Juan Rallo refuta en el siguiente articulo la justificación marxista a la renta básica desde su misma óptica.
Artículo de su blog personal:
(Extracto de mi libro Contra la renta básica)
Cuando criticamos la renta básica desde el punto de vista de la corriente liberal, explicamos que su principal error era el de desligar la producción del ingreso: si un agente produce y otro se apropia de esa producción (la obtiene en forma de ingreso), este segundo está explotando al primero. Sin embargo, a juicio de los economistas marxistas que tratan de justificar la renta básica, la realidad es justo la inversa: existen toda una serie de activos colectivos (los recursos naturales, el lenguaje, la información, la cultura, la buena fe en las relaciones sociales, etc.) cuya renta debería redundar en beneficio de toda la sociedad pero que, sin embargo, es apropiada en forma de plusvalía por los capitalistas modernos, arrebatándosela al resto de la sociedad. En este sentido, la renta básica sería un instrumento justo por cuanto redistribuiría el excedente de los activos colectivos (de los bienes comunales) entre sus dueños legítimos, a saber, el conjunto de la sociedad; un instrumento necesario para dotar de autonomía a los ciudadanos y así poder organizar una democracia participativa que administre la economía de tal forma que desaparezca la alienación y la explotación del trabajo; y un instrumento rentable por cuanto la autonomía del trabajador inmaterial le permitiría desarrollar todo su potencial productivo en beneficio del conjunto de la sociedad. Nuestro propósito en este epígrafe es rechazar esta correspondencia entre renta básica y activos colectivos: la renta básica ni es una justa remuneración del trabajo inmaterial, ni permite una administración desalienada del trabajo, ni sería una inversión colectiva rentable en esos activos comunales.
Primero, no es verdad que los recursos naturales o el trabajo inmaterial supongan un activo colectivo del conjunto de la sociedad. El caso de los recursos naturales lo trataremos más extensamente cuando posteriormente estudiemos las justificaciones georgistas para la renta básica. Ahora nos centraremos en comprender por qué el subproducto del trabajo inmaterial —la información, los símbolos, la cultura, el lenguaje, la confianza o la afectividad— no constituye realmente un activo colectivo de la humanidad por cuyo uso haya que indemnizarla.
De entrada, los conceptos o las ideas no pueden ser objeto de apropiación: el color “rojo”, la operación de “dividir” o la noción física de “calor” no pertenecen a nadie; cualquiera de nosotros puede aprehender tales conceptos e incorporarlos libremente a su acervo intelectual sin necesidad de indemnizar a nadie… pues a nadie se le restringe su capacidad de emplearlos por el hecho de que un tercero los emplee. Lo mismo cabe decir, en realidad, de constructos conceptuales más complejos como las lenguas, los himnos, los símbolos o incluso las novelas, los ensayos científicos o las fórmulas de los medicamentos: todo ello es información libre que no puede ser apropiada restringiéndoles su uso a los demás. En realidad, cuando una idea, cualquier idea, es “apropiada” por una persona lo que se está haciendo es concediéndole un monopolio sobre el uso de tal idea: no se salvaguarda su propiedad, sino que se violan las libertades y las propiedades de otros individuos al impedirles usar tal idea (Boldrin y Levine 2010; Rallo 2014a, capítulo II.9). De hecho, Hardt y Negri denuncian acertadamente que la propiedad intelectual —patentes y copyrights— es un artificio estatal dirigido a obtener lucros ilegítimos sobre terceros: pero su solución, lejos de pasar por la abolición del monopolio intelectual, parece residir en generalizar la titularidad de la propiedad de las ideas a toda la humanidad.
A este respecto, podría aludirse a que, en cierto modo, el uso que algunas personas hagan de ciertas ideas puede limitar el uso social que otras personas pueden efectuar de tales ideas. Por ejemplo, si un grupo de hispanohablantes degradan la calidad del idioma español y esa degradación lingüística se extiende, el resto de hispanohablantes no serán capaz de seguir utilizando socialmente el “español correcto”. En ese sentido, podría pensarse que las ideas sí deben ser un patrimonio global regulado por el conjunto de la humanidad. Sin embargo, el argumento es deficiente: cuando a una idea se le introduce una variación —especialmente si se trata de una variación significativa— pasa a ser otra idea. Que la nueva idea compita con la vieja idea (el español degradado con el español culto) y la pueda derrotar no debería justificar que la humanidad en su conjunto deba regular semejante proceso, pues ello equivale a controlar la generación y difusión de las ideas (esto es, a instaurar la censura planetaria). Si se quiere salvaguardar el uso social de determinadas ideas, lo razonable es hacerlo desde la sociedad civil o incluso, llegado el caso, constituyendo asociaciones políticas de carácter voluntario que internamente regulen el uso que se hace de determinadas ideas (por ejemplo, una urbanización privada donde se impusieran normas de corrección lingüística): pero sin que ello implique la capacidad de censurar o controlar el pensamiento y el comportamiento de otras personas que se nieguen a suscribir ese pacto voluntario (si otra comunidad se empeña en utilizar un dialecto del español, nadie debería poder impedírselo por la fuerza).
En suma, la información, la cultura, las redes de confianza o el progreso tecnológico pueden ser el resultado de nuestras acciones e interacciones sociales, pero no por ello son propiedad de nadie (del mismo modo, la atracción sexual que una persona genera sobre otras puede ser consecuencia de sus acciones seductoras, pero no integra su propiedad). Y, no siéndolo, cualquiera puede actuar y valerse de semejante marco cultural o tecnológico para tratar de maximizar los beneficios esperados por sus acciones: que una persona use la lengua española para suscribir un contrato milmillonario no convierte al resto de la comunidad hispanohablante en acreedora de una comisión sobre ese contrato; como tampoco lo hace el que una persona se enriquezca dentro de una sociedad bien avenida. Si toda esa información no es de nadie, nadie puede exigir derechos sobre la misma.
No sólo eso: cuando se señala que los ricos deben devolver parte de su riqueza a la sociedad dado que se han aprovechado de los activos colectivos de ésta para generarla, se cometen dos errores adicionales (Jasay 2002, capítulo 7). El primero es que los ricos no se han aprovechado de ningún recurso “colectivo” que no esté disponible en igual medida para el resto de la sociedad, por lo que la habilidad diferencial que da lugar a la mayor riqueza de unas personas sobre otras no puede ser una divergente disponibilidad de los activos colectivos: si dos personas hablan español, la distinta riqueza entre ambas no puede atribuirse al uso del español. Con esto no queremos señalar que la información, la cultura, la confianza o la tecnología no expliquen ninguna parte de la riqueza de una sociedad, pero la parte que explican en exclusiva ya estará distribuida entre todas las personas que tienen acceso equitativo a tales activos colectivos y, por tanto, no tiene sentido reclamar que la gente sea remunerada nuevamente (a través de una redistribución de la renta) a modo de compensación por el uso excluyente de esos activos colectivos cuando nadie los usó excluyentemente: todos podían seguir usándolos tanto como lo hicieron. En el proceso penal, al derecho a no ser enjuiciado dos veces por un mismo delito se le conoce como non bis in idem, expresión que también puede resultar aplicable a la inexistencia de un derecho de no ser remunerado dos veces un mismo hecho (la remuneración en especie derivada de mantener el uso y el disfrute de un bien y la remuneración monetaria por no disfrutar de ese bien). O dicho de otra manera, es verdad que vivir en sociedad constituye una externalidad positiva para las personas (salvo para aquellas hurañas que deseen vivir aisladas del mundo) y que, además, la magnitud de esa externalidad positiva es creciente con la calidad y complejidad de la sociedad; pero de esa externalidad positiva son emisores y receptores todos los que componen una sociedad: sólo si hubiera individuos que fueran emisores de externalidades positivas, pero no receptores de las mismas, tendría cierto sentido emplear semejante argumento (si bien seguiría siendo erróneo, por cuanto no existen derechos de propiedad válidos sobre tales externalidades, como previamente hemos argumentado).
El segundo error es asumir que quien utiliza el acervo de activos colectivos en su propio provecho no contribuye, a su vez, a renovar, actualizar y expandir ese acervo de activos colectivos: uno puede concebir que la generación de externalidades positivas que incrementan el acervo de activos colectivos es una más que justa compensación por haber dispuesto previamente de ese conjunto de activos (en este caso, el principio non bis in idem proscribiría la obligación de pagar dos veces por el uso de los activos colectivos, cuando ya se ha soportado el coste de reponerlos con el uso). Por ejemplo, sería absurdo reclamarle a J. K. Rowling una compensación a toda la comunidad angloparlante por haberse enriquecido escribiendo Harry Potter en inglés cuando la propia escritora ha sido una de las que más ha contribuido a divulgar la lengua inglesa por todo el mundo.
Por consiguiente, la renta básica no es una remuneración adeudada a la humanidad como compensación de la riqueza generada por el subproducto del trabajo inmaterial: no sólo esos subproductos del trabajo inmaterial no son propiedad colectiva de nadie sino que, aun cuando lo fueran, el principio non bis in idem proscribe financiar la renta básica en concepto de compensación por el uso de tales activos colectivos.
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