Artículo de Voz Pópuli:
Las elecciones de ayer, como todas las elecciones, sirven sobre todo para enmascarar la vigencia de una compleja oligarquía estatal que es quien realmente toma las decisiones que se nos hurta a los individuos y a nuestras agrupaciones voluntarias. Se nos dice con frecuencia que la democracia es el menos malo de los sistemas ya ensayados, y hasta puedo estar de acuerdo a grandes trazos. Pero eso no significa que no pueda existir un sistema mejor. Hoy la política que hacemos los libertarios, organizados ya en una treintena de países, es en realidad una “contrapolítica” orientada a ir un paso más allá de la democracia convencional y devolverle el poder a cada persona. Se nos plantea con frecuencia la dicotomía entre el gobierno de uno sobre todos (dictadura) y el gobierno de todos sobre cada uno (democracia), y afirmo que esa machacona reiteración obedece al interés de ocultarnos la tercera opción, una opción mejor: el gobierno de cada uno sobre cada uno.
Escribió Salvador de Madariaga que “la democracia es un medio pero el fin es la Libertad”, y no puedo estar más de acuerdo. La democracia es la mejor opción dentro del ya desgastado paradigma sociopolítico actual, sí, pero es insuficiente para las aspiraciones legítimas del individuo soberano de hoy, empoderado además por el cambio tecnológico. El rechazo generalizado a los partidos convencionales y a sus viejas ideologías —intervencionistas todas, con independencia de su color y de su estética— señala el anhelo apenas concretado de sustituir ese paradigma heredado por uno nuevo que responda mejor a los tiempos que corren. Un modelo de organización social basado en los acuerdos voluntarios y en la máxima descentralización posible de la toma de decisiones, que debe regresar a las personas, a la sociedad civil, acabando con su actual usurpación por la caduca jerarquía político-burocrática.
Pero, ¿cuál es el papel de la democracia en un modelo así? No creo que sea realista pensar en la completa eliminación del Estado como algo factible en las próximas generaciones, aunque sí como una orientación general hacia la que tender en el muy largo plazo, preparando el terreno para una fase de desarrollo de la humanidad en la que sea viable. Pienso, en cambio, en un sistema minarquista pero de verdad, donde el Estado sea realmente mínimo y apenas lo notemos, donde la inevitable carga fiscal para sostenerlo sea tan pequeña que ni siquiera valga la pena evadirla, y donde esté superada la injerencia estatal en nuestras libertades o en la cultura. Es obvio que en un sistema así, ese Estado mínimo debe estar controlado por la población de forma democrática, y no por una oligarquía como la actual.
Quiero, por tanto, una democracia profunda y de verdad, no la actual pantomima; pero la quiero al mismo tiempo limitada, muy limitada, tan limitada como el propio Estado ha de estarlo. No hay contradicción. Se trata de una democracia profunda, plena, sin partitocracia ni barreras de entrada, ni procesos alambicados para dejar fuera a los descontentos, ni umbrales electorales, ni dopaje financiero a los grandes… una democracia real. Pero se trata, a la vez, de una democracia estrictamente circunscrita a las poquísimas decisiones que, en esta fase de la humanidad, aún no se puede devolver a cada persona y por lo tanto siguen siendo colectivas. Por poner dos ejemplos: decidir si se sigue conduciendo por la izquierda o se pasa a conducir por la derecha, sería una decisión colectiva y debería adoptarse de forma estrictamente democrática; pero decidir el currículo o la lengua de una escuela es una decisión privada que adoptarán los propietarios de esa escuela en función de la demanda de sus clientes, es decir, los padres y madres de sus alumnos. Para la primera decisión, democracia plena sin manipulación. Para la segunda, y para la inmensa mayoría de las decisiones, el mecanismo legítimo no es la democracia porque sobraría toda injerencia estatal por más que la pretendiera el noventa por ciento de la población: el único legitimador real de cada decisión es el propietario de los bienes o derechos afectados. Cuando el Estado te expropia decisiones, te está expropiando indirectamente esos bienes o derechos y se los está apropiando él.
Sí, ayer asistimos una vez más a la “gran fiesta de la democracia”, cursilada que invariablemente repite algún comentarista cada vez que hay elecciones, y que siempre cosecha el merecido bostezo de cuantos no nos creemos ya esta tragicomedia. Fue un proceso rígido, acartonado, al alcance de muy pocos. Para los partidos pequeños, como el mío, es una heroicidad incluso lograr que se nos proclamen las candidaturas. Doy fe como testigo directo: la discriminación a los partidos no ungidos por el establishment da para escribir una de miedo o, mejor, un sainete. Una vez más ha estado casi todo predeterminado, esta vez con nuevos personajes en acción, morados y naranjas, para paliar el aburrimiento del respetable. Y durante cuatro años, los diversos electos, lejos de gestionar la democracia, la sustituirán. Es que esto ni es democracia ni es nada, pero la alternativa no es, como piden los supuestos regeneracionistas, establecer procedimientos telemáticos ni asamblearios para que todos decidan sobre lo tuyo. La alternativa es que sobre lo tuyo decidas tú. Y eso, prácticamente, sólo lo proponemos los libertarios. Pero ese nuevo modelo, que tan lejano puede parecer, es la tendencia que nos marcan los tiempos y la realidad tecnocultural. No somos soñadores sino pioneros, y cada día se nos une más gente, en todo el planeta, para desembarazarnos del Hiperestado asfixiante e insidioso que se cree nuestro padre y nuestro amo, pero que tan sólo es nuestro parásito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario