Una muestra evidente de la falta de capitalismo real en el sistema, siendo más propia la expresión "capitalismo de amiguetes", "capitalismo de Estado" o "socialismo para ricos".
Artículo de Voz Pópuli:
Con frecuencia las macroempresas gigantescas, sobre todo en los sectores más regulados, actúan en la sociedad como agentes del anticapitalismo con tanta o mayor eficacia que cualquier sindicato o partido de izquierda radical. Al distorsionar y prostituir el capitalismo contribuyen a su ruina reputacional y al discurso podemita. Igual que la Justicia —al decir de muchos abogados— termina en las audiencias provinciales ya que más arriba sólo hay política, puede decirse que el capitalismo verdadero es el de base, y que a partir de cierta magnitud ya no hay libre mercado en casi ningún sector.
El capitalismo de verdad son tres chavales en un garaje levantando un negocio con talento, ideas y esfuerzo, no con enchufes estatales, créditos fáciles ni barreras a sus competidores. El capitalismo real está encarnado en el empresario que madruga para levantar el cierre, que suda para pagar las nóminas o cobrar la propia, y que por encima de todo se desvive por cumplir la palabra dada. Ese empresario auténtico tiene que aguantar, además de las infinitas trabas estatales, que los directivos de las grandes corporaciones le desprecien y, si llega a proveerles servicios o productos, le paguen tarde o le hagan pasar por el filtro de empresas interpuestas admitidas como proveedoras. Esto último se suele enmascarar como una buena práctica en materia de responsabilidad social, ya que esa empresa interpuesta cumplirá los alambicados y siempre crecientes requisitos “éticos” que no estarían al alcance directo de la pyme, además de un sinnúmero de certificaciones, acreditaciones y demás listones excluyentes. Al margen de que estas empresas interpuestas repartan o no sobres, los perjudicados son los consumidores, los accionistas y desde luego el proveedor final, la pyme.
También en lo económico, el mundo actual se debate entre dos tendencias contrapuestas. Una lleva a la atomización y desjerarquización del poder por los planteamientos felizmente disruptivos que se derivan de la nueva realidad tecnológica y cultural, y esa tendencia favorece al capitalismo de base, a los emprendedores, a la aparición de infinidad de microempresas en redes cada vez más horizontales y trasnacionales, y a la concepción de multitud de negocios nuevos que provocan cambios significativos en ese magma libérrimo e incontrolado que debería ser el mercado. La otra tendencia, nutrida por el miedo que alimentan sus beneficiarios, y cimentada en su espurio entrelazamiento con el poder político, nos lleva en cambio a un estrangulamiento implacable de la economía, a la consolidación forzosa del statu quo frente a la innovación, a más controles y licencias, a una imposición fiscal ya insoportable y a barreras de entrada cada día más absurdas e insalvables. Es decir, al pseudocapitalismo, al capitalismo de Estado.
Impulsar la primera tendencia y entorpecer la segunda es hoy una tarea crucial para todos los defensores de la Libertad. El Estado impulsa la segunda a través de los partidos colectivistas de cualquier signo y, sobre todo, mediante los llamados “agentes sociales” (que son en realidad agentes del Estado en la sociedad y en la economía). El Estado prefiere empresas gigantes, permanentes, fáciles de controlar, frente a la incertidumbre y la espontaneidad de una actividad empresarial realmente libre y espontánea. Un mercado libre no es más que la vertiente económica de una sociedad libre, y al Estado no le interesa ni el primero ni la segunda.
Hace casi dos décadas, Carlos Alberto Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa ya alertaron en su magnífico libro Fabricantes de miseria sobre el pseudoempresariado cabildero y ventajista, y dejaron bien claro que en nada se parecen sus prácticas al modelo liberal ni favorecen el capitalismo, sino que lo corroen. En realidad, a partir de cierto tamaño y en determinados sectores, ya no hay verdaderas empresas sino corporaciones politizadas, auténticos apéndices del Estado que prolongan sus tentáculos. En ese nivel, el fabricante de miseria ya no es el mal empresario, sino la fatua y engolada aristocracia directiva, generalmente encantada de haberse conocido. Y es aún peor. Ahora que está de moda hablar de castas, podría asignarse con justicia este término a la élite directiva de ese tipo de corporaciones. Hay empresas que son auténticos ministerios, y altos directivos que bien podrían ser altos funcionarios. Siglos atrás las familias ponían al hijo mayor al frente de la hacienda o de los negocios, y los demás iban a parar a la milicia, a la corte o al seminario, con la esperanza de que ascendieran en esas jerarquías y protegieran al primero y al conjunto de los intereses familiares. Hoy bien podrían repartirse de otra manera: uno a escalar en la dirección de alguna pseudoempresa pseudoprivada, y el otro a la Administración, a ser posible por la vía rápida de la política. De la colaboración entre ambos se derivará su parasitaria prosperidad conjunta, y el mantenimiento del statu quo de la élite, y siempre les quedará la puerta giratoria si en algún momento conviene algún intercambio de posiciones.
En la macroempresa dizque privada, la dinosáurica aristocracia directiva disfruta de sus privilegios al sol que más calienta, que siempre es el del Estado. Sabe que sin el manto protector de la política su empresa-ministerio tendría que competir de verdad. Sabe que su propia vida en la cúpula corporativa sería menos regalada. La entente es perfecta: la macroempresa —generalmente cotizada, casi siempre edulcorada en su publicidad hasta la más estomagante cursilería, y presentada habitualmente en sociedad como superresponsable y megaética de la muerte, sin que nadie se lo crea—, sostiene a la casta política, y a cambio ésta la protege y perpetúa. Fuera de ese círculo vicioso están el grueso de la población y del tejido productivo. Esa amplia mayoría no privilegiada por el Estado, es decir, la sociedad civil, es la que paga la fiesta. Pobres de los aristócratas directivos de las grandes corporaciones de los sectores “estratégicos”, si tuvieran que salir del campo de golf y descender a ese mundo para emprender de verdad o dirigir empresas auténticas. Ni en sus peores pesadillas.
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