sábado, 11 de julio de 2020

Es hora de que la izquierda diga NO a la cultura de la cancelación

Juan Soto Ivars expone a la perfección que ya es hora de que la izquierda diga NO a la cultura de la cancelación (el movimiento de izquierdistas autoritarios que campa a sus anchas por Occidente), y que está empezando a levantar crecientes voces (con alto coste personal por las voces minoritarias y por el miedo a las reacciones), por el enorme deterioro de la convivencia y libertades que se está produciendo. 

Artículo de El Confidencial:
Foto: Imagen de Dimitris Vetsikas en Pixabay.Imagen de Dimitris Vetsikas en Pixabay.
La cultura de la cancelación es el nombre del movimiento de izquierdistas autoritarios que campa a sus anchas por Occidente. Se manifiesta en internet, las universidades y los medios de comunicación. Su punto de partida es que la cultura, el arte y las palabras son peligrosas para las mujeres y las minorías: una idea discutible, por no decir lunática, que pretenden convertir en un dogma con las broncas típicas de la corrección política.
Desde ese punto de vista, quien publique obras heréticas, demuestre tener comportamientos impuros o mantenga opiniones disolventes ha de ser borrado del mapa mediante el linchamiento, la censura y el boicot a sus fuentes de financiación. Es un movimiento estéril en lo creativo e hiperactivo en la crítica destructiva. Les encanta decir lo que otros pueden o no pueden hacer, pero no leeréis jamás un buen libro salido de ese criadero de policías del pensamiento.
El #MeToo fue la puesta a prueba del poder de la cultura de la cancelación. Bastaba una acusación no probada para que grandes estrellas de cine, la prensa o el mundo del espectáculo saltasen en pedazos: a veces caían tiranos y otras inocentes, daba igual. El señalamiento anónimo era suficiente para que individuos se quedasen sin nada, y no había defensa posible para ellos: los activistas ponían en su lista negra a quien les discutiera.
El silencio de muchos izquierdistas escamados por la cacería podía explicarse porque compartían los fines (acabar con el acoso), pero a veces creo que lo que lo explicaba era el miedo al señalamiento. En privado, mucha gente decía cosas que en público no decía ni Dios. ¿Quién, sino un machista, podía oponerse a ciertas acusaciones lunáticas? ¿Quién, sino un racista, puede oponerse hoy a las numerosas chaladuras agazapadas en el polimorfo Black Lives Matter?

La cosa está así

Hoy bastan unos tuits, un chiste, un error personal o la decisión de interpretar un papel en una película para que se desencadene el movimiento digital que, en el peor de los casos, dará al traste con la reputación de la víctima, y en el mejor culminará con una disculpa patética. El miedo a los activistas forzó esta semana a que Halle Berry dijera no a interpretar un personaje transgénero, y a que publicase un texto de plantilla donde recitaba el salmo de los actores: que había “aprendido mucho” y ahora era “sensible”, cual hereje arrepentido que recibe el bautismo.
Allí ya ponen las barbas a remojar ante el primer graznido del móvil. No quieren que les pase lo que al matrimonio de profesores Erika y Nicolas Christakis, que se vieron obligados a irse de Yale porque habían defendido con un 'e-mail' que los alumnos se disfrazasen en Halloween con libertad, y fueron perseguidos y arrinconados por los propios alumnos. O lo que al ingeniero James Damore, trabajador de Google que acabó despedido por sostener la opinión, en un debate promovido por su empresa, de que quizás había pocas mujeres en departamentos de ingeniería porque existe una disparidad en los intereses masculinos y femeninos de origen biológico.
De la misma forma que Halle Berry no quería hacer daño a nadie por aceptar el papel de un personaje transgénero, ni los Christakis ni Damore insultaron, ofendieron o fueron escandalosos: expusieron sus opiniones con absoluto respeto, y fueron atacados sin piedad por multitudes de ortodoxos, celebrados por una prensa dócil a los eslóganes, que consideraba que unas palabras son suficientes para condenar a cualquiera por agresión.
Estos ejemplos, que se cuentan por cientos, han permitido hacer y deshacer a su antojo a esa izquierda autoritaria, sin el más mínimo contrapeso de una izquierda liberal, que lleva años escondida debajo de la mesa, rezando por que no le toque el sambenito. Pero la gente está empezando a perder la paciencia. Estos días, un grupo de intelectuales de izquierdas y derechas ha firmado un manifiesto en 'Harper's' contra la dinámica autoritaria de la izquierda.
Entre los firmantes, había algunas voces que sí se han opuesto durante estos años a las cazas de brujas, como Steven Pinker o Mark Lilla. El manifiesto llama con educación a combatir la cultura de la cancelación, a recuperar el espacio liberal y tolerante en los debates públicos, y los ortodoxos no han tardado ni tres minutos en reaccionar con las típicas soflamas idiotas (los firmantes están blanqueando el fascismo y contribuyendo a la opresión de millones inocentes) que siguen asustando tanto a los izquierdistas cobardicas de bien.
La cultura de la cancelación no puede ser combatida desde la izquierda sin riesgo de ser cancelado, y por el momento ya son dos firmantes los que han retirado su nombre del manifiesto.

Hora de frenar a la izquierda autoritaria

Lo que demuestra ese manifiesto firmado por gente de izquierdas y derechas es que el combate del presente se da entre autoritarios y liberales, no en el sentido de la economía, sino en el de la transigencia y el respeto por la libertad ajena. En los últimos años, los liberales de izquierdas han permanecido acojonados por lo que pudiera decirles a gritos cualquier tuitero resentido. Es hora de perder el miedo y reconocer que la izquierda autoritaria no se representa más que a sí misma, y no tiene jurisdicción para decidir quién es un enemigo de las mujeres, los negros o los homosexuales.
Es hora de plantar cara desde dentro. De decir basta a los castigos infamantes y escarnios públicos en nombre de un paraíso que nunca termina de llegar. De defender abiertamente la libertad de expresión de quien no piensa como uno. De recuperar para la izquierda la incorrección política, el libertinaje, el gusto por la travesura. De permitirnos el mal gusto cuando nos apetezca y sin que nadie pueda utilizarlo para demostrar ante un puñado de periodistas adictos a la virtud que nuestras intenciones secretas son el sometimiento de las minorías.
Es hora de abandonar el dócil “comparto tus fines”, el baboso “aprendo mucho de tus broncas” cuando esta izquierda autoritaria nos salta al cuello. No: ni aprendo de tus broncas cuando me insultas desde tus prejuicios puritanos, ni comparto tus fines cuando persigues a quien no piensa como tú.
Es hora de acabar con la cultura de la cancelación y explicarles que Karl Popper no les dio permiso para justificar la censura. Basta ponerles un espejo delante del bigote estalinista para que se vea a quién se refería el filósofo con "los enemigos de la sociedad abierta".

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