Carlos Rodríguez Braun analiza los continuos y recurrentes avisos de alarma políticamente correctos que se realizan utilizando la economía, cayendo continuamente en un problema de simplificación y tópicos, como el llevado a cabo en este caso por Santos Juliá.
Artículo de su blog personal:
La corrección política gusta de dar avisos de alarma utilizando la economía. El problema estriba en las simplificaciones que tan a menudo se cometen con dicha utilización. Un aviso clásico trata de enlazar las perturbaciones económicas con catástrofes políticas. En los últimos tiempos se ha hablado con frecuencia de la crisis económica como generadora o propiciadora del crecimiento de alternativas políticas radicales de izquierdas y de derechas, que amenazan la democracia y la paz.
El premio Nobel Robert Shiller animó a los gobiernos a gastar más, aduciendo que la desesperación y el descontento de los años 1930 dieron lugar al auge de Hitler y Mussolini.
Para superar el pesimismo, Shiller avisa sobre la necesidad de una política de mayor gasto para reanimar no sólo la economía sino también la sociedad, y realiza afirmaciones empíricas convencionales pero más que dudosas, como esta clásica: “la recuperación sólo llegó con el enorme estímulo económico de la Segunda Guerra Mundial”. Las cifras no avalan el diagnóstico, porque las economías experimentaron un gran gasto durante la Guerra y antes también, con las políticas expansivas emprendidas en varios países, y sin embargo la recuperación no alcanzó un fuerte dinamismo hasta que la guerra terminó.
Con la vista puesta en España, el profesor Santos Juliá, como el premio Nobel de Economía que acabamos de mencionar, también está apesadumbrado y rodeado de tópicos. A su juicio, el problema de España es “la trama perversa de poder y dinero, de política y mercado”, que animó la corrupción y “acabó por inundarlo todo con la llegada de los neoliberales al poder. Los cantos a la eficiencia de los mercados y la irresponsable convicción de que el crecimiento del capital, liberado de regulaciones estatales, sería perpetuo, se sumaron al desprecio de todo lo público en una desbocada carrera hacia la privatización de los bienes comunes”.
Es una bonita síntesis del pensamiento único: contundente en su expresión y carente de rigor empírico, porque transmite la idea de la desaparición del Estado en tanto que regulador y gastador. La realidad ha sido justo la contraria. La definición de “neoliberales” es bastante elástica, porque a partir de los años 1980 fueron calificados con esa etiqueta prácticamente todos, desde Reagan y Thatcher hasta Menem o Felipe González, pasando por Aznar o Zapatero. Con sus obvias diferencias, el resultado práctico y medible de sus políticas “neoliberales” fue el opuesto a lo que el liberalismo propugna, porque subieron los impuestos, el gasto público y la deuda pública, mientras aumentaron los controles, las regulaciones, las prohibiciones, las multas, etc.
Así, la corrección política insiste en avisos ficticios, como hizo antes demonizando el capitalismo “salvaje” decimonónico, o afirmando, también sin base alguna, que las clases medias crearon el Estado de bienestar, que les fue, como tantas otras cosas, impuesto.
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