Cristina Losada analiza el radical cambio de estrategia del PSOE desde el inicio de la campaña tras el rechazo de las encuestas ante su derrota en términos de gestión...
Artículo de Libertad Digital:
Ángel Gabilondo, en un acto electoral. | EFE
La campaña de Madrid iba a ser lo que no ha sido. Los socialistas se las prometían felices pensando que con el precedente del buen resultado en 2019 y la denuncia constante de la gestión de la epidemia de Ayuso tenían posibilidad de repetir aquel éxito relativo. El errejonismo, con la bata blanca al frente, estaba convencido de que a Ayuso la tenían acorralada por abrir la hostelería para que se emborracharan los franceses, por montar el hospital de pandemias Zendal ¡en medio de una pandemia!, por alojarse en un hotel mientras estuvo con el virus y por tener los peores datos epidemiológicos del mundo mundial, que siempre hay maneras de retorcer una estadística, y si no siempre cabe falsearla: hay mentiras, mentiras tremendas y luego están las estadísticas.
La campaña se prefiguraba como un bombardeo de la oposición contra el modelo de contención de la epidemia desarrollado por el Gobierno madrileño. Desde la perspectiva de convertirla en un plebiscito sobre aquella gestión, se explica que a Gabilondo le confeccionaran un traje “serio, soso y formal”. No podía llevar otro mejor y, en cualquier caso, la batalla iba a estar en asuntos que piden llevar un traje de ese tipo. Pero qué poco le duró. No parece que contaran de antemano, ni los socialistas ni los de Errejón, con la popularidad del modelo de gestión aplicado, y con su popularidad, precisamente, entre las clases populares. Del fracaso del enfoque inicial es prueba fehaciente el giro radical de las campañas de la oposición propiciado por la publicación de cartas amenazantes recibidas por Iglesias y varios ministros.
La batalla electoral ya no la libra la oposición contra Ayuso por su gestión de la epidemia. Y es imaginable que han dejado de librarla con alivio. Porque no tenían nada que ganar ahí. Ahí ganaba Ayuso. De manera que a la primera oportunidad han arrumbado el traje serio y formal y se han puesto el uniforme partisano para gritar “¡O democracia o fascismo!”, que es la campaña que, en una u otra variante, más frecuentemente han hecho los socialistas en estas cuatro décadas de democracia. Desde el dóberman y los asesinos de García Lorca hasta hoy, el PSOE ha acabado siempre por apelar al viejo imaginario de la Komintern y a la imagen de un perpetuo fascismo amenazante, ahora encarnado en Vox, como antes en el PP. Como dice Emilio Gentile en Quién es fascista, la idea de un fascismo eterno implica que el antifascismo siempre es derrotado, y esto daría para reflexionar a los antifas. Pero en campaña no se anda con sutilezas.
Hay una diferencia, sin embargo. La diferencia con los años del bipartidismo, cuando alertaban de que el PP iba a acabar con la democracia, es que ahora los socialistas no están solos en la lucha contra el fascismo permanente, subliminal e insidioso. Ahora está Iglesias, que es, además, el que domina ese campo o, como dice la jerga, ese marco. Al quitarse el traje serio y formal para pasar a la guerrilla antifascista, los socialistas no sólo hacen el ridículo, sino algo peor: seguidismo de Iglesias. El que iba de último resulta que les marca la agenda. Y se la marca incluso a la hora de los debates, es decir, de cancelarlos. Los habrán cancelado con alivio, eso sí. Porque ahí, como en la gestión de la epidemia, no tenían nada que ganar. Iglesias los ha llevado adonde le interesa, porque no sabían a dónde ir.
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