miércoles, 25 de noviembre de 2020

Covid-19 y nuestros derechos civiles

Luís I. Gómez analiza los enormes riesgos y peligros para nuestros derechos civiles y democracia del Covid-19 tal como se está instrumentalizando desde la política. 

Artículo de Disidentia: 

“No hay grandes hombres sin virtud; sin respeto a los derechos no hay gran pueblo: casi se puede decir que no hay sociedad; porque ¿qué es una reunión de seres racionales e inteligentes en la que la fuerza es la única relación?” Alexis de Tocqueville

Los derechos civiles eran, hasta no hace mucho, los garante institucionalmente fijados para defender la libertad de los ciudadanos. Estas garantías de libertad han quedado derogadas tras la imposición de las sucesivas medidas contra la pandemia COVID-19, que consagran un estado permanente de emergencia.

Las discusiones políticas sobre «aliviar las medidas de confinamiento» no cambian sustancialmente lo afirmado. Ello se debe al establecimiento de un clima político de miedo, en el que la probabilidad de que aparezcan las siguientes olas de infección, ya sea por imaginarias mutaciones del virus, ya sea por negligencia de “la gente”, está firmemente anclada en las mentes de una gran mayoría.

Los defensores -siempre han existido- de las restricciones a la libertad ya no tienen que inventar justificaciones estrambóticas. Al contrario: las personas que piden el fin de las medidas de confinamiento son vistas como irresponsables. Todo está sujeto a una reserva constante, en la que el ejercicio de las libertades civiles se ha convertido en rehén de la arbitrariedad de las autoridades estatales. Estas Navidades, cene en Nochebuena sólo en grupos de seis. Y no se le ocurra volver a casa más tarde de la una.

De un solo golpe, las medidas para enfrentar a la COVID-19 dieron inicio a un estado en el que muchos derechos civiles, hasta ahora considerados evidentes e irrestrictos, se ven sujetos a la discrecionalidad de las autoridades estatales. Los responsables políticos han privado a innumerables ciudadanos de sus medios de vida, de su independencia.

De esta manera, una masa administrativa pasiva, congelada en sus interacciones sociales, reemplazó a un pueblo de ciudadanos maduros dentro de una nación soberana. Esto tuvo lugar sin ningún debate público significativo, bastó simplemente con la primera declaración del estado de emergencia. Como señala el renombrado abogado Prof. Peter Gaidzik -especialista en temas médicos, hay una tendencia creciente a que la mera verosimilitud sea presentada por la política y los principales medios de comunicación como verdades científicas probadas.

Sobre la base de discutibles justificaciones, apenas basadas en el principio de «seguro es seguro», se causó un daño económico y constitucional real. Como resultado de las prohibiciones físicas de contacto, innumerables ciudadanos ya no pueden participar activamente en la vida política, burocrática, cultural y económica. Como resultado, estos ciudadanos ya no son capaces de dar vida a las libertades que están consagradas en la Constitución.

La singularidad histórica de lo que estamos viviendo queda patente si la comparamos con el manejo político y mediático de epidemias no menos graves en 1957 y 1968. Cuando la gripe asiática y luego la gripe de Hong Kong causaron millones de muertes en todo el mundo, los encargados de formular políticas no estaban pensando ni remotamente en paralizar la vida social y económica del país. En ningún momento, ni en 1957 o 1968, a nadie se le paso por la cabeza anular los derechos civiles en todos los ámbitos. Allí donde había democracias, claro.

En estos tiempos, en medio de una situación que amenaza con enquistarse en nuestras vidas, no podemos olvidar una idea fundamental para cualquier comunidad democrática de libres: es el ciudadano quien se asocia libre y espontáneamente con otras personas, quien da vida a los derechos civiles a través de sus acciones en la economía, la cultura, la política y la sociedad. Este ciudadano libre, activo y que busca la comunidad es la fuente democrática de las normas jurídicas vinculantes. Y estas normas jurídicas pueden ser traducidas a la realidad concreta de la vida por ciudadanos calificados y responsables a través de su participación en la administración y la justicia.

Tras la muerte del dictador Francisco Franco y la caída del régimen, se desarrolló una sociedad democrática en torno a la hoy tan denostada transición que, sobre todo a través del alto crecimiento económico, hizo tangible la querencia de todo el país por el progreso. Nació un sentido de país, impregnado de un amplio optimismo de cara al futuro. En esa renovada sociedad española, el esfuerzo, el compromiso y la confianza se combinaron en una dinámica de desarrollo con visión de futuro asentada precisamente en el uso de los recuperados derechos civiles por parte de ciudadanos maduros.

Los derechos civiles no eran simplemente garantías institucionalizadas de intimidad inviolable. También garantizaron al ciudadano la oportunidad de entrar en partidos políticos o crear otros nuevos, de dedicarse al periodismo libre, de participar en sindicatos, participar en manifestaciones políticas y entrar en la administración pública, de votar y de ser elegido para cargos políticos.

De esta manera, los ciudadanos maduros de un estado democrático -garantizado constitucionalmente- pudieron influir en las autoridades de nuestra sociedad a través de sus propias contribuciones, ya fueran culturales, profesionales o políticas, desde las instituciones del Estado, participando en el clima de opinión pública y en la vida laboral. Fue gracias a la recuperación de nuestros derechos civiles que pudimos garantizar que el compromiso personal, las propias ideas, las propias iniciativas pudieran seguir favoreciendo el desarrollo de nuestra economía, cultura y tecnología, así como de nuestras instituciones, convenciones y normas legales.

El estado de alarma sanitaria en el que vivimos hoy se parece más a una dictadura sanitaria que a una democracia liberal. Escondidos tras las difusas cortinas de “la ciencia”, los políticos han suspendido de facto todo aquello por lo que nos habíamos esforzado los últimos 40 años.

Por otro lado, y en un clima en el que parece que entre los políticos crece la urgencia por declarar la escasez como una virtud, algunos ciudadanos parecen dejarse embaucar por la promesa de una vuelta a una orden precapitalista: un orden en el que las autoridades prometen seguridad y estabilidad existenciales. A cambio, uno se une obedientemente a las normas «alternativas» proclamadas desde las consignas de la “nueva normalidad”.

La crisis de la COVID-19 ha ayudado al renacer de una idea profundamente disgregadora: mi vecino es una fuente de peligro para la salud de los demás. Esta idea germina con fuerza abonada por la tendencia de la política, la sociedad y los medios de comunicación a patologizar las emociones e intereses humanos. La persona libre y espontánea es considerada como la principal fuente de todas las posibles crisis y agravios sociales. No son estas buenas condiciones para un marco jurídico liberal que acomode objetivos responsables, autónomos y novedosos desde los que buscar una nueva prosperidad.

Hace ya muchos años que el foco principal de la discusión política se centra en cómo manejar las crisis supuestamente alimentadas por bajos motivos humanos como la codicia o el odio, pero también por deficiencias humanas como la ingenuidad, la ignorancia y la manipulabilidad. Surge una cosmovisión en la que innumerables, en última instancia insolubles problemas parecen tener su fuente en los deseos puramente egoístas de individuos o grupos maliciosos. Es así que cobran fuerzas las ideas paternalistas y los diseños sociales en los que es el estado quien arbitrariamente gestiona los “derechos civiles” de cada uno de nosotros. Detrás del “estado-niñera” se encuentra la idea de que el ciudadano individual ni siquiera puede enfrentarse con éxito a aspectos banales de la vida personal y por lo tanto necesita al menos la guía estatal en forma de amonestación.

La verdadera explosividad de esta situación radica en el hecho de que se está preparando el caldo de cultivo necesario para convertir en mayoría a los convencidos de que todos somos incapaces de dirigir nuestras propias vidas, de hacerlo con sentido de la responsabilidad individual. Al difuminar gradualmente las diferencias entre niños y adultos, el estado-niñera está interfiriendo en el estatus del ciudadano seguro de sí mismo, el que se considera capaz de participar activamente en el proceso democrático y abordar cuestiones políticas complejas. En otras palabras: no sólo nos limitan nuestros derechos civiles, nos “educan” en la dependencia del buen amo.

A aquellos que no confían en sí mismos para vivir sus propias vidas sin guía y supervisión se les niega muy rápidamente la capacidad de asumir la responsabilidad social. Cuando a las personas se les niega la razón y el conocimiento sobre si, qué y cuánto pueden comer, beber o fumar, cómo deben educar a sus hijos, si son capaces de dar forma y contenido a sus contratos libremente, entonces sólo falta un pequeño paso para negarles la capacidad de participar en una democracia. Sí, lo seguirán llamando democracia. Pero ya no lo será.

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