Artículo de Voz Pópuli:
El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, junto a Rita Barberá y Alberto Fabra - Foto EFE
21 de septiembre de 1981, Alonso Puerta, teniente de alcalde del Ayuntamiento de Madrid denuncia que dos concejales de su partido, el PSOE, “cobran comisiones por la concesión de la contrata de basura”. El marchoso alcalde, Enrique Tierno Galván, le responde, con su proverbial retranca: “Sosiéguese, Puerta, y recapacite; se diría que ha desayunado tigre”. Ni se interesó por las pruebas ni preguntó detalles. Muy al contrario, visiblemente molesto, manifestó su desdén por la insólita salida de tono: todos en el consistorio sabían muy bien que las comisiones ilegales por adjudicación de contratas, o por recalificación del suelo, formaban ya parte del negociado habitual de los ayuntamientos. Y conocían el acuerdo tácito entre partidos para repartirse alícuotamente las mordidas: salvo disputas o enconamientos personales, no habría denuncias desde el interior de las instituciones. Lógicamente, Puerta fue expulsado del partido. Y los comisionistas y sus mentores alcanzaron estupendos cargos en la política autonómica y nacional. De hecho, alguno va todavía por ahí dando lecciones de ética.
Una corrupción mucho más sofisticada
Uno de los “grandes logros” de la Transición fue reemplazar el tradicional método de corruptela individual por un “moderno” sistema de corrupción organizada… por los partidos. Tal invento consistía básicamente en separar en el espacio, incluso, en el tiempo, la prevaricación del cohecho. La concesión del favor y el cobro de la correspondiente comisión se llevarían a cabo por personas distintas y, además, en diferido. El dinero fluiría hacia los partidos a través de enrevesados vericuetos. Así, una tupida red de complejas tramas se propagó a lo largo y ancho de España, afectando a todas las instituciones, a todos los cargos, del Rey al concejal, y del concejal al empresario. Y durante mucho tiempo sólo salieron a la luz un puñado de casos, siempre de manera fortuita o a causa de cuitas personales.
Para favorecer el opíparo banquete, los partidos fueron eliminando controles, desactivando contrapesos y domesticando a la prensa... con dinero o favores. Se pavimentó así el atajo hacia un sistema clientelar, de intercambio de favores, un entorno donde las reglas del juego se desvirtuaron por completo y las líneas rojas se difuminaron. Nació un régimen marcado por el capricho y la arbitrariedad de los jefes de partido, donde las instituciones eran meros decorados. Y pronto, buena parte del dinero malversado, que debía financiar a los partidos, comenzó a desviarse hacia las cuentas particulares de influyentes políticos.
El colosal latrocinio requería la connivencia de importantes empresarios que, con el pago de comisiones, o la promesa de un sillón en el consejo de administración al político de turno, conseguían ventajosos contratos públicos o una legislación favorable. Surgió así una élite económica retrógrada y extractiva. Para entonces, no era ya que el sistema fuera corrupto; es que la corrupción era el sistema. Que a Esperanza Aguirre no le conste que el PP de Madrid se haya financiado ilegalmente recuerda demasiado a Tierno Galván y el resto de concejales mostrándose sordos y ciegos ante unas comisiones que nadie podía mencionar so pena de expulsión fulminante. Lo difícil es citar un partido que, en alguna Comunidad o ayuntamiento, no se haya financiado vendiendo favores a cambio de comisiones. Cuidado con caer en la trampa de creer que el sistema responde adecuadamente: si en los últimos años ha aflorado tanta podredumbre no ha sido fruto de una justicia súbitamente diligente o de una política más transparente, sino consecuencia de encarnizadas luchas entre facciones en pos de unos recursos que la crisis redujo de forma drástica.
Corrupción y ley del silencio
Para entender las peculiares reacciones de los partidos ante los escándalos de corrupción hay que considerar la naturaleza del sistema corrupto y las relaciones de chantaje que allí se establecen. Imaginen la posición de un afectado por escándalo: sabe que no se ha corrompido de forma solitaria y aislada sino que es una pieza más en un entramado donde nadie es inocente y en el que todos cooperan en mayor o menor medida. Un entorno donde corruptos y corruptores quedan unidos por un vínculo de sangre, por un pasado que ninguno quiere que aflore. Si se pone en el disparadero a quien ha sido pillado infraganti, acabarían apareciendo los nombres de otro muchos personajes. Mejor que el implicado no cante.
Los partidos siempre prometen en público que apartarán a los corruptos. Pero, debido a la generalizada complicidad, este asunto no es tan sencillo. La decisión acaba siendo discrecional, dependerá del resultado de sopesar los costes del escándalo con los beneficios de proteger al corrupto. El partido debe elegir entre sacar pecho de cara a la galería o evitar que el imputado cante La Traviata. Le abandonarán a su suerte, o no, dependiendo de las fichas del juego que haya acumulado, de esas pruebas incriminatorias que todos guardan para utilizar, llegado el caso, como seguro de vida. Aquellos que tengan en su arsenal auténticas bombas de racimo podrán incluso librarse de la justicia, al beneficiarse de esa influencia que el poder político tiene sobre fiscalía y judicatura. Difícilmente veremos ante los jueces, por ejemplo, a José Bono, o a Soraya Saénz de Santamaría, ni a otros que hayan tenido el control de los servicios secretos.
También podría ser el caso de Rita Barberá, que lleva años ocupando una posición privilegiada en el Partido Popular de la Comunidad Valenciana, lo que le permitiría conocer en profundidad el latrocinio cometido por su partido en una región donde se ha robado a placer. Mariano Rajoy haría cualquier cosa antes que incitarla a convertirse en "Rita la cantaora", la mujer capaz de recitar, para regocijo de sus rivales políticos, los pormenores de un expolio escandaloso. Desgraciadamente, los recién llegados a la administración valenciana tampoco hacen ascos a la costumbre de enchufar a sus partidarios, gastar a manos llenas con rimbombantes objetivos, pero con el fin último de comprar voluntades y obtener buenos réditos. Sin ir más lejos, el líder de Compromís, Joan Baldoví, ha expresado su deseo de entrar en el gobierno y ocupar la cartera de Fomento. El amigo Joan no tiene un pelo de tonto, ¡es enorme el enjambre de moscas y moscones atraídos por las suculentas comisiones que proporciona la obra pública!
Más allá de unas siglas
Y es que, en España, la corrupción no es cuestión de nombres propios, ni siquiera de siglas, por más que tal reduccionismo resulte muy útil a la hora de polarizar a la opinión pública y obtener réditos políticos. Se encuentra imbricada en el sistema, en sus nefastas reglas informales. Y en esta funesta organización institucional, propia del sistema de acceso restringido, donde un reducido número de agentes y grupos de intereses controlan la economía y la política. La corrupción sistémica constituye un perverso equilibrio de expectativas tan robusto que es inmune a cualquier cambio parcial o incremental. Sólo con reformas profundas, radicales y masivas es posible vencer la poderosa inercia y transformar las expectativas de la gente. Son necesarias señales poderosas e inequívocas que convenzan a todos de que el futuro será muy distinto; que, aprendida la lección, nos encaminamos a un sistema de libre acceso con instituciones objetivas y neutrales, con controles y contrapesos, con mecanismos de selección basados en el mérito, el esfuerzo y el talento. Este es el debate que se echa de menos; no el cotilleo, las negociaciones sobre el reparto de la tarta que tanto ocupa y preocupa a políticos, informadores e "intelectuales".
Por más que a las fuerzas vivas les resulte molesto escucharlo, en España la Corrupción es la naturaleza del Régimen; su ethos y su pathos. Una realidad que mantiene en barbecho cualquier esperanza de prosperidad futura. La imagen de caciques repartiendo dinero negro no es más que la metáfora hiriente de un país que no funciona. Ni estamos malditos, ni debemos abjurar de nuestro ADN o nuestro sustrato cultural. Pero nuestra historia ha dejado pasar demasiadas oportunidades de auténtica reforma. De nosotros depende no desaprovechar el momento propicio que, de nuevo, nos brinda el destino.
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