Luís I. Gómez analiza la cuestión de las subvenciones a la cultura, dividiendo a los productores culturales en tres grupos y a los consumidores culturales en distintas categorías, mostrando algunas de las negativas consecuencias e incentivos que crea, tanto en el lado de la oferta como en el de la demanda.
Artículo de Desde el Exilio:
Las subvenciones a la -generalizando- cultura son la expresión última y materializada de las llamadas políticas culturales. Todo ayuntamiento, diputación, incluso comunidad autónoma que se precie, debe tener algún espacio de poder dedicado al fomento y conservación de la cultura. No se trata, dicen, de favorecer a los “artistas”, sino de garantizar el acceso del “pueblo” a las producciones de aquellos. Es un de los espejismos políticos de nuestros días. Mediante las subvenciones lo único que se consigue es limitar la libertad de los artistas y los consumidores de arte. Me explico.
Básicamente subvencionar a la cultura consiste en redistribuir el dinero de los contribuyentes entre aquellos trabajadores de la cultura considerados por las instituciones del Estado (o sus delegados) dignos de subvención. Por lo tanto, los productores culturales se dividen en tres categorías: los receptores de subsidios, los no beneficiarios de subsidios y los que dicen que hacen cultura pero saben que no es eso lo que hacen. Para los primeros, los subsidios pueden ser rentables, pero no tiene por qué ser así. Los segundos no reciben nada, pero debe cofinanciar a los primeros vía impuestos pagados al fisco. Los terceros okupan un espacio público o privado, no pagan impuestos y confían en la benevolencia del inocente caritativo. La consecuencia de estos fenómenos es que los subvencionados aumentarán la producción cultural -o no, depende de lo grande que sean los pelotazos- , los no subvencionados deban reducir su producción cultural ante la imperiosa necesidad de hacer algo con que pagarse la comida -o no, si se convierten en okupas- y los artistas que no lo son se convierten en ejemplo bucólico para todo zángano que además de no querer ser artista, no tiene gana alguna de dar un palo al agua.
Los consumidores de la cultura se pueden dividir en diferentes categorías, que a veces se superponen entre sí: algunas personas consumen las obras subsidiadas y pueden por lo tanto externalizar parte de los costes que sufrieron vía impuestos. Otras personas jamás consumirán cultura subvencionada, pero tienen que cofinanciarla y por lo tanto tienen menos dinero con el que podrían pagar su consumo cultural favorito. Algunas personas acudirían a las actividades culturales subvencionadas también en el supuesto de que no hubiese intervención del gobierno en forma de subvención. Para estos últimos la cosa cambia relativamente poco, excepto que el apoyo voluntario requeriría mucha menos burocracia (incluso ninguna, fíjense lo que les digo) y por lo tanto sería más eficiente y barato. Otros consumidores apoyarían otros proyectos similares a los subsidiados, no se, un músico diferente de aquél que ha sido certificado como “digno” de subsidio por parte del concejal de turno, por ejemplo.
Y, por fin, quedan todas esas personas que harían cosas completamente diferentes con su dinero, como sería pagar la hipoteca de su casa, la letra del coche, unas vacaciones en Turquía… y no son de los que gustan de acudir a un festival de cine o a la entrega de premios al arte.
Interesante es comprobar como el Estado no se limita a aumentar mediante las subvenciones el gasto total cultural soportado con el dinero de todos, también altera el paisaje cultural, promocionando y privilegiando aquellos artistas y proyectos culturales que cumplen con los gustos de los políticos y funcionarios de turno, tal vez porque crean que se trata de arte con carácter político y representa una ideología similar a la suya, o porque han elegido un movimiento artístico que, para los funcionarios, cumple los requisitos de particularmente hermoso o valioso. Como TODOS los artistas tienen que ganar dinero para comer, se desarrolla en aquellos no subsidiados la necesidad de crear arte “digno de subvención” (es decir, del gusto de quienes otorgan las subvenciones).
Dado que no conozco ningún trabajo científico que demuestre que un funcionario o político tenga mejor gusto cultural, por definición, que el común de los mortales, concluyo que la meta real de toda política cultural basada en el reparto de subvenciones no es la promoción de la cultura, sino la implementación de un tipo determinado de cultura: aquél que es del gusto de quien pone la firma tras el papelillo de “a cobrar”. El consumidor, que también es “contribuyente” (el esquilmado, decían antes) no sólo no puede elegir qué hacer con su dinero, tampoco podrá hacerlo entre diferentes manifestaciones culturales, pues la oferta irá disminuyendo en variedad y calidad, gracias a la encomiable labor de los diseñadores de políticas culturales “para todos”.
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