Un interesante artículo sobre el nuevo tipo de censura del Estado moderno actual (socialismo democrático), en referencia al reciente caso del profesor Rallo en TVE, donde desmonta los típicos y falaces errores empleados.
Artículo de El replicador liberal:
Artículo de El replicador liberal:
En uno de sus muchos libros, el profesor Jesús Huerta de Soto, catedrático de la universidad Rey Juan Carlos de Madrid, afirma que el socialismo más popular en los tiempos modernos es el socialismo democrático. Dicho socialismo, continúa diciendo, «surge como una separación táctica del socialismo de tipo real». El socialismo real, de tipo soviético, se caracteriza por la gran extensión y profundidad con la que se ejerce la agresión institucionalizada sobre la acción humana individual. Según Huerta de Soto, el socialismo actual (de tercera vía, democrático) realiza en cambio una agresión centrada sobre todo en el área fiscal, con el deseo de igualar las oportunidades ciudadanas y los resultados del proceso social.
Así las cosas, la diferencia que existe entre un régimen comunista totalitario y una democracia socialista es una mera cuestión de grados. En el aspecto cualitativo no existe ninguna distinción. En los dos sistemas se agrede al ciudadano y se le priva de libertad. La censura que se ejerce en una tiranía de corte soviético merma considerablemente las facultades de los individuos, al imponerles una serie de obligaciones o mandatos que entran a valorar cada aspecto de su vida. La censura entonces se convierte en un arma atroz sumamente destructiva. El régimen elimina a todos aquellos que osan poner en duda las decisiones de la camarilla de líderes fanáticos. Se cometen todo tipo de tropelías. Se construyen campos de concentración para recluir a las personas ajenas al régimen. Y a los más incómodos se les asesina, sin ningún tipo de miramiento. Se organizan aquelarres que sirven para quemar los libros que podrían despertar el instinto rebelde de los súbditos. Se cortan lenguas y se pinzan ojos, para condenar la imprudencia de aquellos que querrían cuestionar las decisiones de la casta oligárquica. Se viola a las mujeres y a las niñas para demostrar ante todos quien es el que manda, y también por puro placer, porque en una sociedad envilecida ya no se respeta nada, los facinerosos y los esquizofrénicos campan a sus anchas, y son condecorados con insignias al valor y a la lealtad por actos que, en otras circunstancias, les llevarían directamente a la cárcel.
Afortunadamente, la sociedad occidental de hoy en día ha abandonado definitivamente todas esas prácticas represivas. No obstante, no por ello se ha dejado de agredir y censurar a los ciudadanos. Lo único que se ha hecho es rebajar el grado de manipulación, tornando ésta un poco menos ominosa. Como explica Huerta de Soto, la violencia actual es de tipo fiscal, lo cual implica también una grave incursión en la vida privada de las personas. La censura hodierna consiste en privarnos de la mitad de nuestros recursos, mediante extracciones fiscales que sirven para engordar cada vez más la maquinaria burocrática que acomete esas sangrías. La censura que existe hoy en día en los países civilizados ha abandonado definitivamente la construcción de campos de concentración, pero se dedica ahora a levantar todo tipo de entramados políticos, que también condenan al hombre a una vida de menor calidad, más limitada. Es preciso que analicemos estas nuevas formas de gobierno.
El totalitarismo edulcorado, o socialismo democrático, opera actualmente a través de varias vías coincidentes. Primero te quita una parte considerable de los beneficios que obtienes trabajando, y los utiliza para construir una infraestructura de poder. A continuación, reviste estas obras con trajes de seda, con la idea de seguir engañando al contribuyente, para que parezca que todo se hace con el objeto de promover la justicia y la libertad. Y una vez montado todo el chiringuito, el político se encastilla cómodamente en su palacete, y se reserva el derecho de admisión. Solo deja pasar a aquellos que demuestran que son afines al régimen. Solo unos pocos serán beneficiados por los privilegios que conceden las máximas autoridades. Los demás son expulsados o ninguneados. Pero como esto no tiene que parecer injusto, se maquilla con todo tipo de disculpas. Una de las más frecuentes afirma que los liberales (los adversarios del régimen) no creen en el sistema que los políticos han implantado, y que por tanto tampoco tienen derecho de uso. Es decir, primero se les roba, y cuando las víctimas intentan resarcirse, utilizando alguna de las cosas que se han construido a su costa, el ladrón de guante blanco responde diciendo que la víctima, como se quejó al ser expropiada por la fuerza, ahora tampoco tiene derecho a disfrutar o reclamar los bienes que el recaudador ha obtenido con ese dinero retraído. El ciudadano sufre una doble vejación. No solo le hurtan el dinero, también le impiden recuperar una parte de su capital, aunque sea a través del uso de los bienes que le han expropiado.
Lo que se acaba de describir más arriba es justamente lo que ha pasado con la persona de Juan Ramón Rallo. El profesor y doctor en economía fue expulsado y se le rescindió el contrato que mantenía con RTE, solo un día después de su primera aparición, y tras la petición de UGT de que fuese eliminado de la parrilla del programa de la mañana, donde tenía un espacio en el que hablaba y ofrecía sus recomendaciones económicas. Esta circunstancia es realmente grave. Es una confirmación de las ideas que Huerta de Soto expone en las citas que se han añadido más arriba. El comunismo soviético no ha dejado de existir, sigue inserto en las instituciones, únicamente ha adoptado otro nombre y otro rostro, gracias a los cuales puede continuar limitando la libertad de los ciudadanos. Ahora es quizás más peligroso de lo que lo era antes, ya que actúa de manera velada, sin producir demasiado escándalo, con la anuencia de las mayorías. Tal vez sea por eso que el sindicato UGT no se preocupa por ocultar lo más mínimo su naturaleza censora. Los tiranos que manejan los hilos que sostienen al país se mueven holgadamente entre bambalinas, ocultos bajo el velo especioso de la democracia.
Los sátrapas modernos se justifican diciendo que ellos representan la verdadera libertad. Pero son incapaces de distinguir el prestigio y la tradición intelectual de la Escuela Austriaca de Economía (a la que pertenece Rallo). Confunden a los adeptos de esta escuela con esos infieles a los que ellos califican de derecha fascistoide. Sumidos en esa falsa identificación, solo alcanzan a diferenciar dos categorías básicas: la derecha y la izquierda, y ahogados en su propia ideología solo aciertan a distinguir una razón: la razón totalitaria que inspira al censor. Afirman que el Instituto Juan de Mariana es poco menos que una secta, compuesta por un pequeño grupo de economistas facinerosos que se reúnen con cierta frecuencia en una sede cerrada a cal y canto. Al hablar así del instituto en cuestión demuestran no tener ni idea de las ideas que están detrás de esta institución. La Escuela Austriaca de Economía no es una escuela de economistas, y tampoco está compuesta por adoradores o simpatizantes de Satán. La escuela austriaca es una escuela interdisciplinar, con una raigambre de siglos, que se asienta en principios filosóficos y científicos muy sólidos, principios que la clase de mandatarios que tenemos al frente del gobierno apenas sabe que existen.
El Estado mantiene la televisión pública gracias en parte al trabajo que realiza Juan Ramón, ya que la única manera que tiene el político de conseguir inversiones es extrayendo dinero de los bolsillos de todos los ciudadanos. A Juan Ramón se le priva de su dinero, y en cierta medida también se le está censurando, pues el dinero sirve para realizar aquellas cosas que uno quiere hacer, y Juan Ramón lo que quiere hacer es escribir artículos, es decir, que le dejen expresarse. Por tanto, los socialistas están cometiendo aquí una primera censura. Pero no les basta con esto. Cuando Juan Ramón consigue acceder de milagro a un medio de comunicación público, cuya construcción ha salido en parte de su bolsillo, y en parte del bolsillo de muchos otros, que desearían verle también en la televisión, los censores del medio en cuestión salen al paso afirmando que Juan Ramón no puede hacer uso de unas instalaciones en las que no cree, y vuelven a censurarle.
Se suele acusar a los liberales de falta de coherencia por acudir a medios de comunicación públicos para criticar todo lo que tenga que ver con el Estado, o por ejercer en una universidad estatal impartiendo asignaturas que avalan y defienden el sistema capitalista y la privatización, o por cobrar subvenciones y subsidios que luego no dudan en denunciar sin paliativos. Y también se suelen comparar estas denuncias con esa otra acusación que hacen los propios liberales cuando critican a los socialistas por usar los servicios que ofrecen las empresas privadas. Sin embargo, hay una diferencia radical entre un liberal que usa los medios públicos (por ejemplo, Juan Ramón Rallo en la TVE, y Jesús Huerta de Soto en la universidad estatal) y un socialista que usa los servicios y los productos que venden las empresas privadas. El liberal se ve obligado a utilizar los servicios monopolísticos que ofrece el Estado, los cuales tienden a copar todo el ecosistema productivo. En cambio, el socialista decide voluntariamente acudir a las empresas privadas, después de criticarlas con fervor y con desdén, y de desear su cierre. Al primero le obligan; no le queda otra alternativa. El segundo, sin embargo, no actúa en ningún caso bajo coacción. El capitalismo le ofrece muchas más alternativas, y él decide lo que quiere hacer. Por tanto, el incoherente siempre es el socialista, ya que el liberal no tiene otra opción, es obligado a actuar de ese modo. Sus acciones no revelan ninguna contradicción interna, porque no son del todo voluntarias, no son suyas. El socialista no puede acusar al liberal de incoherente por usar unos medios públicos que el propio socialista se ha encargado de imponer, asegurándose de que sean casi los únicos que se ofrezcan. La televisión pública tiene una gran difusión. El socialista se ha asegurado personalmente de que eso sea así. Y desde luego no acepta que se discuta su existencia y su preeminencia. Al liberal no le queda otra alternativa, para ser escuchado igual que los demás, que acudir a esas cadenas estatales. Pero entonces el socialista sale diciendo que el liberal es incoherente porque no compagina sus acciones con sus afirmaciones, y acude a unos medios en los que no cree, que desearía eliminar. Cabría entonces preguntarse: ¿muestran incoherencia los cristianos que son obligados a convertirse al islam bajo amenaza de muerte y luego, en la intimidad, siguen rezando al Dios en el que siempre han creído? Desde luego que no. Más bien, son las víctimas propiciatorias del fanatismo. Pues bien, con el socialismo pasa algo parecido. La sociedad colectivizada que desean los socialistas es, de uno u otro modo, una sociedad coercitiva, donde no queda más alternativa que seguir los preceptos del líder supremo o del grupo de leales y palmeros que le hacen el pasillo. ¿Podemos acusar a aquellos que son conminados a actuar como quieren esos líderes de falta de coherencia por defenderse de ellos y por criticar las imposiciones a las que se ven sometidos? ¿Podemos criticarles porque utilicen el aparato del Estado para solicitar su desmantelamiento? Me parece que no. La incoherencia reside más bien en aquellos que obligan a los demás a convertirse a su religión, como si esa conversión fuese real. Esa es la única incoherencia refutable, la de los liberticidas que luchan para crear una sociedad espuria, llena de ciudadanos sometidos, que no pueden actuar de manera honesta (con libertad).
Ricardo Manuel Rojas ha sabido resumir muy bien esa incoherencia explícita de los socialistas cuando ha dicho: “Me parece bien el argumento que se invoca para que Juan Ramón Rallo no pueda hablar en la TV pública. Pero con el mismo argumento ningún asqueroso político o burócrata debería tener acceso a un solo centavo producido por particulares. Si están dispuestos a negociar eso, yo firmo ahora.” Los políticos deberían tener presente, de una vez por todas, que la esfera pública a la que pertenecen ellos jamás se ha sostenido por sí misma. Los edificios públicos no son suyos, los pagan los contribuyentes, que son entidades privadas. Lo público, como tal, no tiene sostenimiento propio, tan solo es una excrecencia, una boca parasitaria, creada y convenida por algunos para mantenerse a costa de los demás. En el fondo, solo existen acciones privadas. Por tanto, ningún político puede reservarse el derecho de admisión. Si el político exige que, para ser coherentes, los hombres debemos subsistir consumiendo exclusivamente aquellos bienes que se fabrican gracias al sistema que defendemos, el propio político lo tiene verdaderamente crudo. Ningún parlamentario subsiste de esa manera. El Estado no produce nada; es un mero recaudador. Si el político afirma que Rallo no puede usar los medios de comunicación públicos, porque no cree en ellos, podemos decirle al político que esos medios han sido financiados con el dinero de Rallo, y que por tanto sí serian suyos. Aunque no crea en ellos, tiene todo el derecho a utilizarlos. Si no cree en ellos solo es porque se ha visto obligado a financiarlos.
El político nos roba el dinero, se construye un palacete magnífico con él, y no duda en denunciarnos si intentamos acceder a su mansión. Y, para más inri, afirma que nuestras intenciones son espurias, dice que caemos en contradicción si queremos usar esas instalaciones. Pero lo único contradictorio aquí es pensar que el político tiene potestad para reclamar la propiedad de un palacete que ha financiado con el dinero de todos los ciudadanos.
El político reclama la propiedad del dinero que ganan los demás, y también la de aquellos bienes que obtiene con ese dinero. El ciudadano debe pagar impuestos sin rechistar, y luego se debe abstener de usar como quiera los instrumentos públicos fabricados con ese dinero. Los políticos y los sindicalistas afirman que Rallo no puede usar una plataforma en la que no cree. Que si no cree en ella tampoco es suya. Pero esta afirmación es hipócrita y falsa. Los políticos son los mayores parásitos de todos. Además, una persona puede no creer en algo y sin embargo reclamar también su propiedad. Yo no creo que un ladrón se pueda construir una piscina con el dinero que me ha hurtado, y por la misma razón creeré que tengo todo el derecho del mundo a usar esa piscina, en el caso de que pueda hacerlo. El político piensa que esto es una contradicción, ya que él no se ve como un ladrón. Pero como quiera que sí lo es, la contradicción que adjudica a los demás se vuelve claramente en su contra. No podía ser de otra manera. Las incoherencias siempre son socialistas.
Miguel Servet acabó sus días quemado en una hoguera, ajusticiado por una macabra comitiva de protestantes, mientras sufría enormes dolores (los reformistas solían usar madera verde para que el fuego ardiese con más lentitud). Pero la sangre de su verdugo, y la de todos los verdugos que han venido después de él, ha seguido circulando por las venas, tal y como defendía el propio acusado. La verdad no se puede censurar. Aunque se mate al mensajero, el mensaje seguirá siendo el mismo. Lo único que puede hacer el sindicato de la UGT es defender una mentira, decirla mil veces para que la gente acabe tragándosela, y demostrar con ello su carácter ignominioso y su bajeza intelectual.
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