martes, 9 de febrero de 2021

Los impuestos y el precio de vivir en una sociedad civilizada

Juan J. Gutierrez analiza la cuestión de los impuestos y los argumentos que esgrimen los defensores de crecientes impuestos, de su justificación y de la persecución y acusación de quienes intentan protegerse de los infiernos fiscales. 

Artículo de Disidentia:

Cada vez es más frecuente encontrarse con la afirmación atribuida al juez norteamericano Oliver Wendell Holmes Jr. «taxes are what we pay for a civilized society / I like to pay taxes. With them, I buy Civilization». Quienes la citan ven en ella un argumento para desacreditar cualquier denuncia relacionada con la actividad impositiva y recaudatoria de la Administración, así que con el paso del tiempo la frase se ha convertido en un reduccionismo y una proclama ideológica para justificar el aumento de cargas tributarias de todo tipo. En la selva no hay impuestos, nos dicen. Hay servicios públicos como la sanidad, las infraestructuras y la educación que se deben financiar, añaden. Hay ricos que piden pagar más impuestos, apostillan. Y debate cerrado. Ya no se puede añadir nada más sin arriesgar una etiqueta insolidaria y tal vez algo más desagradable.

Los tributos son una creación de la organización política para financiar las necesidades colectivas. Hoy gravan la riqueza y las actividades humanas que constituyen indicios de riqueza, es decir, donde no hay riqueza no hay o no debiera haber tributos, por eso si usted no tiene nada o no ingresa nada o casi nada, nada tributa o nada debería tributar, aunque no se librará de la imposición indirecta. Como sucede con la deuda, los impuestos han sido y son objeto de debate con gran trascendencia histórica, como demuestra la Rivolta di Masaniello en el XVII o la Revolución Americana en el XVIII. Pero hoy la discusión no está en organizar revoluciones, cosa difícil si no es desde el propio Estado, sino en la tributación de quienes más riqueza e ingresos tienen o generan. Una discusión que algunos pretenden justificar en la desigualdad, pero que en verdad se explica por las necesidades para cubrir el gigantesco gasto público de la Administración y las cada vez más difíciles opciones de financiación exterior como consecuencia del sobreendeudamiento. Sabemos, aunque se oculte, que los servicios públicos y el gasto no se financian solo con impuestos, sino con deuda, que acaba antes o después convirtiéndose en más impuestos.

Si dejamos los siglos pasados y nos centramos en el actual, vemos que con las posibilidades que permite hoy internet para generar ingresos han aparecido nuevas cuestiones relacionadas con la imposición, aunque para centrar el tema también nos deberíamos preguntar por la fiscalidad cuando el Estado incumple sus deberes constitucionales en lo que a facilitar la generación de riqueza se refiere. Me explico: nuestra Constitución establece en su artículo 31 que «todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio; el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía». También señala en su artículo 40 que: «los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica. De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo». Los ideólogos de este nuevo mundo colectivizante se quedan con el artículo 31, defendiendo además que la confiscatoriedad no se alcanza nunca, y desmerecen el artículo 40. Les dirán que se trata de una norma programática que prescribe la persecución de un fin sin poner los medios y las condiciones para su realización. Es decir, que los gobiernos pueden constitucionalmente saquear y arruinar un país sin consecuencia alguna, salvo la de arriesgar su reelección. Dicen que la Unión Europea hoy nos protege de esto.

Esos mismos ideólogos, activistas de aquella cofradía balzaquiana de «lo que otro tiene en su bolsillo estaría mejor en el mío», dicen también que en el actual contexto digital la tributación se ha hecho muy injusta porque no hay modo de garantizar que se haga efectiva allí donde se produce la riqueza. Esta premisa es, como mínimo, dudosa, pues ni siquiera estamos en condiciones de afirmar tajantemente dónde se genera esa riqueza, aunque jurídicamente podamos hacer una ficción y concluir que una señora que se conecta a internet y sus seguidores son fundamentalmente de España, genera riqueza en España porque sus patrocinadores le pagan pensando en esa clientela. Pero igual resulta que sólo tres o cuatro seguidores de Estados Unidos le procuran más ingresos que doscientos mil españoles, o puede que el 65% sean de Hispanoamérica y entonces Colombia y México reclamen lo suyo.

Este asunto, ni es nuevo ni se va a resolver, pero las variables y discursos que emergen cada vez que la prensa le dedica espacio a este tema son los mismos. Hoy es una alegre muchachada, exitosa en la red, quien sufre un escarnio por decidir deslocalizarse hacia Andorra y evitar así tipos impositivos claramente confiscatorios por mucho que nuestra jurisprudencia diga lo contrario; hace unos años la Presidente del Comité de Asuntos Públicos del Parlamento británico, reprochaba a la multinacional Starbucks que su planificación fiscal era inmoral, y mañana alguien alzará la voz de nuevo contra los Países Bajos por ser un «Tax friendly country». Es decir, que usted debe ver comprometidas sus decisiones de movilidad por cuestiones tributarias o de solidaridad, y por muy extraño que le parezca, se lo exigen los mismos que miran hacia otro lado cuando de los regímenes especiales de Navarra y el País Vasco hablamos; también debe tener cargo de conciencia por ordenar sus asuntos como mejor le interesan a usted y no al fisco, o criticar la soberanía de los Estados que no incurren en un uso temerario de las finanzas públicas y se pueden permitir tipos impositivos bajos para que sus empresas sean más competitivas e innovadoras, dando cumplimiento a esa cláusula constitucional referida a la promoción de las condiciones favorables para el progreso social y económico.

Los impuestos no son el precio de vivir en una sociedad civilizada, cada vez son más el precio de mantener una estructura administrativa ineficaz, ineficiente y rara vez útil para los intereses generales, además de una progresiva amenaza para las libertades individuales. De ahí que otro juez norteamericano, Learned Hand, seguramente uno de los más prestigiosos y afamados, nos recuerde que no tiene nada de siniestro que los ciudadanos dispongan sus asuntos de modo que consigan pagar lo menos posible en impuestos. Nadie tiene el deber de pagar más de lo que la ley exige, pues los impuestos son exacciones exigidas, no aportaciones voluntarias. Condicionar la libertad de movimientos o pedir en nombre de la moral, el interés general, el bien común o el interés público es pura hipocresía. Pedir a alguien que se quede a residir donde más le conviene a la Administración y no a uno mismo ya nos adentra en una especie de nuevo Muro de Berlín, y aquello sí que era inmoral.

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