Adrià Pérez sobre la el último acto de Montoro para recaudar más IBI y los derechos contra los que atenta.
Artículo de Voz Pópuli:
No estamos en territorio hostil ni en plena guerra, pero un avión espía nos ha estado sobrevolando estos últimos meses. Hace unos días nos desayunamos con la noticia de que Montoro a través de un dron había barrido desde el cielo el 83% de los municipios españoles con el objetivo de recaudar por IBI millones de euros. Más de mil millones de euros gracias a las imágenes tomadas a través de un avión espía, un tipo de aeronave que comenzó a hacerse popular a raíz de su uso en operaciones militares o conflictos bélicos hace unos años.
Una actuación de la Administración que más parece haber llamado la atención por la aparente modernidad y tecnología usada, cuanto por las alarmantes y graves consecuencias que encierra desde el punto de vista moral y ético.
La doble vara de medir
De acuerdo con la legislación vigente (Ley 18/2014, Real Decreto 552/2014 y diversos dictámenes y recomendaciones de las Autoridades europeas) un dron que se use para fines comerciales o profesionales (de peso inferior a 150 kg) no puede sobrevolar poblaciones urbanas o aglomeraciones de gentes, entre otras zonas. Y además, a efectos de la protección de datos de las personas y propiedades que puedan ser grabadas por este tipo de aeronaves, los afectados contarían con el derecho a que se les informara de que se les está grabando e incluso a exigir que no se usara dichas filmaciones. ¿Si esto se aplica a las personas que desarrollan una actividad económica, por qué no se aplica a Cristóbal Montoro y a la Administración?
Cualquiera vería con malos ojos que alguien utilizara un dron para recolectar datos e información con la que extraerle dinero a quien ha espiado con un aparato silencioso y prácticamente indetectable. ¿Por qué una acción reprochable si es llevada a cabo por cualquiera de nosotros, se permite y bendice si es cometida por el Estado? Que nuestro sistema político sea la democracia es un argumento limitado si tenemos en cuenta que la votación por parte de una mayoría no puede blanquear un hecho, o una política, que per se es injusto, inmoral o no ético.
Por tanto, la disociación de juicios éticos y morales en función de quién acometa las acciones a valorar tiene sus consecuencias: sociedades con un caldo de cultivo de ideas liberticidas, más proclives al surgimientos de movimientos autoritarios y reaccionarios, a bandazos de la opinión pública que muestra su debilidad a la hora de proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Derechos fundamentales
El más obvio derecho fundamental que se conculca es el de la intimidad. Es decir, al uso de información extraída mediante acciones ilegítimas: un puro espionaje, el uso de técnicas de guerra de la Administración en su relación democrática con el administrado. Un paso más alarmante por cuanto la tecnología no se detendrá aquí y dará más instrumentos al Estado cuyo único límite, precisamente, es la alarma social y presión que genere la sociedad sobre sus políticos.
Al derecho a la intimidad se le añade el derecho a la inviolabilidad del domicilio. Un tema nada baladí, constitucionalmente protegido por la Constitución y tribunales, contenida en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Un derecho de sentido amplio y negativo: vedar todo tipo de invasiones e intrusiones en ese ámbito espacial reservado que es el domicilio, especialmente (reza la ley y las sentencias) a las autoridades públicas. Incluso el Tribunal Supremo canceló en abril una pena de cárcel por tráfico de drogas por haberse vulnerado este principio. Que tales disposiciones figuren en parte de nuestra legislación no es un capricho, nacen del derecho fundamental de toda persona de no ser objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada. Un sentido que aunque no estuviera refrendado por legislación alguna no dejaría de ser fundamental y sagrado en cualquier civilización que se precie de tal nombre.
Triple vara de medir
Por tanto, un área de la vida que recibe una atención legal tan especial como esta, por la que es necesaria incluso autorización judicial para permitir la entrada en el domicilio de los ciudadanos por parte de las autoridades públicas (o que, simplificando, el delito se esté cometiendo en ese momento): ¿cómo es que en los procedimientos tributarios esa protección del domicilio se difumine, se desvanezca o se le reste importancia? Ha habido escándalos por escuchas a políticos, por espionaje de correos electrónicos, en Estados Unidos, Reino Unido, etc., y cuando se trata de recaudar, todo se blanquea. Tanto es así que, cuando a impuestos nos referimos, no es que no se requiera autorización judicial, tampoco se exige una separación entre investigadores y quien juzga. La propia Administración Tributaria es juez y parte en la actuación: parte, porque es quien recauda, juez, porque es quien determina (liquida) la deuda tributaria a recaudar.
Es cierto que en esa relación cada vez más desigual entre Administración Tributaria e individuo, las actuaciones dentro de un procedimiento de inspección pueden realizarse sin previa comunicación mediante la personación de los inspectores en la empresa o el centro de trabajo. Pero incluso en estos casos al menos el obligado tributario sabe que están inspeccionándole (cuándo, cómo, con - todavía- algunos derechos y garantías). Con un dron o un nanodrone (¿de qué artilugios se servirá el Poder Tributario en el futuro?), no. Que se publique el Plan de Regularización Catastral en el BOE no es excusa, pues el afectado no sabe cuándo se le está grabando ni sobrevolando. Es como si los inspectores entraran en nuestra propiedad mientras dormimos.
La perversión de esta medida, cuyas graves implicaciones han pasado desapercibidas, se agrava porque esa búsqueda del avión espía de hechos con relevancia tributaria implica que todo propietario es presuntamente culpable y, por ello, le sobrevolará y espiará indiscriminadamente un dron de Hacienda. En realidad, llevan más allá esta suposición al ligar la inspección o espionaje a la más íntima privacidad del administrado. ¿Y qué hay al otro lado de la balanza de este atropello de nuestros derechos fundamentales? Intentar gravar lo que el propietario ha querido hacer en su propiedad... ¿O es la propiedad de Hacienda?
Cartelización y centralización encubierta
Finalmente, que el Ministerio de Hacienda se inmiscuya en un impuesto como el IBI, descentralizado en los ayuntamientos y gestionado por las diputaciones, es, en realidad, una cartelización de esta política tributaria que elimina, de facto, cualquier tímido intento de competencia fiscal entre ayuntamientos y diputaciones, que siempre beneficiará al ciudadano a través de una mayor presión en la eficiencia del uso de los recursos y una mayor presión por los vecinos sobre el Poder que les extrae renta. Protestar al alcalde y que este se encoja de hombros señalando a Montoro es el sistema perfecto... para la indefensión del ciudadano.
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