Más muestras de la dictadura de lo políticamente correcto, en este caso en los campus anglosajones (supuestamente el adalid de la libertad de expresión y el debate de ideas), y que está produciendo vetos a conferenciantes, acosos a profesores y revisiones de la historia.
Por supuesto que muchas de las cosas que ocurren o ideas que se puedan expresar pueden gustarnos o no, tanto como mucho como poco, pero la tendencia a prohibir todo aquello que no me gusta oír (permitiendo por supuesto lo que me gusta, aunque no le guste a otro) es el camino más directo hacia el totalitarismo (ideológico en primer término, en la práctica después).
Y es precisamente hacer lo que supuestamente está uno criticando...
Solo mediante el intercambio de ideas y el confrontamiento de las mismas en libertad y el convencimiento mediante la argumentación y una educación libre y diversa se alcanza un grado de libertad y de progreso adecuado. Rechazar esto (hecho que se está acrecentando paso a paso a muy diversos grados) es volver a situaciones pretéritas ciertamente indeseables.
Y la justificación de la subjetiva sensibilidad y ofensa de cualquier tipo de información, formación o exposición para censurar y prohibir en personas además adultas y formadas es bien indicativa del tipo de sociedad infantil e inmadura a la que se está llegando, y que no depara nada bueno.
Artículo de ABC:
Desde su nacimiento en el siglo XI, las universidades han sido para Occidente el oasis del debate abierto, la fortaleza que protege la libertad de cátedra, la cancha de la confrontación de ideas. Pero en los campus anglosajones algo está cambiando. La mordaza de la corrección política provoca en Estados Unidos y el Reino Unido actos de censura y vetos a conferenciantes. También se registran intentos de retirar estatuas de mecenas de antaño, repudiados ahora por los alumnos en una discutible revisión de la historia con gafas contemporáneas.
Los medios han comenzado a hacerse eco del problema y algunos profesores lo denuncian sin pelos en la lengua. El excelente historiador escocés Niall Ferguson, cuya voz se escucha en las aulas de Harvard, Oxford y Stanford, ha arremetido en «The Sunday Times» contra los «pequeños Robespierres» de la intransigencia de ultraizquierda. Tacha a esos estudiantes de antiliberales y los compara con los puritanos del siglo XVII.
A ojos actuales, la figura del inglés Cecil Rhodes (1853-1902) ciertamente puede rechinar. Hijo de un reverendo, emigró a África y se hizo de oro tras crear De Beers, compañía que todavía hoy mueve el 60% de los diamantes. Fue un colonialista ardoroso, con el imperialismo británico como estandarte. Fundó Rodesia, que lleva su nombre, y sin duda se le podría definir como un supremacista blanco, nada ajeno al odioso diseño del apartheid. Pero con su inmensa fortuna sufragó también el nacimiento de uno de los colleges de la Universidad de Oxford, el Oriel, e instituyó unas generosas becas que todavía hoy sufragan sus estudios allí a estudiantes africanos.
Una estatua en la segunda planta de la fachada recuerda a Rhodes en el Oriel College. Ahora tiene etiqueta en Twitter: #RodhesDebeCaer. La campaña la ha iniciado el alumno sudafricano Ntokozo Qwabe, quien paradójicamente ha llegado a Oxford gracias a una beca Rodhes. Cuando se le critica ese doble juego, alega que el filántropo «había robado el dinero a África». Qwabe señala que «es intolerable que una persona que viene de Sudáfrica tenga que pasar cada día bajo la estatua de una persona que cometió tantos crímenes allí». Añade también, sin pruebas, solo apelando a sus emociones, que «en Oxford hay racismo, una violencia estructural contra los estudiantes negros».
Tras una inmensa polvareda, por ahora la estatua de Rhodes se queda. Chris Patten, el rector de Oxford, un importante prohombre de la vida británica, el gobernador que entregó Hong Kong a los chinos, replica que no se puede reescribir la historia según la moral de hoy. «Si la gente que acude a la universidad no está preparada para mantener el tipo de generosidad que mostró Mandela; si no está preparada para aceptar los valores del libro más importante para un estudiante, “La sociedad abierta y sus enemigos” de Popper; entonces tal vez deberían pensar en educarse en otro sitio», ha declarado a la BBC.
En el Jesus College de Cambridge han lanzado una campaña para que se devuelva a Nigeria un bronce de un gallo traído de allí en los días imperiales. En noviembre del pasado año, un grupo de estudiantes ocupó la oficina del rector de Princeton para pedir que se retirase del campus toda alusión a uno de sus predecesores, el presidente estadounidense Woodrow Wilson, por haber impulsado la segregación racial.
Pero no son solo las viejas estatuas. Los alumnos que dominan la National Union of Students (NUS) sostienen que no deben admitirse en los campus ideas, clases y conferencia susceptibles de provocar que algún alumno pueda sentirse incómodo. Tal planteamiento tiene un inmediato corolario práctico: censura, casi siempre con la palabra «fascista» como la muletilla que señala al supuesto agresor. También es habitual acusar al vetado de homófobo o «transphobic» (persecutor de los transexuales), o de islamofobia.
Lo curioso es que muchos de los acosados son intelectuales instalados desde siempre en la izquierda más militante, que se han visto desbordados por su propio flanco zurdo. Hace un año, más de sesenta de ellos publicaron una carta en «The Observer», el dominical del diario laborista «The Guardian», en defensa de la libertad de expresión en los campus. Uno de los firmantes era el espigado Peter Tatchell, de 64 años, que durante cuarenta ha consagrado su vida a la defensa de los derechos de los homosexuales y a causas pacifistas. Tatchell, verde y socialista, paradigma del activista progre, no se perdía manifestación. Hasta había recibido palizas de guardaespaldas de Mugabe y de neonazis en Moscú. Tras firmar la carta recibió amenazas de muerte, acusado insólitamente de odios a los transexuales y de oponerse a la industria del sexo. La Unión Nacional de Estudiantes se negó a compartir escenario con él en un debate en la Canterbury Christ Church University y lo llamó «racista» y «transphobic».
La Universidad de Cardiff, en Gales, impidió hablar allí a la destacada y veterana feminista australiana Germaine Greer, de 77 años. ¿Su pecado? Esta frase: «Un hombre castrado no se comporta como una mujer», que se consideró extremadamente ofensiva para el lobby a favor de los transexuales, uno de los más activos en los campos en la batalla de la corrección política.
La iraní Maryam Namazie, marxista y atea, es una activista en favor de los derechos humanos en la lista negra de Teherán. Reparte su vida entre Inglaterra y Estados Unidos. En septiembre del pasado año el sindicato de estudiantes intentó a toda costa prohibir una conferencia suya en la Universidad de Warnick, en el centro de Inglaterra, alegando que era «una incitación al odio», ofensiva para los alumnos musulmanes. La calificaron de «demasiado incendiaria para ser escuchada». La polémica consiguiente permitió que finalmente pudiese hablar. Su enojo es grande: «Me enfada que nos quieran encerrar a todos en una caja fuerte y que tachen de racista a quien critique el Islam. No es racismo. La crítica ha de ser un derecho fundamental. El movimiento islamista está provocando matanzas de gente en Oriente Medio y África. Es importante hablar y criticarlo».
Es sintomático que la vara de medir suele cambiar cuando se trata de duros discursos radicales islamistas, a menudo aceptados en nombre del multiculturalismo. Hace una semana se supo que la tan admirada London School Of Economics admitió que la sociedad de musulmanes de la universidad organizase una cena en la que hombres y mujeres comieron separados por un telón. Incluso para comprar la entrada había una zona web distinta para ambos.
La web liberal inglesa Spike ha hecho un estudio y concluye que en el 90% de las universidades del Reino Unido se ha recortado la libertad de expresión. Según sus datos, «la mitad han prohibido o censurado ideas». En algunos campus se impide la distribución de periódicos amarillos de derechas, como «The Sun», «Daily Star» y «Daily Express». También se vetan canciones, conferencias, clubes deportivos, sociedades y hasta a cómicos considerados «demasiado agresivos».
Estudiantes británicos y estadounidenses han acuñado dos nuevos conceptos: «microagresiones» (daños que se causan a la sensibilidad del alumno, cuya definición queda al albur de la subjetividad del propio estudiante) y «espacios seguros» (los campus deben ser zonas donde «los alumnos deben estar libres de la intimidación y del odio»).
Siguiendo ese razonamiento, se llega a situaciones desconcertantes. En Harvard, asociaciones de estudiantes de Derecho se movilizaron para que los alumnos que hayan pasado por episodios de abusos sexuales o acoso sean eximidos de estudiar las leyes que penan tales delitos. El argumento es que se sentirían «traumatizados» al volver al tema.
En la Universidad de Columbia ya no se puede estudiar sin advertencia previa «Las Metamorfosis» de Ovidio, la maravilla del poeta romano clásico, pues relata una violación. Además se han implantado los llamados «trigger warning», algo así como «disparadores de advertencia», que avisan al alumno de los riesgos para su sensibilidad de algunos libros. Por ejemplo, «El Gran Gatsby», de Scott Fitzgerald, es peligroso porque contiene «suicidio, violencia doméstica y violencia explícita». Virginia Woolf es desaconsejada por animar «tendencias suicidas».
A los alumnos no les gusta que los contradigan, no lo soportan. Pagan mucho dinero para llegar a esas universidades de la Ivy League y han tenido que estudiar muy duro antes. Se consideran clientes que han accedido a un servicio y el cliente siempre tiene la razón. No están dispuestos a pasarlo mal porque alguien los contradiga intelectualmente. Es una generación que se ha criado sin que en sus hogares o en sus escuelas les hayan llevado la contraria.
La irlandesa Louise Richardson, politóloga, es la actual vicerrectora de Oxford, y se opone a esas corazas sobre pieles de melocotón: «La educación consiste precisamente en confrontar ideas. No tiene por qué ser confortable y agradable. Se trata de discutir para cambiar la mente del otro, pero admitiendo que tal vez el otro cambie la tuya».
Sancionado por pedir un ensayo
En la Universidad de San Bernardino, en California, un profesor fue sancionado por pedir un ensayo definiendo la pornografía. El King’s College de Londres ha compilado una relación de conferenciantes susceptibles de crear controversia. Oxford canceló un debate sobre el aborto porque uno de los conferenciantes era un hombre. El sindicato estudiantil había protestado diciendo que «los alumnos asistentes podrían sentirse ofendidos al encontrarse con una persona sin útero entre los debatientes». Los acosos en Twitter a profesores librepensadores son constantes, con insultos a veces brutales (desde luego muchísimo más graves que las palabras previas de los docentes supuestamente incorrectos).
El Centro de Investigaciones Pew, un think tank de Washington, ha hecho una encuesta que concluye que el 40% de los estudiantes de más de 18 años están a favor de que el Gobierno censure declaraciones que puedan ser ofensivas contra las minorías. Esa cifra cae al 25% en generaciones anteriores, las de 51 a 69 años. En una universidad tan prestigiosa como Yale se está poniendo en cuestión la pertinencia de la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, que desde 1791 prohíbe cualquier ley que impida o restrinja las libertades de culto, expresión, prensa y reunión.
La ola de la corrección política sostiene que no basta con ser un gran sabio si esa persona es después «un intolerante». ¿Pero quién y cómo define esa intolerancia?
La profesora Joanna Williams, de la Universidad de Kent, en el Sureste de Inglaterra, es la autora del libro «Libertad académica en la era de la conformidad: el miedo al conocimiento». Parte de la obra evoca su intento de estudiar literatura inglesa cuando tenía 19 años y se encontró con que todo iba de «feminismo, historicismo, posmodernismo, marxismo, estructuralismo y posestructuralismo». Cuando llegaron a la novela «Jane Eyre», le pidieron un ensayo explicándola desde «una perspectiva feminista». Su diagnóstico de lo que está ocurriendo es sencillo: «En lugar de fomentar la solidez intelectual para cuestionar y debatir, se está diciendo que las palabras pueden ejercer la violencia y deben ser censuradas».
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