes del éxito de una carrera política, pero sí son factores que sesgan la selección de la clase dirigente.
Por supuesto, uno podría interpretar benignamente estas desviaciones del ideal democrático: si las élites están mejor informadas que el ciudadano medio, será lógico y positivo que las políticas públicas sean más coincidentes con sus preferencias; asimismo, si aspiramos a que los gobernantes estén altamente preparados para desempeñar su labor, debería resultar razonable que estos procedan de aquellas minorías sociales mejor educadas y más cualificadas. Sin embargo, también sería del todo ingenuo no reconocer los enormes riesgos que existen en estas desviaciones del ideal democrático: en concreto, el riesgo de que quien gobierne sea exclusivamente una reducida élite y que, justo por ello, lo haga solo para sí misma y a costa del resto de la población (en su momento, por ejemplo, ya denunciamos el nefasto papel de los 'lobbies' dentro de la economía). Es decir, desgraciadamente, hay un elevado riesgo de que no estemos ante imperfecciones menores del ideal democrático sino ante una genuina oligarquización del poder político.

Dos posibilidades

Llegados a este punto, y como de costumbre, caben dos posibilidades. La primera es la alternativa populista: aquella que apuesta por reorientar nuestras falsas democracias hacia los auténticos intereses del 'pueblo'. O dicho de otro modo, alterar radicalmente el proceso de selección de los gobernantes y, sobre todo, la agenda que estos traten de desarrollar. El principal problema al que se enfrenta esta alternativa populista es que inevitablemente termina degenerando en una nueva oligarquía: en toda sociedad, siempre habrá gente con mayor inteligencia, tiempo libre, recursos, locuacidad, conocimientos o pasión por mandar que el resto y, por tanto, esta gente tenderá a poseer una mayor influencia sobre la determinación de las políticas públicas y sobre la selección de los encargados de aplicarlas. El populismo, en suma, no busca realmente acabar con la oligarquía para restablecer la democracia, sino usar el reclamo de la democracia para acabar con una oligarquía e instaurar otra. Sustituir la casta por una neocasta. No otro, por cierto, es el mensaje de fondo de la famosa 'ley de hierro de las oligarquías': quienes terminan ejerciendo el poder dentro de cualquier grupo siempre son unas minorías profesionalizadas.
La segunda alternativa es la liberal: habida cuenta de que el poder del Estado siempre tenderá a concentrarse de manera relativamente oligárquica —pues siempre tenderá a emerger un grupo especializado en dirigir el Estado y en orientarlo hacia la satisfacción de sus intereses y necesidades—, convendrá minimizar las competencias de ese Estado para, a su vez, minimizar el poder político de la oligarquía. En lugar de buscar que todos gobernemos todo —volviendo necesaria la existencia de una clase gobernante escogida por una minoría de entre una minoría—, cada cual debería gobernarse a sí mismo en tantos asuntos como resultara posible. De ese modo, no solo pondríamos un coto competencial al poder político de las oligarquías, sino que también resultaría mucho más fácil fiscalizarlas por parte del resto de ciudadanos. Cuanto mayor sea el Estado, más potencialmente dañina será la oligarquía que lo maneje y, a su vez, más difícilmente controlable será esa oligarquía por parte de la ciudadanía. El ideal de democracia solo es alcanzable dentro de un orden político liberal en el que se reduzcan al mínimo los asuntos que deben ser deliberados y votados entre todos. Mientras continuemos engordando el Estado, las oligarquías —viejas o nuevas— adquirirán cada vez mayor poder.

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