martes, 5 de julio de 2016

El sortilegio de la “hucha de las pensiones”

J. Benegas analiza la cuestión de la "hucha de las pensiones" y el gran problema que va a suponer este tema, en la que generaciones de ciudadanos han sido terriblemente engañados, problema del que nunca interesa hablar ni resolver, echando patadas hacia adelante haciendo la pelota más grande (y las consecuencias del problema generado por los políticos mucho más grave).

Artículo de Voz Pópuli:
El pasado viernes, la Tesorería General de la Seguridad Social tuvo que disponer de 8.700 millones de euros del Fondo de Reserva para pagar las pensiones contributivas. Que a la llamada popularmente “hucha de las pensiones” le queda dos telediarios, es un tema recurrente, siempre acompañado de avisos, mensajes de alarma y premoniciones terribles. Y no es para menos. Si no se toman medidas urgentes, en breve, los jubilados podrían contemplar con estupor cómo su pensión no les es abonada con puntualidad.
Evidentemente, el problema de las pensiones tiene difícil solución. En su día pudo atajarse, pero los políticos dejaron correr la pelota y hoy el margen de maniobra es casi inexistente. A buen seguro, nuestros gobernantes terminarán abordándolo como suelen: en el último suspiro, de forma chapucera y provisional, y, lo que es peor, tirando por el camino de en medio; es decir, subiendo impuestos.
Pero más allá del tormento que viene, urge desmitificar a la dichosa hucha porque, en realidad, no existe más que como concepto contable. El Estado funciona como una caja única al servicio de la deuda. Y cuando las cosas no van bien, es decir, cuando hay más gastos que ingresos, nada queda al margen de los compromisos adquiridos. En resumen, la hucha no existe. Lo que sí es real es una deuda que no deja de aumentar.
Evidentemente, si se analiza por separado, existe un desequilibrio entre las necesidades de la Seguridad Social y sus ingresos, pero ese no sería un grave problema si, en general, las cuentas del Estado fueran boyantes, es decir, si ingresara más de lo que gasta. En ese caso, si el Fondo de Reserva se agotara, el mismo principio de caja única que hoy debe hacernos temblar, serviría para solucionar el problema. Desgraciadamente no es así. Y puesto que donde no hay no se puede sacar, tarde o temprano despuntará en el horizonte alguna eufemística chapuza de naturaleza tributaria.
Resulta llamativa esa convicción generalizada de que existen partidas sagradas, que por más que nuestros ingresos no alcancen, el Estado guarda dinero en un secreto calcetín que los acreedores (o los políticos) jamás encontrarán. Es como si una familia que no puede hacer frente a la hipoteca, le entregara la casa al banco pero le dijera que el trastero porque lo ha separado del inmueble en previsión de lo que pudiera pasar. En definitiva, la "hucha de las pensiones" es, si acaso, la prueba de que el Estado Social nubla nuestros sentidos, incluso el instinto más elemental: el de la supervivencia.
Esa creencia insuperable, esa memez, nos convierte en enemigos de una capitalización que podría habernos asegurado, al menos, una parte de nuestro retiro. Se argumenta que el Mercado es despiadado y que, crisis mediante, lo ahorrado podría desaparecer o disminuir significativamente sin que nadie rinda cuentas. Y así es, no hay nada seguro; sin necesidad de que medien increíbles conspiraciones, lo cierto es que estamos al albur de lo imprevisible. Por el contrario, se defiende que el Estado es invulnerable y, pase lo que pase, hará frente a sus compromisos. Y para cerrar la boca al discrepante, se recurre al ejemplo chileno, antaño paradigma de las bondades de la capitalización privada y hoy en entredicho.
Sin embargo, en el caso chileno concurren factores que deben valorarse. El más importante, que no ha existido, según parece, verdadera competencia entre las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFPs), lo que ha derivado en una baja rentabilidad. Un hecho que estaría relacionado con la mala supervisión del regulador y no con el modelo en sí. Además, muchos chilenos se acogieron a la aportación mínima. En su día, 100 estaba bien para una esperanza de vida de 15 años desde la jubilación, pero no han cundido lo mismo cuando se ha visto incrementada en 10 años más. Con todo, se olvida algo que es definitivo. En el caso español, la devaluación de las pensiones de los nacidos entre 1980 y 1990 es muy superior. Los fondos privados se habrían devaluado un 24%: en nuestro sistema de reparto “garantizado” lo han hecho en un 40%. ¿Qué avalista peor?
Hay, además, otra diferencia sustancial. En nuestro sistema de reparto, cobrar la pensión implica tener que dejar de trabajar. Es decir, una vez nos jubilamos, obtener ingresos adicionales con cualquier actividad profesional acarrea perder la pensión. En cambio, en el sistema de capitalización privado, basta con cumplir la edad de retiro para empezar a recibir lo que hemos aportado sin tener que renunciar a completar nuestros ingresos mediante alguna actividad. Dicho de otra forma, el sistema de reparto nos obliga a ser improductivos en cuanto nos jubilamos, lo cual, más allá del perjuicio que pueda suponer para el modesto pensionista dispuesto a seguir realizando alguna actividad profesional, empobrece al conjunto de la sociedad, en lo material y en lo humano. Respecto a lo material, es sencillo de entender: si podemos sumar a nuestra jubilación ingresos adicionales, nuestra renta será mayor. Y a mayor renta, mayor consumo. Y un mayor consumo no sólo es bueno para la economía sino también para las arcas públicas porque recaudarán más impuestos. En lo humano, porque perdemos a gente valiosa por un estúpido precepto legal.
Así pues, no se explica que, cuando menos, no hayamos transitado hacia un sistema mixto, en el que una parte del ahorro fuera nominal, mediante capitalización, y otra por reparto.  Por lo que pueda pasar, siempre será mejor repartir los huevos en cestas distintas que tenerlos todos en una.  Se nos ha hecho creer que las pensiones iban a ser una prestación definida, inmutable y garantizada, y no era verdad. Ahora, no hemos ahorrado lo insuficientemente para nuestra jubilación. Dentro de 20 años España alumbrará una generación de viejos pobres de solemnidad, de los que nadie se hará cargo. Ya no serán el colchón de las familias en las grandes recesiones sino una carga añadida. En definitiva, un problema social de enormes proporciones que, a buen seguro, no aparecerá en los mass media porque en su lugar, como ya sucede hoy, nos harán comulgar con otras causas que idearán para la ocasión.

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