Artículo de Voz Pópuli:
La palabra jangmadang designa los mercados callejeros que el régimen comunista norcoreano tuvo que habilitar a regañadientes —para poder al menos controlarlos— a partir de los años noventa, cuando el colapso de la Unión Soviética hundió aquella economía totalmente dependiente del exterior. Con el fin del Comecon se acabaron los intercambios comerciales politizados entre los Estados comunistas, que carecían de toda lógica económica y servían simplemente al mantenimiento de satélites como Corea del Norte. La URSS y sus aliados representaban una enorme porción de nuestra especie y de la superficie del planeta, y nos mantuvieron en jaque durante décadas, pero su economía de cartón-piedra no pasó jamás de ser una parte pequeña del PIB mundial. El comunismo lleva inexorablemente al estancamiento y la miseria.
El llamado reino ermitaño, probablemente el más perfeccionado experimento de ingeniería social comunista, había llegado a suprimir hasta el concepto mismo de comercio, implantando un sistema estatal de distribución de absolutamente todo, hasta los alimentos y la ropa. Acosado por el fin de la “solidaridad socialista” e incapaz de producir prácticamente nada que pudiera interesar a alguien en el extranjero, el régimen de Pyongyang tuvo que afrontar una de las peores hambrunas que la humanidad recuerda, eufemísticamente denominada “la Ardua Marcha”. No quedaba más remedio que permitir y hasta alentar el trueque de mercancías, antes despreciado y perseguido como si se tratara de algo sucio e inmoral.
Teóricamente, los jangmadang iban a servir para que la gente pudiera comerciar con pequeñas manufacturas artesanas, excendentes agrícolas, etcétera, pero en realidad terminaron sirviendo sobre todo a la distribución de los más variados productos importados de China ilegalmente. Ilegalmente pero no ilegítimamente, porque comerciar es un derecho humano fundamental e inalienable, cuya persecución menoscaba la dignidad humana. Y si algo tienen los súbditos de la saga Kim, pese a soportar la tiranía más feroz del planeta, es dignidad. Otra cosa que todos los coreanos tienen, porque forma parte de su esencia cultural, es una gran capacidad para los negocios, como el Sur capitalista lleva demostrando desde que repelió la invasión del Norte comunista en 1953.
Bastaba, por tanto, abrir una mínima vía de tolerancia para que la población entera demostrara que incluso bajo la más brutal tiranía el mercado renace y hasta florece. El mercado es consustancial a la naturaleza humana. Es simplemente el entramado natural de relaciones y acuerdos entre las personas, y existe siempre. Existe hasta en las sociedades no contactadas más primitivas y aisladas del mundo. Se daba ya entre los primeros homínidos y quizá desde antes. Y existía en la China de la Revolución Cultural, donde los ciudadanos obligados a vestir un espantoso uniforme gris se intercambiaban los pañuelos de colores con los que trataban de distinguirse de las demás personas, un anhelo natural de todo ser humano. Y existía también, aunque a escondidas, en la Corea del Norte previa al jangmadang, porque eliminar el intercambio de bienes o servicios entre dos personas, por simple que sea ese intercambio, es tan difícil como eliminar cualquier otra relación entre ellas. El mercado es parte de todos y cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestra ideología y cualquiera que sea el contexto.
Hoy se denomina “generación jangmadang” a la que ha crecido en el megapsiquiátrico de los Kim con acceso clandestino pero bastante generalizado a películas extranjeras, a la música “imperialista” del Sur y a cierta variedad incluso entre los toscos productos de contrabando procedentes de China. Incluso cuando la gente dispone de muy escasas opciones de compra, dada la miseria generalizada, sí percibe la variedad del exterior y la compara con su país. Gracias al mercado, los norcoreanos intercambian, además de productos y servicios, ideas. Muchos van comprendiendo que los locos no son ellos sino el régimen, y que fuera de las fronteras de Corea del Norte hay un mundo mucho más cuerdo. Hasta las atrasadas zonas rurales del vecino Nordeste de China son un paraíso de libertad y bienestar, en comparación. La brutalidad de las autoridades no permite bajar la guardia, pero la gente habla y hace planes para huir. Muchos tienen parientes que lo han logrado, y el mercado ha desarrollado sistemas para llevar de vuelta información y bienes intercambiables a quienes siguen presos en Corea del Norte. También para intentar el arriesgadísimo rescate de algún familiar, que muchas veces sale bien pero también puede terminar en ejecución o campo de concentración si se descubre la operación o fallan los sobornos, o en la esclavitud a manos de alguna de las bandas de tráfico de personas que aprovechan esta situación. Por si fuera poco, el gobierno de Moscú acaba de comprometerse a capturar y deportar a Corea del Norte a los exiliados que huyan por su territorio. Esa es la Rusia de Vladimir Putin.
Uno de los libros que mejor trasladan lo que está sucediendo en Corea del Norte es In Order To Live, de la exiliada Park Yeon-Mi. Ya está traducido a bastantes idiomas, incluyendo los de varios países ex comunistas europeos. Aquí, en cambio, parece haber menos interés en que se nos alerte sobre lo que puede llegar a pasarnos si no nos tomamos en serio el repunte del comunismo. Hay mucho que aprender de esta mujer de apenas veintidós años que, a los trece, tuvo que hacerse adulta de golpe y soportar las experiencias más brutales que quepa imaginar para alcanzar la Libertad. Es una de esas lecturas que te atrapan y no puedes interrumpir. Y junto a las atrocidades del régimen descubres también la esperanza de la generación jangmadang y el poder transformador que tiene hasta el más rudimentario marco de mercado. Y comprendes que hemos frivolizado demasiado sobre Kim Jong Un. Y que sólo ha pasado un cuarto de siglo desde la caída del comunismo en nuestro continente. Y que por más que se disfrace con ropajes inconformistas y antisistema, su regreso sólo puede llevarnos por el camino inverso al recorrido por Park Yeon-Mi.
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Imagen: Cartel de la Revolución Cultural, con la imagen del Presidente Mao, publicado por el gobierno de los República Popular China
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