Artículo de Voz Pópuli:
Si hay algo preocupante en el actual galimatías parlamentario, además de la incertidumbre, es la certeza de que ningún agente político de todos cuantos han obtenido representación va a mover un dedo por la libertad individual. Y resulta muy inquietante comprobar, por ejemplo, que en el documento de acuerdo entre Ciudadanos y el PSOE la palabra “plan” o “planificación” aparezca 67 veces, al menos una vez por cada página. Mientras que la palabra “libertad” en singular aparece sólo cuatro veces; y en plural –que es bastante menos libertad-, cinco.
El problema no es ya que el liberalismo no pinte nada en el Parlamento, es que incluso la derecha ha desaparecido. Mientras en España el máximo exponente de esta rendición lo tenemos en Mariano Rajoy, aunque hay otros tanto o más culpables, en Inglaterra fue James Prior quien encarnó como pocos el perfil del falso político conservador. De él llegó a decir Thatcher que tras sus rasgos rudos, cabello cano y modales francos sólo había cálculo político, es decir, el entendimiento de que la tarea del conservador de finales del siglo XX, y también del liberal, era una elegante retirada ante el imparable avance de la izquierda. “La retirada como táctica es a veces necesaria; pero la retirada como política permanente mina el alma”, escribió la “dama de hierro” refiriéndose a ese paso atrás permanente con el que los calculadores renuncian a sus ideas para asegurar su carrera. Margaret Thatcher murió y quedaron los Prior de este mundo.
Los personajes como James Prior han sido una auténtica tragedia. Detrás de ellos, o gracias a ellos, además de la corrupción, se ha consolidado el concepto de la centralidad política, que por fuerza, para ser compatible con el creciente poder del Estado, debía inclinarse unos grados a la izquierda. Lo que ha terminado por hacernos ver como normal lo que es manifiestamente anormal: el Estado extendiendo sus tentáculos por todas partes y comprando votos a diestro y siniestro con el dinero de los contribuyentes.
Cierto es que las posturas maximalistas suelen generar más problemas que soluciones, entre ellos, la polarización de la política y el enconamiento sin salida. Es necesario encontrar puntos de equilibrio, lugares de encuentro en los que debatir y llegar a acuerdos que por fuerza llevarán implícitas transacciones. Pero para poder negociar desde una posición sólida es necesario tener convicciones y, lo que es más importante, que el adversario se tema lo peor: que esas convicciones sean verdaderas. Sólo así se puede ejercer el necesario contrapeso ante quienes desprecian las sociedades abiertas.
Hoy, la situación se ha degradado tanto que negarse a batirse en retirada, como hacen los Jim Prior de nuestro tiempo, no tiene que ver ya con convicciones conservadoras, ni siquiera liberales, sino con un intento desesperado de salvaguardar al individuo, a usted mismo, querido lector, del abuso administrativo, de ese ensañamiento contra la persona que ha sido legitimado so pretexto de garantizar presuntos derechos colectivos que convierten en papel mojado derechos naturales.
Luchar contra esa visión absolutista del Estado “protector”, que permite a quienes mandan arrogarse el derecho a violentar el ámbito privado sin medida, no es conservadurismo: es instinto de conservación. Una actitud infinitamente más humanitaria que cualquier socialismo de alta o baja intensidad. Y también más democrática, porque si bien la democracia permite a las mayorías constituir gobiernos, también marca líneas rojas que no deben ser traspasadas por el Poder. El fin, por elevado que parezca, nunca justifica los medios.
Buscar la manera de que haya más equidad, que nadie quede excluido, que todos los hombres y mujeres, independientemente de su procedencia, ideología o creencia, sean iguales ante la ley y tengan las mismas oportunidades, o impedir que nuestros semejantes vivan en la miseria o mueran de una dolencia para la que existe cura no tiene que llevar aparejada la rendición incondicional ante los sabios de Sion. Y menos cuando se equivocan al diagnosticar la enfermedad. Y es que nuestro mayor problema no es la globalización ni la revolución tecnológica ni la escasa formación, sino una libertad cada vez más residual, más llena de barreras, costes y trampas. Como afirmaba recientemente aquel ingeniero que, emigrado hace años a Alemania, intentó volver a España: “volví con la esperanza de quedarme. Pero lo de España es increíble. No es que no haya trabajo, es que no se puede trabajar”. Terrible revelación.
No es que la sociedad haya terminado desplazándose al centro izquierda: es que quienes desde hace tiempo acceden a la política provienen en su inmensa mayoría de las entrañas del Estado. Y el Estado es izquierda travestida de centralidad. De ahí que aforismos que en su día fueron pensados con un sentido mucho más comedido que el que hoy se les adjudica, como el acuñado por Oliver Wendell Holmes, que afirma que los impuestos son el precio de la civilización, hayan sido convertidos por los aprendices de brujo en apisonadoras de la libertad, y que la anormalidad haya pasado a ser normalidad y sobre ella pretenden pactar nuestros políticos haciéndonos creer que así son las cosas. Que puede haber reformas, pero que el Estado no se toca.
Demasiado tarde para dar un golpe de timón lo suficientemente profundo como para variar el rumbo. Atrincherados en la centralidad, los burócratas pueden hacer lo que les plazca. Incluso cambiar las leyes sin previo aviso, con nocturnidad y alevosía, en especial las que tienen que ver con los dineros. Hoy se pagan unos impuestos, mañana serán otros. Hoy se cotiza una cantidad, mañana otra. Según sople el viento. La centralidad vacía de convicciones a los individuos y los atornilla al corto plazo, al disfruta lo que puedas mientras puedas porque del mañana nada se sabe. No ahorres, no hagas proyectos, no arriesgues, no malgastes tus energías, sé oportunista, véndete al mejor postor. Y si nada de esto te funciona, sal corriendo.
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