Carlos Rodríguez Braun muestra la segunda de las falacias ampliamente extendida sobre empresa y política, referente a la creencia de que la empresa (el empresario) es la culpable de la crisis económica.
Artículo de Expansión:
Todas las crisis explotan el recurso al mejor amigo del hombre, que no es el perro sino el chivo expiatorio. La última no ha sido ninguna excepción. Como ya sucedió ampliamente en los años 1930, se echó la culpa al malvado mercado libre, al pérfido capitalismo y a la peor y más cruel de las sanguijuelas: la empresa.
La argumentación más extendida, en efecto, ha sido que la crisis se debió principalmente a la codicia de unos empresarios irresponsablemente obsequiados por el poder político y legislativo con una libertad excesiva.
Esto de la codicia es un viejo truco para demonizar a los empresarios. Ante todo, se convierte en vicio lo que en realidad es una virtud: intentar mejorar nuestra propia condición. ¿Por qué va a ser malo? Y, sobre todo, si no es malo que los trabajadores procuren ganar más, ¿por qué va a serlo en el caso de los empresarios? Si no hay violencia ni fraude, la búsqueda y el logro de un mayor beneficio para el capital es algo tan bueno, noble y provechoso como la búsqueda y el logro de un mayor salario.
El absurdo
Pero, además, recurrir a la codicia para explicar la crisis es absurdo: si las crisis se debieran a la existencia del vicio, viviríamos siempre en crisis. Asimismo, resulta entrañable que alguien pueda pensar seriamente que el pecado es sectorial, y que lo cometen los empresarios pero no los trabajadores. Aún más delirante, e implícita en esta demonización de los empresarios, es la fantasía de que la codicia es un atributo de los empresarios o en todo caso del mercado o el sector privado de la economía, como si no tuviéramos suficiente experiencia como para afirmar que algún papel cumple en la política y las Administraciones Públicas.
Posiblemente, el mayor desatino, relacionado con el punto que abordamos en el artículo anterior, es atribuir la crisis a una libertad económica excesiva. Esto nunca ha sido así, pero proclamarlo a raíz de la reciente crisis no resiste la menor contrastación con la realidad. Por un lado, como ya vimos, lejos de haber sido privatizados o desmantelados en beneficio de una supuestamente imparable expansión empresarial, los estados son más grandes que nunca. Y los impuestos, los gastos y la deuda pública alcanzan niveles históricos, en flagrante contradicción con un pretendido triunfo del liberalismo que sólo ha existido en la imaginación de la corrección política. La intervención, por fin, ha sido particularmente generalizada y profunda allí donde precisamente estalla la crisis: el dinero, la banca y las finanzas. En el caso concreto de nuestro país habría que añadir por supuesto el sector de la construcción, también ampliamente intervenido por la política y la legislación en todos los niveles de la Administración.
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