lunes, 4 de enero de 2021

La degradación política y la servidumbre voluntaria

Rafael Núñez analiza la creciente degradación política y la servidumbre voluntaria, proponiendo cinco líneas de reflexión al respecto. 

Artículo de Disidentia: 

Estamos tan sujetos al ethos periodístico –la novedad, el impacto, la primicia- que cuesta trabajo concebir la realidad desde una atalaya más serena y distanciada. ¿Cuántas veces se ha dicho que este pasado 2020 marcará una cisura en nuestro mundo y nuestras vidas, un antes y un después? Sin embargo, más allá de lo obvio –en especial, el impacto sanitario y económico- no hay razones sólidas para pensar desde una perspectiva histórica que se haya producido un vuelco de ninguna clase, sino más bien la aceleración de pautas que venían gestándose, e incluso manifestándose, desde las postrimerías del anterior siglo.

Asumiendo el riesgo que conlleva esquematizar fenómenos tan complejos, propongo cinco líneas de reflexión sobre lo que nos espera en un futuro inmediato. Nada de lo que voy a señalar es nuevostricto sensu, como cualquiera podrá fácilmente comprobar. Pero la convergencia –nada casual por otro lado- de todos esos procesos pergeña un ámbito que presenta sustanciales diferencias con nuestro mundo de ayer y al que muy probablemente nos acostumbraremos como referencia política durante los próximos años.

El primer y quizá más importante rasgo del mundo que estamos viviendo es la deriva del régimen democrático conocido hasta ahora hacia un modelo más híbrido y espurio que, sin perder del todo su apariencia liberal y sus formas garantistas, socava en el fondo la voluntad ciudadana y la representación popular. Ello ha producido en todas partes –de un confín a otro del globo- un aparatoso divorcio entre un sector político profesional –el establishment– y el resto de la sociedad, que no se ve representada ni defendida por ese grupo de poder, catalogado en mayor o menor medida como de índole extractiva.

En el caso español, la expresión más aparatosa de esta desconfianza primero, y ruptura después, entre el conjunto social y la clase política fue el conjunto de movimientos sociales que desembocó en el nacimiento de Podemos y la estigmatización como casta privilegiada de unos dirigentes “¡que no nos representan, que no!” El hecho aparentemente paradójico, pero históricamente ineluctable, de que Podemos se haya convertido en una nueva casta no anula la reluctancia citada, antes al contrario, la intensifica más si cabe dentro de un escepticismo generalizado: “todos son iguales”, “esto no tiene remedio”, etc.

La segunda nota distintiva es indisociable de la anterior, hasta el punto de que aquella no podría entenderse sin esta o viceversa. Me refiero a la contaminación populista que acompaña como una sombra todo movimiento político en estas primeras décadas del s. XXI. No quiero señalar tanto al populismo propiamente dicho, en el sentido clásico del término, como a la infección populista de cualquier iniciativa pública, entendiendo por tal las propuestas que simplifican los problemas cada vez más complejos de las sociedades contemporáneas, ofrecen soluciones voluntaristas y, a menudo, irreales y, en último término, apelan a la emotividad por encima de la racionalidad.

Quizá este último rasgo sea el más característico del tiempo que vivimos. La democracia sentimental ha titulado un análisis de este fenómeno un conocido politólogo, Manuel Arias Maldonado. Cuando creíamos que se había consolidado nuestra confianza en la razón y la ciencia como instrumentos de conocimiento y de estar en el mundo, hete aquí una regresión en toda regla. Regresión no tanto porque descalifiquemos per se sentimientos y emociones, que pueden ser necesarias en otros contextos, sino porque de modo irreversible aquellas desembocan en pasión, visceralidad y finalmente pura irracionalidad. No es casual que populismo y nacionalismo excluyente caminen del brazo como buenos compañeros de viaje.

Ustedes me dirán que nada de esto es nuevo y yo tendría que recordarles que así lo admití al comienzo. Pero reparen, por otro lado, que los viejos términos no sirven para perfilar los rasgos más representativos de la presente situación. Ya he dicho que populismo –por lo menos en el sentido clásico- no sirve exactamente, pero lo mismo cabe decir de una democracia que se degrada y adquiere expresiones autoritarias… sin llegar a ser lo que siempre hemos entendido como autoritarismo. En el Viejo Continente las democracias recién llegadas (Hungría, Polonia) cada vez lo son menos, mientras que muchas de las clásicas, empezando por ejemplo por Reino Unido, viven uno de sus peores momentos en varias décadas.

En cualquier caso, en todas las democracias europeas es patente el descrédito de unos partidos –y este es el tercer punto que quería señalar- que ya no sirven para proponer soluciones de futuro pero que se resisten a morir, ejemplificando así la definición canónica de crisis. El sistema tradicional de partidos saltó por los aires hace tiempo en Italia, pero lo mismo ha sucedido en Francia, mientras que los extremismos de uno u otro signo han ganado terreno en Alemania, Austria, Bélgica u Holanda. La propia delimitación de izquierdas y derechas tiene cada vez menos sentido y va siendo sustituida por otros criterios de identidad, pertenencia o exclusión. Como muestra un botón: hoy los sectores más desfavorecidos se refugian más en la xenofobia reactiva de la extrema derecha que en la izquierda tradicional.

Como las desgracias nunca vienen solas, el sistema partitocrático que, aunque cada vez más degradado, subsiste en determinados países -como el nuestro- muestra una voracidad inversamente proporcional a su vigor y representatividad. Cuanto más cerrados y sectarios, mayor es el afán de los partidos por extender sus tentáculos a todos los ámbitos sociales y económicos, hasta asfixiar cualquier iniciativa de la sociedad civil. Todo lo ajeno lo perciben como hostil. De ahí su obsesión por controlar el poder judicial, aquí y en otros países. ¡Hemos llegado al punto de pedir lo obvio como gran objetivo político: el respeto de los contrapesos y la división de poderes como fundamentos del régimen democrático!

En cuarto lugar, el fenómeno más llamativo de la presente pandemia, el confinamiento, es obviamente una novedad, pero, desde una perspectiva más amplia, podemos catalogarlo como la expresión más exacerbada de un aislamiento social que había echado raíces en las décadas anteriores. El teletrabajo, por ejemplo, no se ha inventado en 2020, por más que este año haya recibido un impulso decisivo. Tampoco las compras vía internet o el consumo de productos culturales o de ocio sin moverse del salón de casa. Todo eso ya estaba. Lo que echo de menos es una reflexión más reposada sobre todo lo que eso supone a escala individual –psicológica- y colectiva –política-.

Una sociedad cada vez más atomizada, en la que cada individuo está aislado en una especie de burbuja, en la que el trabajo se hace desde casa y en la que cada hogar – con frecuencia unipersonal- es un mundo aparte, independiente de los otros, propicia el desentendimiento, el solipsismo y una especie de apatía social. Incluso cuando se toma conciencia de los problemas colectivos, las posibilidades de una acción concertada se hacen más difíciles. He oído en múltiples ocasiones a lo largo de los últimos meses con respecto a cuestiones varias un clamor –“¡algo habrá que hacer!, ¿no?”- pero cuando se plantean qué y cómo, aparecen expresiones de desconcierto. Lo cierto es que estamos más inermes ante los desmanes del poder.

El quinto y último punto que quería ofrecer a su consideración es un rasgo plenamente orwelliano que a mí me inquieta en particular, porque el desarrollo técnico ofrece posibilidades insospechadas. Con el desarrollo de la realidad virtual, el mundo aparece cada vez más, no como el ámbito de hechos que debemos asumir, sino como el escenario de ficciones que queremos representar. De este modo, los datos objetivos terminan siendo desplazados por la mera propaganda, del mismo modo que las fake news sustituyen a las noticias contrastadas.

La delimitación entre verdad y falsedad se convierte así en irrelevante y hasta la mentira cogida in fraganti (desde Trump a Pedro Sánchez) no solo no tiene penalización sino que resulta ser un arma tan eficaz como admitida. Esta manipulación del presente se proyecta con toda naturalidad hacia un pasado que cambia a conveniencia del urdidor de patrañas. Para ello, la memoria, convenientemente amañada, termina ocupando el lugar de la historia o de la mera crónica fidedigna.

Como el ser humano se amolda a todo, es probable que, dentro de poco, todo esto nos parezca tan natural como llevar mascarillas. Dicho sea de paso, hace solo un año una imagen del centro de nuestras ciudades como hoy las vemos, nos hubiera parecido una fantasía distópica y apocalíptica. Lo mismo puede suceder con la degradación política. El problema, pues, no es tanto que el futuro inmediato se presente tenebroso sino que nos vamos acostumbrando a ese estado de cosas con una naturalidad fatalista. Étienne de la Boétie escribió en el siglo XVI un panfleto contra el absolutismo, advirtiendo de los riesgos de la servidumbre voluntaria. Para que la democracia del futuro no sea meramente teórica, sigue siendo esencial combatir esa pulsión de aceptación y sometimiento.

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