Sexta entrega de las falacias sobre Empresa y Política de Carlos Rodríguez Braun, en este caso sobre la asociación entre Estado y empresa (salvo a veces para aprovecharse mutuamente a expensas del público). Y es que obviamente, cuanto más distanciados estén uno de otro, tanto mejor para el bienestar de la sociedad (como igualmente ocurre entre Estado y religión).
Artículo de Expansión:
Esta imagen corporativista gusta mucho a numerosos políticos, en particular en nuestro país, que disfrutan fotografiándose con empresarios, montando con ellos instituciones y consejos variopintos, y simulando que están asociados con un mismo objetivo: el bienestar y la prosperidad de la ciudadanía. Esto, naturalmente, hasta que las medidas antiempresariales que toman esos políticos dan su resultado habitual y la economía entra en crisis; es entonces cuando las autoridades suelen comportarse como socios desleales y echarles a los empresarios la culpa de todas las desgracias, como vimos en el segundo artículo de esta serie.
Esta reacción del Estado, conforme a la cual son los propios políticos los que utilizan a los empresarios –sus negocios, sus beneficios, su libertad– como chivos expiatorios, ya sugiere que la asociación entre empresarios y políticos es una pura ilusión. Empezando por la muy elemental circunstancia de que los políticos ni aportan un capital propio ni, como acabamos de ver, soportan las pérdidas y los riesgos a que cualquier negocio está expuesto.
La empresa y el Estado, en suma, no son socios ni pueden serlo, salvo para aprovecharse mutuamente a expensas del público, como trataremos en un próximo artículo. Dejemos aquí constancia del recelo que conviene que susciten esos encuentros político-empresariales que son siempre tan celebrados por los gobernantes y muchos medios de comunicación, que no perciben que no es la connivencia entre ambos mundos lo que garantiza el bienestar de la comunidad sino, precisamente, su distanciamiento.
En efecto, el crecimiento económico deriva del esfuerzo de los empresarios en competir para servir al público bienes y servicios buenos y baratos. La mejor forma en que el Estado puede contribuir a ese esfuerzo es obstaculizándolo lo menos posible. Por desgracia, no es eso lo que suele ocurrir.
Si los políticos pueden ganar imagen presentándose como socios de los empresarios, también éstos pueden beneficiarse de la intervención pública. Sin embargo, si ésta adopta la forma de obstrucciones a la competencia, o reparto más o menos arbitrario de dinero público, la comunidad se ve, en consecuencia, perjudicada.
La misma cautela debería presidir la reacción ante consignas muy populares y formas supuestamente benéficas como la colaboración público-privada. Esta idea es engañosa, porque no puede una empresa en competencia colaborar con quien tiene la capacidad de fijarle arbitrariamente las reglas y cambiárselas, o hacerle progresar violando la competencia o usurpando recursos ajenos.
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