Juan M. Blanco analiza la enorme brecha entre la realidad y la percepción que se da en torno al Covid, por qué se ha disparado la misma y a quién le interesa fomentar el miedo.
Artículo de Voz Pópuli:
Punto de vacunación.
La pandemia sanitaria finalizó en Europa y América del Norte, pero las sociedades siguen aferrándose a ella. Las muertes diarias por covid se dividen por diez, por veinte, hasta equipararse a otras enfermedades similares. Pero esta realidad no hace mella en una opinión pública que todavía confunde contagios con enfermedad y se rasga las vestiduras al detectar el virus en adolescentes que, como mucho, desarrollarán síntomas leves. El miedo impide comprender que, una vez vacunados los vulnerables, la circulación del virus no hace más que reforzar la inmunidad. La brecha entre realidad e imaginario es tan enorme, que ni el propio Hércules podría cerrarla.
Dio la clave, quizá sin pretenderlo, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias de España, Fernando Simón al declarar que las pandemias del futuro tendrán un impacto sanitario menor que la actual, pero su percepción social será igual o mayor. La gripe de 1918 causó una mortalidad 60 veces superior a la de la covid pero ésta ha tenido una repercusión social igual o mayor. Las epidemias podrán ser cada vez menos agresivas, pero se percibirán como crecientemente atroces. En definitiva, hoy lo fundamental para determinar la respuesta no es la gravedad de la pandemia sino cómo se percibe, no es la mortalidad que causa sino el miedo que genera. Lo relevante no es la realidad… sino cómo se la imagina la gente.
La pandemia de 1957, con una mortalidad comparable a la actual, no alteró la vida cotidiana ni desató el miedo; mucha gente apenas reparó en su existencia. Fue abordada eficazmente con medidas voluntarias, sin generar costes sociales. Ciertamente, la sociedad era muy distinta a la de hoy; los individuos menos vulnerables emocionalmente. Pero la diferencia fundamental estriba en los canales de difusión de la información. Si entonces dominaba la prensa de papel, hoy los responsables del constante flujo de noticias son las cadenas televisivas y las redes sociales, unos medios muy escorados hacia el pánico, hacia la psicosis colectiva, y dominados por ciertos grupos que parecen interesados en acrecentar esa brecha entre realidad y percepción.
Censura selectiva en las redes sociales
A pesar de dañar gravemente la economía, las restricciones a la movilidad incrementaron considerablemente las ventas de las grandes empresas tecnológicas, asentando así su posición dominante. Sus beneficios crecieron considerablemente en 2020: Google 162%, Facebook 94%, Microsoft 44%, Apple 110% o Amazon 220%. El índice de cotización bursátil NASDAQ, en el que predominan las tecnológicas, descendió al inicio de la pandemia pero se recuperó rápidamente, ascendiendo poco después hasta cotas históricas (gráfico 1).
Gráfico 1. Evolución del Índice NASDAQ-100
Ante este conflicto de intereses, la ética dictaba a estas empresas tomar una postura neutral pero, con el pretexto de combatir la información falsa (fake news), comenzaron a censurar sistemáticamente en sus redes sociales a quienes criticaban el alarmismo, a quienes defendían una postura no apocalíptica de la pandemia, a quienes proponían una vía alternativa a los confinamientos. Ejercieron así una influencia selectiva sobre la información, favoreciendo decisivamente a los difusores del miedo.
Las prohibiciones no afectaron únicamente a ciudadanos de a pie: con la excusa de defender la “verdadera ciencia”, censuraron también a destacados científicos, como los principales firmantes de la Declaración Great Barrington, los epidemiólogos Martin Kulldorf, (Harvard), Sunetra Gupta, (Oxford) o Jay Bhattacharya (Stanford). Su delito: proponer una estrategia para afrontar la pandemia que no contemplaba confinamientos sino medidas voluntarias con protección especial a los vulnerables, una línea que coincidía con los principios de salud pública vigentes hasta 2019. Tampoco pueden tacharse a sus propuestas de “no oficiales”, pues fueron seguidas, entre otros, por Suecia o el estado de Florida.
Precisamente, la censura por parte de Youtube (Google) de un vídeo en el que el gobernador de Florida, Ron DeSantis, realizaba una extensa entrevista a los científicos de Great Barrington, marca una de las cotas más elevadas del despropósito. Como la amenaza de censura desencadena una fuerte autocensura para evitar el cierre de la cuenta, las grandes tecnológicas contribuyeron a asfixiar el debate público sobre la pandemia, justo cuando más necesaria era la confrontación de ideas, ensanchando así la brecha entre realidad y percepción.
Televisiones y expertos agoreros
El medio televisivo, creador destacado de mitos en esta pandemia, descubrió hace tiempo que el miedo atrae masivamente espectadores. También comprobó su enorme capacidad para manipular al público porque el cerebro humano está programado para dudar de lo que oye... pero no de lo que ve. Así, la pequeña pantalla ofrece una engañosa sensación de adquirir conocimiento sin esfuerzo. Al contrario que el cine, la tele nunca advirtió al espectador que su contenido informativo posee un elevado componente de ficción: es una visión muy sesgada y descontextualizada de la realidad.
La pandemia impulsó el surgimiento de una nueva figura televisiva, el experto mediático agorero, personaje encargado de convertir la noticia más trivial en una instantánea de terror. Hace años, los expertos ofrecían públicamente un juicio ecuánime, alejado del amarillismo, del espectáculo. Evitaban hablar de lo que escapaba a su especialidad y tendían a tranquilizar al público ante cualquier suceso preocupante. El nuevo experto mediático no es ponderado sino histriónico, habla con ligereza de cualquier asunto y no se dirige al intelecto sino a los instintos.
Asustar al público, reclamar frívolamente el encierro de la población sin llegar siquiera a imaginar los complejísimos efectos sobre la salud física y mental de la gente, sobre su nivel de vida o sobre sus derechos y libertades, son actitudes que recuerdan esa figura que, con cierta sorna, José Ortega y Gasset denominó el “sabio-ignorante”, ese individuo que conoce “muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto”, ese sujeto que en los aspectos que desconoce toma “posiciones de ignorantísimo; pero las toma con energía y suficiencia”. Resulta poco prudente pontificar sobre la pandemia si, por ejemplo, se ignoran las nociones más básicas de estadística o de manejo de datos.
La intensa (auto)censura actual abrió un enorme campo de juego para el experto mediático: muchas mentes pensantes prefieren mantener silencio o hacer seguidismo, sumergiéndose de lleno en el pensamiento grupal. Pocos podrían imaginar el exagerado pavor que existe en los ambientes académicos al mero “qué dirán”.
Atrapados en las arenas movedizas
La opinión pública no es muy consciente de las arenas movedizas en las que nos hemos adentrado, del peligro que corren a la larga nuestros derechos básicos. A pesar de que los confinamientos han resultado ineficaces y causado grandes daños a la población, existe mucha presión para que las normas excepcionales se consoliden, se conviertan en ordinarias y sean de aplicación discrecional, como una soga que se aprieta o afloja a voluntad. La excepcionalidad tan prolongada ha favorecido el surgimiento de grupos de intereses, incluidas ciertas burocracias, que ejercen cada vez más influencia para enquistar la situación.
Con una mayoría aplaudiendo la supresión de derechos y libertades, la pandemia ha descubierto el flanco vulnerable de las democracias actuales: el pánico. En el futuro, cualquier enfermedad relativamente leve podrá ser amplificada por los medios hasta adquirir una percepción tan intensa, que mucha gente aclame el despotismo de los gobernantes. La distopía de Huxley, donde la población no se siente oprimida por la tiranía sino cómoda y aliviada, se torna más cercana que nunca. Pero también la de Orwell, porque quienes aplauden tales medidas no se conforman con encerrarse ellos en su casa… exigen que encierren a los demás.
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