lunes, 26 de agosto de 2019

El imperialismo soviético y la memoria de los oprimidos

Carlos Barrio analiza el imperialismo soviético y la memoria de los oprimidos llevados a cabo en Europa tras la 2ª guerra Mundial. 

Artículo de Disidentia: 
El ajedrecista turco era una célebre máquina de ajedrez inventada por Wolfgang von Kempelen a mediados del siglo XVIII. Tras alcanzar una notable popularidad en su época, un tiempo después se descubrió que el autómata no era tal, sino que en su interior se escondía un consumado ajedrecista llamado Tibor Scardelli, cuya fisonomía (parece ser que era enano y jorobado) le permitía introducirse en dicho invento sin ser descubierto. Walter Benjamin se inspiró en esta historia para escribir un famoso aforismo que tiene como protagonista al ajedrecista turco en su célebre obra Tesis sobre filosofía de la historia.
En este aforismo Benjamin quería desmontar la visión determinista del llamado materialismo histórico, según la cual el advenimiento de la sociedad comunista sería consecuencia de la propia dinámica de la lucha de clases, con independencia de la voluntad de los sujetos intervinientes en ella. Benjamin buscó en la partida de ajedrez la perfecta alegoría de la llamada lucha de clases. En el ajedrez ningún resultado está predeterminado, sino que el resultado de la partida depende de las estrategias seguidas por los jugadores. En la partida de ajedrez que plantea el comunismo, según Benjamin, el ajedrecista turco hace las veces del materialismo histórico, pero éste no es un autómata programado para ganar siempre sus partidas, como ingenuamente creen sus adversarios, sino que es una máquina dirigida por un enano, que para Benjamin es la teología, que hoy es considerada pequeña y fea, inservible en absoluto.
Una táctica similar a la descrita por Benjamin en su famosa alegoría del enano ajedrecista es la que empleó el comunismo después de la Segunda Guerra Mundial para lograr imponerse en los llamados países del Bloque del Este de Europa. El comunismo en dichos países, lejos de haber sido una consecuencia inexorable de una dialéctica de confrontación entre clases, surgió como consecuencia de una maniobra de engaño llevada a cabo bajo la atenta mirada de Stalin. El particular ajedrecista turco del tirano georgiano fueron los llamados frentes populares que ganaron las elecciones celebradas en paises como Polonia, Checoslovaquia o Hungría. Dicho ajedrecista soviético contenía en su interior un enano llamado imperialismo.
Puede parecer chocante vincular marxismo con imperialismo. Si ha habido una corriente ideológica que ha teorizado sobre el imperialismo con la supuesta intención de combatirlo, ésta ha sido precisamente el comunismo. Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin o Gramsci realizaron sesudos análisis sobre el imperialismo, al que no dudaron en vincular con el capitalismo en una fase avanzada de su evolución. Si se consulta un célebre manual de Derecho Internacional Público, editado por la editorial Progreso en 1979 del jurista soviético Grigory Tunkin se puede observar la visión idílica que sobre las relaciones internacionales presentaba el comunismo soviético donde dice lo siguiente: “El mérito histórico del estado socialista soviético estriba precisamente en su repudio de las instituciones jurídicas internacionales reaccionarias como las colonias o los protectorados, y en que emprendió la lucha por abolirlas…”.
No cabe mayor muestra de cinismo, sin embargo, teóricamente ni la República Popular de Polonia, ni la extinta RDA, ni la República Popular de Hungría eran protectorados soviéticos, sino que se trataba, al menos en teoría, de países soberanos que mantenían relaciones de amistad y cooperación con su “liberadora”: la URSS. Sin embargo, poco o nada de lo que sucedió en aquellos países entre 1945 y 1989 escapó al control y a la supervisión del imperio soviético.
Uno de los grandes logros del pensamiento de izquierda ha consistido, como muy bien teorizara Walter Benjamin, en convertir la historia en una narración, más que en una crónica de sucesos. El relato y la memoria son de capital importancia, de ahí la necesidad de establecer una memoria colectiva, generalmente del lado de los desposeídos y las víctimas de la propia historia como muy bien apuntara Benjamin.
Es por lo tanto necesario hacer memoria, relato, de las maniobras que el comunismo soviético llevó a cabo para imponer dictaduras en una serie de países del este de Europa, cuya mayor desgracia consistió en ser “liberados” por un nuevo opresor, que como el enano del ajedrecista turco al que se refiere Benjamin, manejaba los hilos de su destino desde la distancia sin ser aparentamente visto por nadie.
En primer lugar, el tirano Stalin logró imponer a sus aliados circunstanciales, Estados Unidos y Reino Unido, una política de hechos consumados que le permitió establecer una notable zona de influencia con el pretexto de “liberar” a países próximos a sus fronteras del yugo fascista. Esta maniobra tuvo lugar en varias conferencias en las que se preparó el futuro de la Europa liberada del nazismo como fueron Teherán, Moscú o Yalta donde las potencias vencedoras del conflicto se repartieron sus respectivas zonas de influencia.
La mayor contribución soviética a la derrota alemana en el llamado frente del Este propició que el estado soviético tuviera a su disposición vastos territorios en el centro y el este del continente europeo. Muy ingenuos fueron los aliados occidentales, especialmente los británicos, cuando aceptaron la promesa soviética de que en los países liberados del este se celebrarían elecciones pluripartidistas y donde cualquier decisión sobre la soberanía de dichos estados debería contar con el respaldo popular. La Unión Soviética fue especialmente hábil al convencer a sus aliados británicos y americanos de que la fórmula del llamado frente popular, grupo de partidos bajo la dirección y supervisión política de los comunistas aliados con Moscú, iba a garantizar el respeto de esa fórmula democrática exigida por los aliados.
Cuando americanos y británicos se dieron cuenta del timo político que habían supuesto los llamados frentes populares era demasiado tarde: la zona de influencia soviética era demasiado amplia como para enfrentarse en una nueva guerra contra su antiguo aliado.
El proceso de implantación del comunismo en buena parte de los llamados países del este se desarrolló en tres fases: la ficción de los frentes populares, el control absoluto de las estructuras del estado por los comunistas y la tercera: un ambicioso plan de puesta en marcha de programas estalinistas basados en la purga de los disidentes y en la colectivización de todos los procesos productivos. En algunos casos, como el polaco se mantuvo un pluripartidismo puramente nominal. En otros, como el checoslovaco, los propios comunistas dieron un golpe de estado para acabar expulsando a sus socios del frente popular del poder. Sólo la RDA y Bulgaria siguieron un modelo más ortodoxo, basado en los clásicos soviets, para imponer dictaduras comunistas en sendos países.
Pese a lo que la propaganda soviética quiso resaltar, el comunismo era una ideología muy minoritaria en estos países, incluso en Hungría que tuvo su particular experiencia comunista en 1919. Ni la crueldad nazi logró aumentar significativamente el número de afiliados a partidos comunistas satélites en aquellos países. Por ejemplo, en Polonia el número de afiliados al partido comunista no alcanzaba la ridícula cifra de 20.000 personas antes de la guerra.
En el periodo inmediatamente posterior a la finalización del conflicto mundial, que fue especialmente cruento para el pueblo polaco, el número de afiliados sólo aumentó hasta el medio millón, incluso con un gobierno de coalición en 1946 donde el número de ministros controlados por los procomunistas era de 14 carteras sobre 21 posibles. La mayoría de los polacos se sentían más cercanos a la oposición vinculada al gobierno del exilio en Londres de Mikolajczyk y sobre todo a la iglesia católica, una buena parte de la cual resistió a las presiones para transigir con el nuevo régimen surgido del bloque de partidos democráticos que ganó, con bastantes irregularidades electorales, las elecciones de 1947 y que fue el germen del Partido Obrero Unificado Polaco surgido en 1948 de la unificación de socialistas y comunistas.
Cuando no se pudo integrar a la oposición al nuevo régimen, se dio un golpe de estado desde el poder, como el que instigara Klement Gottwald, quien llevó a cabo una depuración del estado checoslovaco desde el ministerio del interior del gobierno del frente popular, ganador de las elecciones en dicho país en mayo de 1946, que escandalizó a buena parte del gobierno no comunista y que llevó a la dimisión a doce ministros.
Gottwald maniobró, a la manera de los jacobinos contra los girondinos en 1793, para movilizar a las masas contra los desafectos al nuevo régimen e imponer definitivamente el comunismo en dicho país centroeuropeo, con la aprobación expresa de la Unión Soviética que a través del diario Pravda dijo con notable cinismo que “el pueblo checoslovaco había expresado sus sentimientos”.
El proceso de sovietificación de la parte oriental de Alemania estuvo muy condicionado por el hecho de que el país estuviera bajo la ocupación de las potencias ganadoras de la guerra. No hubo pluripartidismo alguno en la zona de influencia soviética, y el proceso de creación de la RDA se realizó a la manera clásica con constitución de soviets.
Primero se inició un proceso de aprobación de constituciones populares para los Länder orientales, para después culminar en marzo de 1949 con la constitución soberana de su congreso del pueblo y con la delegación del poder, al menos nominalmente, del mariscal soviético Chuikov, al primer presidente de la RDA Wilhelm Pieck.
Este proceso llevó a un desolador panorama donde los teóricamente liberados del yugo fascista acabaron presos de una nueva tiranía, que llevó a buena parte de la ciudadanía de aquellos países a experimentar la “tradición de los oprimidos” a la que se refería Walter Benjamin.

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