sábado, 11 de mayo de 2013

Doha: ¿A quién invitamos a almorzar? (Política, Economía. 1.564)

Una de las grandes contradicciones y falso discurso político de Occidente, que mientras habla de liberalización del comercio, de su necesidad para luchar contra los proteccionismos para mejorar el comercio y la prosperidad, y especialmente para permitir un mayor desarrollo de los países en desarrollo acabando con las trabas y barreras (lo que permite acabar en gran medida con el hambre), por otro lado y en la práctica impone enormes barreras al libre comercio subvencionando y dando miles de millones a los sectores nacionales, encareciendo brutalmente los productos a los consumidores, no permitiendo su competencia, e imposibilitando la posibilidad de exportar, desarrollarse y competir al sector agrícola (importante fuente de su riqueza y donde tienen su ventaja comparativa) de los países en vías de desarrollo, perpetuándolos en la pobreza.


Es otra de esas incongruencias ideológicas de la gente y de los grupos políticos (especialmente flagrante en los que más van de solidarios y de sociales), que exigen acabar con el hambre en el mundo, ayudar a los países necesitados pero a su vez lo impiden y les condenan exigiendo proteccionismo agrícola e ingentes subvenciones al sector agrícola nacional (que por otra parte extrae crecientes recursos de sectores productivos afectando negativamente a la creación de riqueza y al desarrollo y bienestar del propio país encareciendo además el nivel de vida de sus ciudadanos):

Un artículo del Instituto Ludwig Von Mises Ecuador:



"EN 1947, Jacob Viner, por aquellos días líder de la famosa Escuela de Chicago, señaló al intransigente proteccionismo estadounidense como el gran obstáculo para la creación de la Organización Internacional de Comercio. La falta de optimismo del célebre economista se debía al inminente fracaso del primer ciclo de negociaciones multilaterales, la llamada ronda Ginebra (1947-1948). Por aquel entonces, cincuenta países, bajo el liderazgo de Washington, acordaron establecer una estructura institucional muy parecida a la que ostenta la actual OMC, quedando pendiente la ratificación por parte de cada Estado. Los temores de Viner no tardaron en confirmarse. El ambicioso proyecto de la Casa Blanca se estrellaría no muy lejos, en el Capitolio. El Parlamento norteamericano se negó a endosar el acuerdo y prefirió proteger los intereses de unos cuantos privilegiados. En adelante, hubo que contentarse con un acuerdo provisional conocido como GATT. Hoy, ocho rondas y sesenta primaveras después, las palabras del brillante profesor resuenan cargadas de verdad. El fracaso anunciado de la ronda Doha tiene por principal causa el pertinaz proteccionismo de los Estados Unidos y la Unión Europea.

El discurso político del mundo desarrollado evoca, con sobrada razón, la liberalización del comercio como atajo hacia la prosperidad mundial; curiosamente, la conducta de sus gobernantes se basa en el mensaje contrario. Si no, ¿Por qué negocian tan mezquinamente la apertura? El afamado gurú económico Jagdish Bhagwati ha advertido la contradicción ideológica de los procesos que preceden a la firma de acuerdos comerciales, sólo consecuentes con una mentalidad mercantilista: A menor reducción de barreras, mejor es el acuerdo. No es de extrañar que los países en desarrollo hayan perdido la fe en las intenciones de las naciones industrializadas. Los acuerdos de la OMC, resultantes de la ronda anterior (Uruguay), favorecieron desproporcionadamente a los países ricos y, en algunos casos, como apunta Daniel Ikeson, del Cato Institute, el beneficio se obtuvo a expensas de los pobres. ¿Por qué las autoridades escriben sus discursos con tinta liberal y siguen un estilo paterno-mercantilista? La respuesta, a diferencia de la solución, es simple: piensan como políticos, sus decisiones obedecen a cálculos electorales antes que a razones técnicas. Además, necesitan del apoyo de grupos adictos a la protección estatal. En Estados Unidos, por ejemplo, la industria de los lácteos hace millonarias contribuciones anuales a las campañas de candidatos federales. No parece mera casualidad que las robustas vacas estadounidenses reciban un incentivo anual cercano a los 22.000 millones de dólares. De acuerdo a datos del US Department of Agriculture, en ese país, hace más de 20 años que los productores de arroz y soya desconocen los vaivenes de la oferta y la demanda. Su continua incapacidad para ofrecer precios competitivos es compensada año tras año con generosos soportes públicos. Sólo así se explica que dichos sectores, a pesar de su nula competitividad, sigan punteros en el ranking mundial de exportadores. En terreno europeo, durante 2005, el agro recibió más de 44.000 millones de euros en subsidios, la cuarta parte se repartió en Francia. La Fédération Nationell des Syndicats d´Exploitants Agricoles no permitirá que se desamparen sus cosechas tan fácilmente. La titánica defensora del campesinado galo cuenta con una capacidad de movilización social capaz de hacer temblar a la cúpula política francesa. El actual peso de esta organización, herencia del gaullismo de posguerra («una nación que no se puede alimentar a sí misma no es una gran nación», decía de Gaulle) es sorprendente, considerando que actualmente la actividad agrícola representa sólo el 2.5 por ciento de la economía francesa.

De acuerdo a Kimberly Ann Elliot, del Institute of International Economics, el método de distribución empleado por la UE y los EE.UU. profundiza la inequidad en el reparto de ayudas agrarias. Un informe de Intermón Oxfam demuestra que, en España, siete personas recibieron, en 2003, tanto dinero de las arcas comunitarias (14,5 millones de euros) como otros 12.700 cultivos familiares. En otro caso citado, una sola empresa agrícola fue beneficiada con veinte millones de euros. Las propiedades rurales del Príncipe de Mónaco, en suelo francés, fueron favorecidas con 390.000 euros de las arcas comunitarias, 217 veces de lo que recibieron otras 180.000 plantaciones pequeñas. En Estados Unidos, durante el 2004, el 60 por ciento de los subsidios campesinos fue a parar a manos de un privilegiado 15 por ciento. Por otro lado, en el mismo año, tan sólo diez empresas procesadoras de algodón se beneficiaron con cerca de la mitad de las cuantiosas ayudas destinadas a tal actividad.

Los recientes escándalos en el seno del Capitolio, vinculados al lobbista Jack Abramoff, ponen de relieve la desmedida influencia política de ciertos grupos corporativos, ávidos de prebendas públicas. Hoy, gracias a organizaciones como Taxpayers for Common Sense se conoce con detalle que muchas de las restricciones comerciales impuestas por los legisladores estadounidenses obedecen únicamente a la presión del «lobby empresarial». Incluso el propio George W. Bush tuvo que regatear hábilmente para que el Parlamento lo autorice a promover acuerdos de libre comercio de manera más ágil (y pensar que James Madison, padre del constitucionalismo americano, ocupó sus mejores esfuerzos en prevenir que el templo de la democracia sea convertido en un vulgar mercado de favores estatales). El permiso otorgado caduca en 2007, y con él, cualquier aspiración inmediata de una OMC más equitativa.

La caja de Pandora destapada por Abramoff ha remecido Washington; sin embargo, otros importantes centros de decisión política siguen ajenos al lente mediático, a pesar presentar síntomas similares. Actualmente, se calcula que 15.000 lobbistas pululan a tiempo completo en Bruselas. ¿Gestionando intereses de los ciudadanos, de los contribuyentes o de los consumidores europeos? Difícilmente los intereses de las mayorías se defienden en lujosas cenas de negocios. Los productores de los países en desarrollo, ávidos de competir en un mercado con reglas justas, tendrán que esperar, una vez más. ¿Quién hará lobby por el éxito de la agenda Doha, al fin y al cabo, por el porvenir de todos? ¿A quién tenemos que invitar a almorzar?"

 

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