Buen artículo de Carlos López donde analiza la cuestión del nazismo y comunismo y la histórica indulgencia con la que se ha tratado al comunismo, y algunas de sus causas. Indulgencia ésta, por cierto muy bien y extensamente desarrollado en las obras de J. F. Revel, tales como "El Conocimiento inútil", de obligada lectura, (sin olvidarse de "La tentación totalitaria", "El Estado megalómano", "Cómo terminan las democracias" o "La gran mascarada").
Artículo de ZYZ Ediciones:
El fenómeno más característico de la cultura política europea en los últimos setenta años ha sido, y sigue siendo en buena medida, la relativa indulgencia con la cual la opinión pública mayoritaria ha percibido el comunismo, especialmente en comparación con la repulsa casi unánime que –con todo merecimiento– no ha dejado de suscitar el régimen de Hitler. Ello es tanto más notable cuanto que el nazismo dejó de ser una amenaza en 1945, mientras que la Unión Soviética impuso hasta finales del siglo pasado su férreo dominio sobre la Europa del Este, y situó a las principales capitales de Occidente en el punto de mira de sus ojivas nucleares.
Aún hoy, la izquierda sigue gozando en general de una hiperlegitimación moral, que en parte deriva del relato de la lucha contra el fascismo, un saco dentro del cual caben tanto el nazismo como los autoritarismos de derechas. Cualquier figura pública se puede permitir alabar la dictadura cubana, o el régimen de Venezuela, sin apenas escándalo. Pero quien se pronuncie en términos equiparables, o incluso más matizados, sobre Franco o Pinochet, se arriesga a ser condenado de facto al ostracismo, cuando no a ser objeto de sanciones formales.
Nadie puede dudar de la atroz singularidad del nacionalsocialismo. Las cámaras de gas sobrecogieron a la humanidad no sólo por la dimensión genocida del crimen, sino porque nunca hasta entonces se había planteado la eliminación masiva de personas como un problema industrial. Es difícil exagerar la malignidad intrínseca de una ideología capaz de justificar semejante aberración. Pero ello no debería ser pretexto para relativizar, minusvalorar ni mucho menos justificar los crímenes del comunismo, que cuantitativamente fueron incluso superiores.
Según Stéphane Courtois, las víctimas mortales de los nazis (sin contar las estrictamente bélicas) se pueden estimar en unas 25 millones, incluyendo cinco millones de judíos. (Otros investigadores cifran el Holocausto en más de seis millones.) Por su parte, los regímenes marxistas de todo el mundo, a lo largo del siglo XX, habrían exterminado a más de 94 millones de seres humanos, mediante ejecuciones, campos de concentración y hambrunas planificadas. Sin embargo, este otro holocausto no ha merecido una condena ni mucho menos tan inequívoca, por diversas causas.
La causa más inmediata es obviamente histórica: los nazis fueron derrotados militarmente con participación de la Unión Soviética. Esto no sólo pareció borrar de la memoria colectiva que la Segunda Guerra Mundial se inició con el pacto germano-soviético; los comunistas de todo el mundo se beneficiaron de la solidaridad antifascista durante décadas. En España sabemos también de qué va esto, pese a que no entráramos en la guerra. Aquí, comunistas y terroristas se aprovecharon de la etiqueta antifranquista para obtener una falsa respetabilidad democrática, que aún hoy distorsiona el debate político.
El resultado de la guerra mundial tuvo otros dos efectos cruciales: uno, que los crímenes nazis fueron juzgados en Nüremberg, mientras que los comunistas nunca se han visto sometidos, globalmente, a un proceso judicial. El segundo efecto es acaso más decisivo. Hemos recibido una profusión de imágenes indescriptibles de prisioneros esqueléticos, de miles de cadáveres amontonados en Dachau o en Auschwitz. El cine y, pocos años después, la televisión permitieron una difusión del horror nacionalsocialista como nunca antes en la historia la ha tenido ninguna otra catástrofe. Tal cosa no ha sucedido, en medida lejanamente comparable, con el Gulag, la deskulakización ni el Gran Salto Adelante maoísta. Lo cual no significa en absoluto que estos crímenes de masas no fueran conocidos, al menos en parte. Pero, sin apenas imágenes, se trató, como denunció el gran Jean-François Revel, de un “conocimiento inútil”, que los tontos útiles (estos sí) del periodismo y la academia pudieron encubrir al gran público.
Lo cual nos lleva a las razones ideológicas que protegen al comunismo de que se perciban sus estrechos paralelismos con el totalitarismo nacionalsocialista. La asociación del marxismo con el movimiento obrero sigue siendo un enorme activo propagandístico, a pesar de que la principal causa de mejora de las condiciones de vida en Occidente y en todo el mundo ha sido el aumento de la productividad capitalista. El comunismo siempre ha tenido la habilidad de exagerar desorbitadamente las injusticias sociales, para luego maquillar sus violaciones de los derechos humanos como comprensibles “excesos” revolucionarios. No es difícil desmontar la estratagema. Por poner sólo un ejemplo, se ha calculado que el zarismo ejecutó unas 4.000 personas entre 1825 y 1910. Lenin, a los cuatro meses de su golpe de Estado, ya había superado esa cifra.
Probablemente, la clave del comunismo se halla en la fascinación que ha ejercido sobre tantos intelectuales, aquejados por esa enfermedad profesional que Hayek llamó “la fatal arrogancia”: la idea de que podemos reorganizar totalmente la sociedad sobre premisas racionalistas y “científicas”. No sorprende que semejante sueño utópico haya servido para justificar los mayores crímenes, pues nada parece un precio excesivo para alcanzar el paraíso en la tierra. Este delirio resulta además especialmente peligroso debido a su capacidad de mutación, de reaparecer camuflado como un inocente idealismo: “Sí se puede”. El mundo sería mucho mejor si existiera una vacuna contra el comunismo; tanto como si se desarrollara otra contra el nazismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario