Es la enésima muestra de hipocresía y acto de propaganda empleada por la izquierda, para los cuales, como en palabras de Alberto Garzón, "un delincuente no puede ser de izquierdas", hablando de corrupción. Pero es algo que forma parte de su "película", de su autoproclamada superioridad moral. Ellos son buenos, el resto malos, y quien no está con ellos es porque son malvados, egoístas y todos los atributos perversos que queramos añadir. Los hechos no importan, los medios que emplean o las consecuencias de sus ideas puestas en práctica, tampoco. Lo único que importa es la propaganda, el fantástico y demagógico cuento de mentiras reconfortantes (en lugar de verdades incómodas) repetida 100 millones de veces. Pero eso es lo que cala en las masas. No el fundamento real, sino el marketing. Pero esa es la percepción popular que se tiene del socialismo, aun cuando la argumentación teórica y práctica derrumbe dicho mito. Es la paradoja de preferir aquello que siempre fracasa, que nunca ha dado resultados, y que nunca alcanza las metas que promete.
Es tan simple como que es una cuestión de imagen y de constante propaganda, que cae en una comparación tramposa y falaz. La de comparar el socialismo ideal con el mundo real (o el capitalismo real por ejemplo) en un mundo que es (y no va a dejar de serlo) imperfecto. La comparación de una concepción ideal con una real es tramposa de inicio a fin. La comparación debe ser del mundo real (los resultados del capitalismo real por ejemplo) con los del socialismo real, o bien del socialismo ideal con el capitalismo ideal. El problema es que en ambas comparaciones de igualdad, el socialismo es inferior, pero obviamente lo es mucho más en el mundo real.
En este sentido, no importa que todo régimen socialista sea corrupto hasta la médula (Sudamérica hoy en día es el mejor ejemplo). El último ejemplo, el de Lula, expresidente de Brasil, idolatrado durante años y años por toda la izquierda patria, y del que el propio Errejón ve un honor comparar su partido a Podemos.
En el siguiente artículo Juan Rallo expone este nuevo acto de propaganda, mostrando cómo la corrupción no entiende de ideologías, sino del poder que des al político. Y cuanto más le des, cuanto más grande hagas al Estado y herramientas para hacer y deshacer des al político, tanto peor.
Artículo de su blog personal:
Luiz Inácio Lula da Silva ha sido uno de los mayores referentes de la izquierda global durante las últimas tres décadas: candidato a la presidencia de Brasil por el Partido de los Trabajadores desde 1989, presidente del país desde 2002 y creador, junto a Fidel Castro, del Foro de Sao Paulo en 1990 como plataforma política supranacional alternativa a una Unión Soviética en abierto desmoronamiento y que ya no iba a poder seguir desarrollando labores de apoyo organizativo y propagandístico para los partidos de izquierdas de la región. En suma, Lula ha sido uno de los pilares históricos en la reconstrucción de la hegemonía socialista dentro de Iberoamérica, acaso sólo comparable en relevancia al propio Castro y a Hugo Chávez.
De ahí la admiración cuasi reverencial que le ha rendido buena parte de la izquierda patria al político brasileño. Recordemos los parabienes que le regaló Pedro Sánchez desde Brasil hace justo un año, alabando la “buena política” que desarrolló desde su presidencia o, de manera mucho más significativa, las palabras de Íñigo Errejón vanagloriándose de que “Lula compara a Podemos con el comienzo del Partido de los Trabajadores. Un honor”. Mas, en última instancia, parece que Lula sólo era otro político hipercorrupto que utilizó los resortes del Estado para enriquecerse a costa de sus ciudadanos. No “un expresidente que gobernó para su gente y para un país más justo”, según expresó hace meses Pablo Iglesias, sino el capo de una mafia que ha empleado la gigantesca empresa estatal —sí, estatal— de Petrobras para desviar fondos públicos, pagar sobornos y amañar contratos en privativo lucro de una casta política en cuyo vértice se encontraba ese izquierdista ejemplar llamado Lula. Un esquema de explotación parasitaria de los ciudadanos que, por cierto, es calcado al de ese otro referente socialista iberoamericano que es la compañía estatal venezolana PDVSA.
Al final, debe de ser que la corrupción no entiende de ideologías políticas y que proclamas como las de Alberto Garzón —“para mí un delincuente no puede ser de izquierdas”— son sólo pura propaganda. La corrupción estatal, en cambio, sí está estrechamente vinculada al exceso de poder político: a la cantidad de recursos y de libertades personales que manejan arbitrariamente nuestros mandatarios. Si quiere menor corrupción, no ha de darle el poder absoluto a ningún político de izquierdas o de derechas: no debe dárselo a nadie. Al contrario de lo que predicaba el corrupto Lula acaso con interesado conocimiento de causa, no necesitamos más Estado, sino mucho menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario