viernes, 29 de enero de 2021

Por qué convirtieron la epidemia en una guerra

Juan M. Blanco analiza por qué los políticos convirtieron la epidemia en una "guerra" y qué hay detrás de todo ello, como la misma historia demuestra de manera contundente e inequívoca. 

Artículo de Voz Pópuli: 



Gente pasea por la calle con mascarilla Europa Press


La actual pandemia ha conducido a buena parte de los gobiernos democráticos a declarar estados de emergencia, recurrir a poderes extraordinarios, legislar por decreto y suprimir ciertos derechos y libertades que, hasta hoy, parecían asentados. No sólo se ha restringido la libertad de movimiento; también, en ocasiones, la posibilidad de ganarse la vida, trabajar o gestionar el propio negocio. Algunos gobiernos han quebrado el derecho a la intimidad, imponiendo aplicaciones de vigilancia electrónica que controlan cada movimiento. Y se ha restringido la libertad de expresión, censurando las voces que expresan opiniones críticas con las medidas gubernamentales.

A pesar de su gravedad, estos hechos no parecen preocupar a parte de la ciudadanía que, atrapada en un aparente dilema entre libertad y seguridad, parece decantarse por las medidas que aplaquen sus miedos, pensando quizá que la renuncia a la libertad es pasajera, que las aguas regresarán a su cauce una vez superada la emergencia. Pero la experiencia histórica muestra que la vuelta atrás no siempre es completa, que las emergencias crean precedentes, abren brechas por las que el ejecutivo expande su poder a costa de la sociedad civil. Pasada la alarma, los gobernantes suelen retener algunas de las prerrogativas extraordinarias, convirtiéndolas en permanentes.

Así, la sucesión de emergencias genera un mecanismo que, de forma lenta, paulatina y casi siempre desapercibida, va entregando al ejecutivo un poder creciente a costa de los derechos ciudadanos. Algunos han comparado este fenómeno al funcionamiento de un trinquete, esa pieza mecánica que solo puede girar en un sentido, sin posibilidad de retroceso.

La actual crisis constituye nuevo episodio, eso sí, especialmente severo, del proceso que va borrando lenta y silenciosamente esos límites que las constituciones clásicas establecieron para evitar un ejercicio despótico del poder. La degradación del Estado de derecho se ha acelerado en las últimas décadas pues los gobernantes descubrieron que las alarmas podían generarse a voluntad.

'Inter arma, silent leges'

Resulta llamativo que la Constitución de los Estados Unidos, la primera de la historia moderna, no contemple cláusula de excepcionalidad que permita limitar derechos fundamentales en caso de emergencia. Conscientes de que se trataba de un arma de doble filo, los padres fundadores descartaron incluirla, aun conscientes de que, en caso de guerra o disturbios graves, el presidente tendría que rebasar seguramente los límites de la Constitución. Inter arma, silent leges (el estruendo de las armas acalla las leyes), había sentenciado muchos siglos antes el pensador y jurista romano Cicerón.

Pero la gran preocupación de los constituyentes norteamericanos era la vuelta atrás una vez finalizada la guerra. ¿Qué fuerza sobre la tierra podría asegurar la devolución al pueblo de esos poderes extraordinarios? Especialmente pesimista se mostraba John Adams, quien no veía fácil reencarrilar el sistema político: “Una vez perdida la libertad, se pierde para siempre”.

Aberrante y peligroso, aunque a veces necesario, el estado de emergencia era un concepto difícil de encajar en un sistema constitucional que intentaba garantizar el equilibrio de poderes, los controles y contrapesos. Según Jules Lobel en “Emergency Powers and the Decline of Liberalism”, llevó siglo y medio, y la participación de los Estados Unidos en dos guerras mundiales, para que los poderes extraordinarios del presidente acabaran de asentarse legal y doctrinalmente. Aquella inicial desconfianza en el ejecutivo no se manifestó en otros países y, hoy día, la mayoría de constituciones contemplan explícitamente estados de emergencia, la posibilidad de restringir derechos, eso sí, de forma excepcional y provisional, no prolongada y permanente… al menos sobre el papel.

Sin embargo, en las últimas décadas se ha ido degradando el concepto de emergencia, aumentando notablemente los eventos clasificados como tales. Si no hay guerra… se inventa o, al menos, se recurre a símiles bélicos en un intento de que muchos problemas sociales sean percibidos simbólicamente como conflictos armados.

Así, la “guerra contra el terrorismo” permitió promulgar legislaciones lesivas para los derechos y libertades. Hay un antes y un después del 11-S en Estados Unidos. Igualmente, la guerra contra las drogas, la guerra contra el cambio climático, la guerra contra la violencia machista etc., aportaron excusas para promulgar leyes que difícilmente habrían encajado en un marco de normalidad. El repertorio de problemas que se travisten de conflicto bélico ha crecido de manera exponencial.

Una vez señalada una nueva “guerra”, los gobiernos tienden a reaccionar en exceso, a aplicar medidas que sobrepasan la dimensión del problema, vulnerando con demasiada frecuencia los derechos fundamentales. Finalizada la alarma, parte de la legislación excepcional permanecerá en la “nueva normalidad”, afianzando la preponderancia del ejecutivo. Y la constante sucesión y superposición de conflictos bélicos va contribuyendo a difuminar la frontera que antaño separaba nítidamente emergencia y normalidad, dando lugar a un permanente estado de semiemergencia y a nuevas normalidades.

¡Guerra al virus!

En este sentido, la covid-19 constituye una “nueva guerra”, la primera campaña militar contra un agente microscópico. No es casual, ni inocente, la retórica bélica con la que se abordó la pandemia. Algunos llegaron incluso a emular el famoso discurso de Winston Churchill en 1940 llamando a la resistencia a ultranza como si, en lugar de unos virus, fueran los Panzer del general Heinz Guderian los que aparecerían por la calle en cualquier momento. Naturalmente, el heroísmo no consistía en combatir bravamente en los mares, en las playas, en las trincheras, sino… quedarse en casa encerrado sin hacer nada.

No, no es una guerra, sino una enfermedad, una pandemia como las que han azotado periódicamente a la humanidad. Esas que en el siglo XX se atajaron a base de recomendaciones, sugerencias y acciones voluntarias tomadas responsablemente por los ciudadanos. Ninguna pandemia, hasta hoy, había conducido a semejante restricción de derechos y libertades, ni a tal concentración de poder arbitrario en manos de los gobernantes. Ni siquiera en casos más graves. Las restricciones coactivas pueden aliviar los miedos, conseguir adeptos, promover la demagogia, triturar al disidente… pero difícilmente afectar al curso de la enfermedad.

A finales de los años 80 del siglo XX, ante la enorme expansión del sida, el Gobierno de Cuba estableció análisis de sangre para los mayores de 15 años. Aquellos que mostraron resultado positivo en VIH fueron recluidos en centros especiales, que hacían las veces de sanatorio y prisión, aislados permanentemente del resto de la sociedad para evitar contagios. Por suerte, esta estrategia para contener la epidemia fue rechazada en los países democráticos ya que vulneraba la libertad, los derechos fundamentales. El fin no justificaba los medios.

Pero los tiempos han cambiado y el péndulo ha oscilado ampliamente hacia la seguridad aparente, alejándose de la libertad. Que gran parte del público acepte de buen grado las actuales restricciones no se debe solo al pánico, ni siquiera al atractivo que el dolce far niente ejerza sobre una minoría. Se debe, sobre todo, a una visión de corto plazo, a una miopía que otorga desmedido valor al alivio presente, a la engañosa tranquilidad de hoy, minusvalorando los tremendos perjuicios políticos, sanitarios, psicológicos, económicos y sociales que deberemos afrontar en el futuro.

Las violaciones de los derechos fundamentales parecen temporales, transitorias. Pero algunas se transformarán en permanentes por la fuerza del precedente, de la costumbre. Una vez aceptados hoy, parte de los abusos excepcionales pasarán a formar parte de la vida cotidiana sin que el público llegue a ser muy consciente de ello. Y serán utilizados como punto de arranque para una nueva vuelta de tuerca en la próxima eventualidad que se pregone como guerra. Lo señalo con especial crudeza Benjamin Franklin: “Aquellos que están dispuestos a renunciar a la libertad para obtener un poco de seguridad temporal, no merecen ni la libertad ni la seguridad”.


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