jueves, 18 de marzo de 2021

Imposturas emocionales de nuestro tiempo

Rafal Núñez analiza las imposturas emocionales de nuestro tiempo y a dónde nos llevan. 

Artículo de Disidentia: 

En 1997 se publicó en Francia el libro de Alan Sokal y Jean Bricmont Impostures intellectuelles (traducido ese mismo año al español respetando fielmente el título). En USA, sin embargo, apareció con un epígrafe más sustancioso en mi opinión (Fashionable Nonsense: Postmodern Intellectuals’ Abuse of Science), por cuanto añadía varios aspectos reveladores: más allá de imposturas hablaba claramente de sinsentidos, incluía la pincelada de la moda y, en fin, se refería sin ambages al abuso de hablar en nombre de la ciencia.

No voy a entrar aquí, empero, en el contenido del libro que, como es sabido, desató además tantos ríos de tinta y tal controversia que sería imposible dar cuenta de todo ello en estos breves párrafos. Lo que sí quiero es tomar como referencia tanto el título como el sentido mismo de la obra en cuestión para pergeñar a continuación una reflexión un tanto provisional o apresurada sobre la proliferación –cada día más patente- de los sinsentidos o necedades que, en nombre de determinados principios sacrosantos, se están imponiendo hoy día en nuestra sociedad, no en el ámbito del conocimiento sino en el capítulo sentimental: déjenme hablar por ello, en honor de los pioneros Sokal y Bricmont, de imposturas emocionales.

Aclaro desde el principio que no pretendo descubrir ningún mediterráneo, pues dicha impregnación o, mejor dicho, pringue sentimental de la política ha sido puesta de relieve por múltiples analistas. Ahí tienen, para no ir muy lejos y quedarnos dentro de casa, el conocido libro de Manuel Arias Maldonado La democracia sentimental (Página indómita, 2016). Lo que sí pretendo es dotar de cierta estructura organizativa las impresiones e ideas que a todos se nos van ocurriendo sobre la marcha. No sé si a ustedes les pasa, pero en estos tiempos de vértigo y confusión, necesito de vez en cuando parar un momento y poner cierto orden en el caos perceptivo: algo así como la necesidad pedagógica –en este caso para uno mismo- de trazar un esquema explicativo.

Desde mi punto de vista, estamos sometidos a dos tensiones contrapuestas: por un lado el estrés derivado de la cascada incesante de acontecimientos, que se traduce en bombardeo de datos (saturación informativa). El prototipo, para entendernos, sería el modelo Pedro Sánchez: no podemos recordar el escándalo de ayer porque lo tapa el más grave de hoy, que será sepultado a su vez por el peor de mañana. Este cambio acelerado produce angustia y perplejidad. Quizá para compensarlo, tenemos –este es el segundo rasgo- una percepción estática o continuista del entorno social y político que nos lleva a confiar en que las cosas son como son y no están sometidas a transformación incesante. Pensamos así que, por más que se deteriore el sistema, seguiremos viviendo en un régimen de libertades más o menos como hasta ahora.

Esta segunda característica me parece más alarmante que la primera, por cuanto induce a una cierta pasividad y, sobre todo, atenúa nuestra capacidad de reacción. Así mueren a menudo las democracias, no por golpes bruscos, sino por consunción. Esta ceguera para percibir determinados riesgos es, paradójicamente, un mecanismo de defensa del ser humano a escala individual y colectiva. Por citar un caso extremo, diré que lo que siempre me ha llamado más la atención del proceso de exterminio nazi de los judíos fue la resistencia -bastante generalizada- de estos a aceptar lo que estaba pasando, incluso en el mismo momento en que pasaba. A muchos les era imposible creer que iban a las cámaras de gas, hasta entrando en ellas. Lo describe muy bien, por ejemplo, Saul Friedländer en El Tercer Reich y los judíos (Galaxia Gutenberg, 2009).

Me pregunto con preocupación desde hace tiempo si, en una escala incomparablemente menos dramática, aunque no por ello intrascendente, no estamos viviendo también nosotros una época en la que muchas cosas están cambiando de modo irreversible –y no siempre para bien, a pesar de la insistencia machacona de la ideología del progreso- y, sobre todo, no queremos o sabemos ser conscientes de sus implicaciones. Como no me quiero poner apocalíptico, ni es este el lugar más indicado para un examen en profundidad de esa tendencia, me limitaré a señalar algunos rasgos menudos: esos cambios perceptibles en nuestras relaciones y la política cotidiana, que pueden parecer anecdóticos o circunstanciales pero que, por otro lado, tienen una clara propensión a implantarse de modo definitivo. ¡Cuidadito!

Les confieso que este planteamiento y, en el fondo, la misma idea de escribir este artículo me vino de la lectura del libro de Eduardo Galán El síndrome Woody Allen (Debate, 2020) y más concretamente de su punto de partida, que es también en el fondo el desencadenante de su indagación: ¿qué es lo que ha sucedido en nuestra sociedad en tan solo diez años para que el célebre caso del cineasta neoyorquino –las acusaciones de Mia Farrow, el escándalo, el juicio- haya tomado otras proporciones y otro significado? Una serie de factores –políticos, sociales, culturales, mediáticos y hasta psicológicos- han transformado la imagen de Woody Allen sin que, desde el punto de vista de los hechos probados, se haya producido novedad alguna. No importa: el director quedará ya marcado para siempre con la vitola infamante de abuso sexual, violación y pederastia.

Galán, que había organizado dos cursos sobre Allen en la universidad de Oviedo, se pregunta: aquí y ahora, ¿se arriesgaría dicha universidad –o cualquiera otra- a organizar otro curso de similares características sobre el susodicho cineasta? No hace falta ser muy sagaz para imaginar las quejas, manifestaciones o boicots que tal iniciativa desataría en las organizaciones feministas y en los estudiantes y profesores sedicentemente progresistas. Allen ya está juzgado y condenado sin remisión posible en las redes: machista, violador y pederasta. No hacen falta pruebas. Toda mujer, por el hecho de serlo, tiene que creer la denuncia de otra mujer (“hermana, yo sí te creo”).

Las imposturas emocionales de las que hablaba al comienzo toman, pues, como basamento –es casi una cuestión de perogrullo- la supremacía misma del sentimiento sobre la razón, pervirtiendo así no ya solo la tradición ilustrada o el positivismo científico sino hasta las mismas garantías jurídicas que son la base de la convivencia democrática y nos han traído hasta aquí. Téngase en cuenta además la deriva inevitable sentimiento-emoción-pasión, que conlleva un sutil –o, a veces, no tanto- deslizamiento a una subjetividad cada vez más acentuada. En términos castizos, mi boca es la medida.

Pero ello implica también la ruptura de las jerarquías establecidas en una especie de recreación marxista –de Groucho, no de Karl- de la lucha de clases: el heteropatriarcado no ya solo como responsable –o sea, culpable- sino como el mal absoluto. Eso sí, la nueva clase revolucionaria (minorías oprimidas en este caso), como pasaba con la antigua, el proletariado, tiene la legitimidad histórica y con ella la superioridad moral. Y, para no ser menos, establece una concepción de la historia que no solo marca un presente reivindicativo y un horizonte a su medida, sino que pretende reescribir el pasado, en este caso con unas ínfulas moralizantes y maniqueas que producen sonrojo. No en vano toda la tradición occidental queda en entredicho, por no decir algo más crudo.

Volviendo al libro de Galán, la lectura del mismo arroja un balance descorazonador en el sentido de que, como he señalado antes, nos vamos deslizando por una pendiente suave pero continua, sin vuelta atrás, hacia una democracia paternalista –valga el oxímoron- o, para decirlo sin tantos miramientos, una autocracia suave, trufada de populismo y conformidad. Para entendernos, más mundo feliz que 1984, aunque el gran hermano siempre está ahí para cuando se le necesite. En este contexto, como ha pasado siempre, el control desemboca más pronto que tarde en censura, en este caso justificada por la necesidad de protección a las supuestas víctimas. Solo estas tienen derecho a hablar. Nunca el victimismo ha generado tantos réditos.

Las minorías supuestamente oprimidas claman por la reparación de sus agravios seculares reclamando al Estado más garantías y privilegios, o sea, un mundo intervenido donde la seguridad prime sobre la libertad. La identidad se convierte en valor supremo, pero al ser un bien tan preciado como frágil, requiere un cuidado paternal (o maternal: en todo caso una tutela implacable) para preservarla de las agresiones. La sensibilidad victimista se hace así cada vez más sutil: ya se habla de microagresiones y hasta nanoagresiones, sin que por supuesto, la futilidad de la ofensa –¡cuando la hay!- afecte a la necesidad de castigo ejemplar. La inanidad teórica de estos planteamientos solo tiene parangón con la audacia que ya apuntan sus acciones. No es para tomárselo a broma. Las imposturas emocionales requieren por nuestra parte una reacción más contundente que el simple encogimiento de hombros o la sonrisa suficiente.

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