domingo, 4 de septiembre de 2016

¿Es tan urgente un gobierno como pretenden vendernos?

Javier Benegas y Juan M. Blanco analizan la cuestión de si es tan urgente un gobierno como pretenden vendernos, el porqué, y lo que realmente es necesario, que no es lo que se propone por parte de nadie. 
Artículo de Voz Pópuli: 
Mariano Rajoy, durante el pasado debate de investidura.Mariano Rajoy, durante el pasado debate de investidura. - Imagen Gtres
“Es monstruosa, inconfesable, esa contradicción de perpetuar el mal para garantizar el bien. La contradicción que hace de mí un hombre cínico e indescifrable […] Todos piensan que la verdad es justa... pero conduce al fin del mundo. Y no podemos consentir el fin del mundo en nombre de la justicia. Nosotros tenemos un mandado, un mandato divino. Hay que  amar mucho a Dios para entender la necesidad de hacer el mal para conseguir el bien. Esto Dios lo sabe, y yo también lo sé.”
La cita pertenece a un monólogo ficticio de la película Il Divo (2008) donde el personaje de Giulio Andreotti hace examen de conciencia y admite su culpa en los turbios asuntos de la política italiana. Pero se trata de un falso acto de contrición pues lo que pretende realmente es justificarse a sí mismo, argumentando que, muy a su pesar, el mal es un medio necesario para alcanzar el bien. Y aplicarlo es el tremendo sacrificio del político, del verdadero hombre de Estado.
Salvando naturalmente la estatura política que separa a ambos personajes, diríase que Mariano Rajoy parece ver el mundo de manera parecida. Para él, gobernar a toda costa, aferrarse al poder, continuar en la poltrona para que nada cambie, para que España siga degradándose -es decir, hacer el mal-, es la manera de garantizarnos el bienEl mal en este caso consiste en considerar el poder un fin en sí mismo, no un medio para conseguir más libertad, mejor participación, crecientes oportunidades para los ciudadanos. Y, al igual que el ficticio Andreotti, diríase que Rajoy cree que la verdad puede ser contraproducente, peligrosa. De ahí sus apelaciones al “sentido común” y… su empeño en silenciar al discrepante, en condenar al ostracismo a los que no se avengan a propagar sus consignas, a quienes denuncien que el rey está desnudo.

Un gobierno ¿para qué exactamente?  

Hay un mensaje que Rajoy, y sus hordas mediáticas, han emitido con tan denodada insistencia que finalmente ha sido asimilado por la opinión pública como verdad revelada: que España necesita urgentemente, a toda costa, a cualquier precio, un gobierno. Por eso, la investidura de Mariano constituiría un suceso inevitable, imprescindible al que nadie debe oponerse. Un mal que, sin embargo, garantizará el bien de la colectividad… ¿o no? 
Se trata, más bien, de un argumento falaz. Porque lo importante no es el ejecutivo, tampoco el presidente, sino la línea política, las reformas, la filosofía; en definitiva, el pensamiento que inspirará las decisiones de un gobierno. Sin embargo, grandes empresarios, muchos periodistas y demasiados columnistas de opinión se empeñan en poner el carro delante de los bueyes pregonando que lo imprescindible es la formación de un ejecutivo... con independencia de la línea que pudiera seguir después.
Fieles a este guion, algunos grandes empresarios repiten que "la incertidumbre es nefasta para los negocios", una melodía pegadiza, sin duda, pero con letra poco verosímil. ¿No generaría más incertidumbre un ejecutivo en minoría cuya imprevisible política sería resultado de cambalaches, componendas y trapicheos con otros grupos? En España, donde las leyes se promulgan a granel, y las normas cambian de forma acelerada, un gobierno en funciones tiene ciertas ventajas: se encuentra limitado para modificar arbitrariamente las reglas del juego. Así, aunque en las alturas se muestren inquietos, la interinidad del gobierno implica menos incertidumbre para la sociedad pues pone coto a la continua ocurrencia, capricho o antojo del ejecutivo de turno.
Más allá de lo que trinen los líderes y pregonen los medios, el ciudadano de a pie no ha notado los supuestos perjuicios de la ausencia de gobierno. Un fenómeno que no se debe, como ha apuntado cierto zascandil, a que muchas competencias se encuentren transferidas a las Comunidades Autónomas, sino a que la Administración, sea nacional, autonómica o local, es una máquina burocrática que funciona por sí misma, con independencia de que el gobierno se encuentre en funciones o en mandato pleno.
Sin embargo, grandes empresarios, intelectuales y periodistas de partido necesitan saber urgentemente quién diablos repartirá el pastel en esta España de favoritismo, apaño y enjuague, a quién deben rendir esa pleitesía que les garantice una vida muelle. Los grandes sectores empresariales porque dependen de un intenso intercambio de favores con el poder político; ciertos periodistas porque sus nóminas, y la continuidad de sus medios, dependen de ayudas oficiales o de la publicidad que contratan las empresas que actúan en connivencia con los gobernantes.
Por ello, demasiados creadores de opinión, rompiendo el compromiso de honestidad intelectual con sus lectores, escriben al dictado de consignas recibidas desde arriba. Resulta más rentable seguir la estela de la propaganda oficial que desvelar esa verdad que acarrea "el fin del mundo". Para estos mayordomos debe haber cuanto antes un gobierno... que favorezca sus intereses, despellejando a Pedro Sánchez por no facilitar una investidura como sea. Eso sí, cualquier observador imparcial reconocería que ninguno de los dirigentes actuales posee cualidades ni actitudes adecuadas para ser investido presidente y formar el gobierno que España necesita. 

Más de lo mismo  

Frente a esta dinámica perversa, el acuerdo de PP y Ciudadanos es pólvora mojada. 150 medidas que dejan helado al ciudadano consciente, no maleado por la incesante propaganda. Aun siendo algunas bienintencionadas, las propuestas acaban desembocando en el "mar de lo mismo", esa línea arbitrista, paternalista y gastadora que pretende resolver con una nueva ley el problema que creó la anterior. Es un pacto que, de aplicarse, generaría más burocracia, más legislación, más organismos para colocar a los partidarios... cuando la solución es precisamente recortar todo ello. Especialmente la legislación, que debe ser podada con vigor, simplificada hasta que quede en lo verdaderamente imprescindible.
Tampoco parecen percatarse de que los pactos anticorrupción son tan absurdos como las inanes comisiones parlamentarias de investigación, donde nunca se descubre nada. Cuando la corrupción no es individual, sino organizada, no hay pacto, acuerdo o ley capaz de atajar el ubicuo enriquecimiento ilícito. Como también es disparatada la intención de profundizar en la proporcionalidad del sistema electoral. Señores, no intenten tomarnos el pelo: la proporcionalidad no mejora la representación del ciudadano, sólo la de los partidos. Y constituye una deriva que conduce a la Italia de Giulio Andreotti, la que cebó los escándalos de Tangentopoli.

Somos pocos, pero tenemos razón

Perpetuar el mal nunca garantiza el bien. El mal, es decir, la corrupción, la degradación, terminan infectándolo todo y el cinismo alcanza cotas insoportables. Otro conocido dirigente italiano de la época, Bettino Craxi, es prueba de ello. Acorralado por los jueces, no negó haber cobrado sobornos. Más bien trató de justificarlos aduciendo un argumento similar al del cinematográfico Andreotti, pero ya sin la elegancia del taimado Giulio. Declaró que el cobro de comisiones ilegales era común a todas las formaciones, la regla general de actuación. Que la corrupción era el coste de la política, el mal que la sociedad debía aceptar para mantener una democracia de partidos. Pero, claro, olvidó señalar que la mayor parte de los sobornos iba directamente al bolsillo de los dirigentes, no a financiar los partidos.
Al final, afloraron en Italia tramas corruptas que enraizaban en todas las estructuras administrativas del país. Los jueces imputaron a más de la mitad del parlamento, disolvieron 400 ayuntamientos y comprobaron que las grandes empresas pagaban anualmente más de 4.000 millones de dólares en sobornos. Los partidos tradicionales sufrieron un cataclismo electoral, desaparecieron del mapa. El sistema electoral italiano fue sustituido por uno mayoritario y, durante algunos años se redujo la corrupción, hasta que la contrarreforma devolvió el sistema al punto de partida. Lo que, ya puestos, demuestra que, en sistemas políticos como el español, completamente podridos, las reformas deben ser profundas, radicales, continuadas. Nunca tímidas, puntuales o vergonzantes. Tampoco traducirse en una serie de inconexas soluciones arbitristas que, una tras otra, se disolverán como gotas de agua en el cenagal del inmovilismo y la corrupción. Máxime cuando aquí, en España, carecemos de esas estructuras empresariales, de esos intelectuales, de esa sociedad civil de la que, pese a todo, sí dispone Italia. 
La clave no está en contar con un gobierno cuanto antes: el verdadero servicio que grandes empresarios, periodistas, intelectuales y columnistas pueden prestar a sus conciudadanos es abogar por una profunda reforma política, dirigida a instaurar instituciones neutrales e independientes, contrapesos, mecanismos eficaces de control del poder, sistemas de representación directa, adecuados métodos de selección de los gobernantes y una prensa libre e independiente. Unas transformaciones profundas que eliminen barreras, neutralicen el perverso sistema de intercambio de favores e impulsen mecanismos basados en el mérito y el esfuerzo, no en las relaciones, la influencia o la amistad. Esto es lo que realmente puede beneficiar al ciudadano de a pie; nunca una investidura a toda costa para que la manivela del BOE vuelva a girar sin control, garantizando el reparto de favores... a los de siempre. Que no les engañen, el resultado de la votación de este viernes pasado no es producto del bloqueo, del sabotaje, sino del agotamiento de esa política que perpetúa el mal para, se supone, garantizar el bien y... de sus recalcitrantes candidatos. 

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