miércoles, 7 de agosto de 2019

Los grandes ejes de la política: feminismo, igualdad y ecologismo. Humo en tres colores diferentes

Javier Benegas analiza los grandes ejes de la política y el ocultamiento y estrechez de miras ante los verdaderos problemas que nos acechan y que nos van a "volver a dar en la cara", empleando para su análisis una interesante metáfora de la España de 1986. 

Artículo de Disidentia: 
Fue el 1 de enero de 1986 cuando el IVA (Impuesto sobre el Valor Añadido) se introdujo en España con un tipo general del 12%. Algunos años antes, Philips y SONY habían patentado el Compact Disc. Y el primer reproductor lo lanzaría al mercado la marca japonesa el 1 de octubre 1982, el CDP-101, que al cambio actual vino a costar 1.022 euros.
El hito del Compact Disc viene a colación porque, en España, Philips lanzó esta nueva tecnología casi simultáneamente a la implantación del IVA. Y la coincidencia da lugar a una estupenda metáfora que sintetiza nuestra historia reciente.

La vivienda familiar como aval para comprar una nevera a plazos

En 1986 no existía Internet, ni teléfonos móviles y mucho menos televisión a la carta o plataformas digitales. Un billete de Metro en Madrid costaba 50 pesetas (0,30 euros), y el abono de 10 viajes con precio reducido, 410 (2,5 euros). Un salario aceptable, si se tenía alguna cualificación, pero insuficiente para emanciparse, rondaba las 40.000 pesetas mensuales (240 euros). Si se era jefecillo de algo, podía llegar a las 60.000 pesetas (360 euros). Y el tótem de los salarios era 100.000 pesetas (601 euros). Más allá de eso, gente que ganara dinero de verdad trabajando, y no me refiero a ganar fortunas, era muy escasa.
Ni que decir tiene que, con esos salarios, adquirir un reproductor de Compact Disc estuvo fuera del alcance de la mayoría. El “crédito fácil” no existía. De hecho, podías tener una nómina aceptable y un contrato indefinido, y aun así necesitar un aval para solicitar un pequeño préstamo bancario. Así que lo habitual era que muchos padres avalaran a sus hijos en los créditos al consumo, por más que los segundos tuvieran un trabajo estable y se hubieran emancipado. Financiar compras menores, como una nevera o un televisor, implicaba muchas veces poner como garantía la vivienda familiar. Quienes no pudieran recurrir a los padres para hacerlo sólo tenían dos alternativas: ahorrar o ajo y agua.
En los años 80, crisis económica era equivalente a crisis industrial. Esta crisis no era exclusivamente nuestra, sino general en Europa. Sin embargo, en España alcanzó una dimensión mucho más dramática. En menos de ocho años la producción industrial española se había desplomado y el número de puestos de trabajo perdidos en el sector sumó los 816.000, frente a 421.000 en Francia y 533.000 en Italia. Como consecuencia, la capacidad adquisitiva española sufrió un deterioro del 36% respecto al resto del mundo.

Una fuerte aversión al riesgo

Siempre se ha dicho que la reconversión industrial se hizo mal, y que fue un peaje impuesto por la Unión Europea, y más concretamente, por nuestros competidores directos: Francia, Italia y Alemania. Pero lo cierto es que nuestra industria de entonces, fuertemente intervenida por el Estado, ni producía lo que el mercado demandaba, ni lo hacía a un precio y una calidad competitivos. De hecho, la tardía asunción de esta realidad supuso acumular una deuda de más de 500.000 millones de pesetas en la siderurgia, y de más de 240.000 millones de pesetas en la construcción naval.
Oh, por supuesto, reconvertir no tenía por fuerza que ser equivalente a desmantelar. Podría haberse acometido una modernización. Pero en un contexto de crisis internacional y de contracción del crédito, eso sólo podría haber sido posible mediante una fuerte inversión de capital propio. Y el Estado no estaba para grandes inversiones. Así que sólo quedaba la opción de que el capital privado español se animara.
Pero, como todos sabemos, los grandes señores del dinero patrio siempre han tenido una fuerte aversión al riesgo. Sólo sueltan un duro si tienen todas las garantías, no ya del mercado, sino del poder político. Para ellos, todo tiene que ser beneficio, y rápido, porque, además de miopes, siempre han sido más agarrados que un moco en la cara de un niño.
En efecto, no interesaban los retos, sólo conseguir a precio de saldo gallinas que pusieran huevos de oro, como más tarde se comprobó con las privatizaciones de los oligopolios estatales que eran boyantes. O con el resurgimiento de los mitos empresariales vasco y catalán, en gran medida fruto del trato de favor que el poder político otorgó a unas oligarquías locales que miraban por encima del hombro a su involuntario valedor: el sufrido contribuyente y consumidor español.

La expansión fiscal

Esa era la España del recién estrenado IVA y del tardío lanzamiento del Compact Disc. Una España paradójica, porque mientras la “modernización” del Estado fue un hecho y, a colación, la fiesta de las oligarquías económicas, también, no fue así para el conjunto de la sociedad.
Por más que el fraude fuera elevado, el IVA se convirtió en una realidad, la primera piedra de toque de una expansión fiscal que sanearía las arcas públicas, animaría el gasto y la contratación pública y transformaría a los ventajistas en magnates; a los activistas, en informales subcontratistas del Estado; y a los partidos, en aparatos de poder. Sin embargo, la modernidad siguió siendo para la inmensa mayoría algo aspiracional más que real.
Fue años más tarde, en un contexto de recuperación económica internacional y de expansión del crédito, cuando España crecería como nunca, pero lo haría sobre cuatro pilares fundamentales: la bicoca de las obras públicas, el ladrillo, las ayudas milmillonarias de la Unión Europea y el turismo. A partir de ahí, la separación entre lo público y lo privado prácticamente desapareció. Pero no importó, todos miramos para otro lado porque para entonces el crédito por fin alcanzó al común, y lo hizo a lo bestia.

La gran juerga

Casi sin darnos cuenta, pasamos de tener que poner la vivienda familiar como aval para financiar la compra de una lavadora, a obtener hipotecas de cientos de miles de euros usando como garantía una nómina de mierda o la dudosa fotocopia de la última declaración de la renta.
Fueron los años de vino y rosas, del endeudamiento público y privado, del aumento enloquecido del gasto estructural de las administraciones, de los aeropuertos sin aviones, de los puertos sin barcos, de las autopistas sin coches, de las bibliotecas públicas sin lectores, de las universidades sin alumnos, de las megalómanas operaciones corporativas a crédito, de las cajas de ahorro convertidas en pozos sin fondo, de las campañas institucionales a todo trapo, de los corresponsales de los grandes diarios hospedados en hoteles de cinco estrellas y tarjeta VISA de empresa… Lo que vino después es de todos conocido: la Gran recesión.
No quiero que se me mal interprete. Desde 1986 hasta el presente, España ha dado un salto enorme. Es innegable. Pero si descontamos el gran avance en infraestructuras públicas, en buena medida ese salto es mérito del emprendedor Juan Español, que ha creado riqueza aún a pesar de los políticos y sus primos, los señores del dinero; también, a pesar de los separatistas y grupos de intereses travestidos de activistas del bien, que hoy, gracias a la expansión de las administraciones públicas y su clientelismo, alcanzan la categoría de plaga bíblica.
Una prueba de esto ha sido el boom exportador, cuya clave, además de una cultura empresarial renovada que surge al margen del poder económico tradicional gracias a la ventana de oportunidad de la crisis, está en el descubrimiento de que es más fácil y rentable vender fuera que dentro, entre otras razones, porque en el mercado exterior las regulaciones son mucho más asumibles que las que rigen en el mercado interior. Y también porque la inconsistencia temporal de los gobiernos de los países clientes es mucho más soportable que la de los gobiernos españoles. En el mercado interior, para la mayoría el BOE sigue siendo un arma de destrucción masiva, mientras que para una minoría es el cuerno de la abundancia.

Un presidente “progresista”

Oficialmente, la Gran recesión finalizó en 2014, tras encadenar España varios trimestres consecutivos de crecimiento de la economía. Sin embargo, todavía en 2019 no hemos recuperado algunos valores previos a la crisis, especialmente el del empleo. Las reformas están pendientes, seguimos generando déficit y el endeudamiento del conjunto de las administraciones va camino de superar el 100% del PIB, si es que no lo ha hecho ya.
En este contexto, y con nuevos nubarrones en el horizonte económico, se plantea la investidura de un presidente “progresista”, cuya agenda se desglosa, por un lado, en un feminismo que privilegia a las mujeres en detrimento de los hombres, como si la vida real fuera un juego de suma cero, donde lo que unos pierden, otros lo ganan, cuando no es así. Por otro lado, la llamada “transición ecológica”, que traducido del politiqués al lenguaje común significa más regulaciones, más impuestos, más oportunidades de negocio para los señores del dinero y más clientelismo popular. Y, por último, la implantación de una “economía justa”, que es exactamente lo mismo que lo anterior, sólo que dándole un giro creativo al nombre para confundir al personal.
En resumen, los grandes ejes de la agenda política para los próximos años son feminismo, igualdad y ecologismo. Humo en tres colores diferentes para desviar la atención de lo importante.
Han transcurrido 33 años desde aquel lejano 1986, cuando estrenamos el IVA (entonces del 12%, hoy ya del 21%) y Philips lanzaba su Compact Disc en España, un invento que muchos no pudimos disfrutar hasta años después, aunque el IVA sí lo pagamos desde el minuto uno. Desde entonces, muchas cosas han cambiado. España es hoy en bastantes aspectos un país mucho mejor, a qué negarlo. Pero, desgraciadamente, en otros muy importantes seguimos exactamente donde estábamos y, lo que es peor, bastante más endeudados que en 1986.

La otra desigualdad

Sí, hay una desigualdad creciente, pero no la que señalan los expertos, sino otra que divide a la sociedad entre quienes están al amparo del Estado o trabajan para las empresas, u organizaciones, que parasitan el BOE, y quienes están al margen de este sistema de reparto riqueza de acceso restringido, dominado por minorías, que ningún político se atreve a tocar.
Para cambiar esto es para lo que es necesario el consenso y un nuevo espíritu de concordia. Un consenso entre quienes defienden que España está estupendamente, y sólo necesita pequeños ajustes, porque a ellos les va bastante bien, y aquellos a los que les va bastante peor y piensan que la solución es echarlo todo abajo. A los primeros les deseo que un rayo divino les ilumine y proporcione la empatía que les falta. Y a los segundos, que la desesperación no les convierta en necios.
No, nuestros problemas no son el machismo, el medio ambiente o la desigualdad entendida desde la estrechez de miras del experto progre. Nuestros problemas son otros muy viejos. Y pronto, me temo, van a volver a dar la cara. Así que ya va siendo hora de afrontarlos y dejar de preocuparnos por parecer almas puras.

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