Juan Ramón Rallo analiza la década perdida de Europa (2006-2015), los problemas de fondo que le hacen perder su potencial y lo que hay que hacer para salir de esa situación.
A su vez, el artículo recoge un análisis muy breve de tres preocupaciones y problemas en Europa que suponen una amenaza exterior, los costes económicos que acarrea la incertidumbre política que suponen una amenaza interior junto con el nuevo incumplimiento del déficit y la irresponsabilidad de todos los partidos políticos de peso en este sentido.
La Eurozona creció en 2015 un mediocre 1,5%. Una expansión que, para más inri, oculta importantes disparidades internas: mientras que Irlanda está prosperando a tasas cercanas al 7% y España a unas superiores al 3%, Finlandia decrece un 0,2% y la Grecia syriziana se hunde un 1,9%. El resto de países, por su parte, se encuentran en una situación cercana al estancamiento: Italia, Francia, Alemania, Austria, Holanda o Portugal apenas aumentan su actividad en torno al 1%.
Tomando algo más de perspectiva, ya podemos hablar sin ambages de “la década perdida de Europa”: entre 2006 y 2015, el PIB de la Unión Europea apenas se incrementó un 5,8%, lo que equivale a una media del 0,55% anual. Todavía peores registros ha marcado la Eurozona: durante ese mismo período, se expandió un 3,7%, esto es, una media anual del 0,35%.
Evidentemente, los grandes perdedores de esta década perdida han sido los países más afectados por la crisis: el PIB griego ha descendido más de un 25% desde 2006, el italiano un 7%, el luso un 3% y el español ha permanecido básicamente plano. Mas no pensemos que el resto de sociedades europeas menos expuestas a la Gran Recesión han sobrellevado el último decenio de un modo sobresaliente: las socialdemocracias nórdicas de Finlandia y Dinamarca han decrecido varias décimas desde 2006, Francia y Holanda se ha expandido poco más del 5%, Bélgica y Austria lo han hecho apenas por encima del 8%, y Alemania y Reino Unido se han quedado en un 10%.
Nada de lo que enorgullecerse. Comparemos, si no, el modesto crecimiento del 3,7% experimentado por la Eurozona durante los últimos diez años con la expansión disfrutada por las cinco economías más libres del mundo durante en ese mismo período: Suiza ha crecido un 16%, Nueva Zelanda un 19%, Australia un 27%, Hong Kong un 30% y Singapur un 53%. Incluso EEUU, un área económica tan grande como la Eurozona pero marginalmente más libre, ha incrementado su PIB más de un 12% a pesar de los rigores de la crisis.
En otras palabras, aunque la principal causa de esta década pérdida para Europa sea el estallido de la crisis, no deberíamos imputarle toda responsabilidad a la misma. Otras economías que también se han visto expuestas directamente a la Gran Recesión (por ejemplo, EEUU o Suiza) han crecido entre tres y cuatro veces más que la Eurozona; y aquellas que se han visto menos afectadas lo han hecho hasta doce veces más.
Por consiguiente, más allá del contexto depresivo, deberíamos plantearnos si Europa no padece otros problemas más de fondo que le impiden desplegar todo su potencial. Y la respuesta es un rotundo sí: el Viejo Continente se ha esclerotizado en un cenagal de endeudamiento, impuestos, gasto público y regulaciones estatales. La enorme deuda pública y privada absorbe su escaso volumen de ahorro interno; los impuestos y el gasto público fagocitan la renta de los ciudadanos, distribuyéndola según los caprichos de burócratas y lobbies extractivos; y las regulaciones estatales maniatan la creatividad de sus ciudadanos para crear riqueza innovando y emprendiendo.
Si no queremos que Europa emule a Japón y añada otra década perdida a su historia, deberíamos replantearnos inmediatamente nuestro modelo estatalizado de crecimiento: lejos de aspirar a reforzar los controles de los políticos sobre los ciudadanos, tendríamos que empezar a eliminarnos. Lo que hizo a Europa rica fue su libertad económica: exactamente lo mismo que podría rescatarla en estos momentos.
La amenaza exterior
La intensa caída de las bolsas europeas durante la última semana responde a las dudas que sobrevuelan sobre el sistema financiero de algunos de nuestros socios. En primer lugar, la banca italiana acumula una morosidad superior a los 200.000 millones de euros, lo que ha llevado al primer ministro Renzi a plantear la creación de un “banco malo” con la que sanearla a costa del dinero de sus contribuyentes. En segundo lugar, las entidades helenas se hallan expuestas de nuevo a la inestabilidad política del país: Tsipras está a punto de perder su mayoría parlamentaria, lo que dificultaría la aprobación de las reformas exigidas por la Troika en su tercer rescate y, de este modo, la permanencia de Grecia en el euro. Y, por último, la propia joya de la corona alemana, el Deutsche Bank, podría estar experimentando grandes problemas de solvencia como consecuencia de una mala política de inversiones y de las altas indemnizaciones a las que está siendo condenado por los tribunales. Un negro panorama en un momento de tensiones financieras globales.
La amenaza interior
Cada vez son más las voces que alertan de los elevados costes económicos que acarrea para España su incertidumbre política. La última ha sido la del servicio de estudios del BBVA, que ha cuantificado el agujero en alrededor de 6.000 millones de euros, esto es, el 0,5% del PIB. Todavía peor: si la actual situación se prolongara otros seis meses, el coste terminaría superando los 21.000 millones de euros entre 2016 y 2017. En términos de puestos de trabajo perdidos, la cifra podría superar los 320.000. No se trata, por consiguiente, de una factura despreciable: en especial si, como afirman desde el BBVA, los anteriores guarismos se refieren únicamente al coste debido a la incertidumbre política. No están computando, pues, las consecuencias económicas que conllevaría una agenda política activistamente intervencionista: esto es, subidas de impuestos, aumento del déficit público o derogación de la reforma laboral. En un contexto internacional tan complicado como el actual, resulta completamente irresponsable que nuestros políticos sigan anteponiendo sus ambiciones personales y sus dogmas ideológicos a las necesidades reales del país.
A costa del contribuyente
La incertidumbre política no es el único de los problemas económicos que padece España. Según confesión del propio gobierno, nuestro país incumplió nuevamente su compromiso de déficit en 2015: en lugar de cerrar en el 4,2% del PIB, lo haremos como mínimo en el 4,5%. De este modo, llevaremos desde 2009 encadenando déficits públicos por encima de los compromisos asumidos con Bruselas. No hemos cumplido ni un solo año. Y lo peor de todo no la incapacidad de nuestros políticos para cuadrar de una vez el presupuesto, sino su absoluto desinterés por hacerlo. No en vano, la reacción de PSOE, Ciudadanos o Podemos ante este nuevo fracaso del PP no ha sido la de afearle al Ejecutivo su escasa diligencia, sino exigir a la Comisión Europea una renegociación de los objetivos de déficit para que España pueda volver a incumplir impunemente durante éste y los próximos ejercicios. Dicho de otro modo: ninguno de nuestros políticos apuesta por el equilibrio presupuestario. Todos desean mantener un Estado hipertrofiado a costa de seguir endeudando a los españoles.
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