Carlos López sobre la cuestión del heteropatriarcado, los juicios frente a la realidad y evolución de los hechos al respecto y la diferencia entre el feminismo igualitario y el feminismo de género.
Artículo de Actuall:
Pintada contra el heteropatriarcado / perraskallejeras
El complejo de superioridad moral progresista no afecta sólo a los conscientemente progresistas. En mayor o menor grado, casi nadie escapa a él, y empieza por la extendida idea de que nuestra época es moralmente superior a todas las pretéritas. En tal pretensión se basan latiguillos como “a estas alturas del siglo XXI”, que hacen absurdamente del calendario un criterio para valorar cualquier conducta o actitud.
Ello resulta especialmente notable en el feminismo de género, que ha instaurado una visión de la Historia que podría resumirse así: hasta hace relativamente pocos años, las mujeres eran víctimas de la opresión del heteropatriarcado, que las obligaba a dedicarse exclusivamente a la maternidad y las tareas domésticas. Por suerte—nos aseguran—hemos avanzado algo, pero todavía queda mucho por hacer, y la liberación femenina no será completa hasta que las diferencias socioculturales entre los sexos no hayan sido abolidas por completo.
Aunque quizás expresaría lo anterior con términos menos explícitamente ideológicos, sospecho que una gran parte de la población ha asumido este relato, independientemente de sus inclinaciones políticas. Se refuerza tantas veces al día y se inculca desde edades tan tempranas, que lo sorprendente sería que no constituyera la mentalidad predominante. Sin embargo, hay que decir que se trata en definitiva de una fábula, basada—como toda falsedad—en una verdad deformada.
Es cierto que durante cientos de miles de años (es decir, el 99 % de la historia humana, incluyendo en ella lo que convencionalmente llamamos prehistoria) las mujeres se han dedicado principalmente a criar a los hijos. Es cierto también que este hecho alimentaba el prejuicio de que estaban incapacitadas para realizar otras actividades, y que se imponían injustas barreras a individuos de sexo femenino para acceder a estudios y profesiones, aunque siempre hubo mujeres excepcionales que se las arreglaron para sortearlas.
Ahora bien, los prejuicios eran un efecto indeseable del hecho, pero no su causa. El hecho de que las mujeres, a lo largo de casi toda la historia, se hayan dedicado prioritariamente a la maternidad es un fenómeno de una elemental y evidentísima naturaleza biológica. Sólo ellas pueden gestar un hijo, sólo ellas podían (hasta hace muy poco tiempo) alimentarlo en los primeros años de vida… Por añadidura, la tasa de mortalidad infantil era tan alta que hubiera sido un suicidio demográfico distraer a la gran mayoría de mujeres de esa tarea vital para la supervivencia de la especie.
Esta férrea realidad empezó a alterarse con la revolución industrial y con los progresos técnicos subsiguientes. Al disminuir el esfuerzo físico necesario, tanto en el trabajo industrial como en el doméstico, se hizo más fácil compatibilizarlo con la maternidad. La reducción de la mortalidad infantil y de la natalidad hicieron el resto. Con todo, hay problemas que acaso nunca tendrán una solución perfectamente satisfactoria, porque tienen su raíz en la naturaleza humana, no en una eterna confabulación misógina.
En suma, la activa participación femenina en la sociedad actual no sería concebible fuera de esas condiciones económicas y tecnológicas, producto del esfuerzo acumulado de las generaciones precedentes. El feminismo de género es a fin de cuentas un lujo propio de sociedades ricas.
Se trata de algo análogo a lo que puede afirmarse de la socialdemocracia. Hoy nos horrorizamos ante las condiciones de la clase trabajadora en el siglo XIX y parte del XX, sin percatarnos de que es gracias a aquellos sacrificios que los occidentales disfrutamos de nuestro nivel de vida actual. Es muy fácil juzgar el pasado, o a otras sociedades del presente menos desarrolladas, desde las cómodas atalayas seudomorales de nuestra prosperidad. Pero al hacerlo, corremos un serio riesgo de socavar sus cimientos, y de entorpecer los esfuerzos de los más pobres por superar su condición.
A fin de evitar malentendidos, resulta imprescindible la distinción que establece Steven Pinker, en su obra La tabla rasa, entre el feminismo igualitario y el feminismo de género. El primero no es más que “una doctrina moral sobre la igualdad de trato”, independiente de cualquier consideración empírica sobre la diferencias psicobiológicas entre los sexos. Una doctrina que, por cierto, y aunque no lo mencione Pinker, procede del cristianismo. (Si no, que alguien nos explique por qué no ha surgido en otras culturas.)
El feminismo de género, por el contrario, incluye afirmaciones de hecho (aunque no se moleste en contrastarlas) sobre la naturaleza humana, que el citado autor resume en tres principios o tesis: Una, que las diferencias sociales entre hombres y mujeres no tienen raíces biológicas, sino exclusivamente culturales. La segunda, “que los seres humanos poseen una única motivación social–el poder–y que la vida social sólo se puede entender desde el punto de vista de cómo se ejerce”. Y la tercera, que las interacciones humanas no son de carácter individual, sino grupal. Obviamente, las tesis dos y tres son tributarias de la concepción marxista de la lucha de clases, traducida como lucha de sexos.
Mientras que el feminismo igualitario es, fuera de toda duda, algo de lo que nuestra civilización debe sentirse justamente orgullosa, el feminismo de género supone una auténtica perversión del anterior, que pone en peligro algunos de los mejores logros de Occidente. Al cuestionar las bases biológicas del sexo, la ideología de género inevitablemente desprecia la maternidad y la familia natural, como si una sociedad avanzada pudiera darle menos importancia a ambas cosas.
Al mismo tiempo, para defenderse de la realidad y del sentido común, que son sus peores enemigos, esta ideología instaura un clima de histérica caza de brujas, incompatible con las libertades de pensamiento y educación, entre otros principios básicos del Estado de Derecho, como la presunción de inocencia.
El ataque a la familia conduce directamente al invierno demográfico y a una sociedad donde los vínculos entre los individuos son menos estables, y por tanto donde el Estado tiene mucho mayor protagonismo del que ya disfruta en exceso. Paradójicamente, el feminismo supuestamente liberador pone las bases de una sociedad envejecida y menos libre.
Uno nunca pierde la esperanza de que la crucial distinción entre los dos tipos de feminismo acabe divulgándose y siendo reconocida, no por nuestros políticos (y menos si son dirigentes del PP, que eso ya sería pedir demasiada inquietud intelectual), pero sí al menos por una parte relevante de la población, actualmente abducida por el progresismo. Quizás algún día dejemos de perseguir fantasmas como el machismo o la homofobia, y nos dediquemos a combatir sin miramientos a los islamistas que niegan la igualdad moral entre hombres y mujeres, o entre heterosexuales y homosexuales, salvo para asesinar a unos y a otros indiscriminadamente.
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