Artículo de Voz Pópuli:
El 17 de abril de 1975 la guerrilla comunista de los jemeres rojos tomó la capital camboyana, Phnom Penh, consolidando así su régimen de terror y, con él, uno de los genocidios más atroces de la historia. La motivación del exterminio no fue étnica ni religiosa sino netamente ideológica. Cerca de un millón y medio de personas, incluyendo a infinidad de niños, fueron asesinados sin juicio simplemente por ser “enemigos de clase” a los ojos del nuevo gobierno encabezado por Saloth Sar, el criminal sanguinario que ha pasado a la historia por su nombre de guerra,Pol Pot.
Muchos regímenes comunistas, en el paroxismo de la ingeniería social combinada con la ordenación del territorio, han ejecutado masivas migraciones forzosas hasta el punto de reubicar a etnias enteras, como los tártaros de Crimea, e incluso crear nuevas repúblicas en medio de la nada para asentar a quienes no se deseaba tener cerca —caso, por ejemplo, de los judíos rusos enviados a una “tierra prometida” alternativa… en Siberia—. Pero hasta la fecha no consta que otra dictadura haya igualado el logro socialista de los jemeres rojos: vaciar todas las ciudades en menos de una semana y transformar a todos sus habitantes en agricultores. La brutalidad comunista costó al país la muerte de la cuarta parte de su población. Se cerró las escuelas porque para trabajar el campo no hacía falta estudiar, y los estudiantes eran enemigos a exterminar. Se abolió la moneda porque la economía del comunismo agrícola debía basarse en la mera subsistencia de los cultivadores. Se destruyó deliberadamente toda infraestructura moderna porque estorbaba a la utopía agraria del régimen. Y se decretó la abolición del mercado, imposible de culminar porque el mercado subsiste siempre, hasta en las condiciones más adversas, ya que es un conjunto de relaciones de intercambio naturales, consustancial a la condición humana.
Las comparaciones serán odiosas pero con frecuencia resultan certeras. Cuarenta años después y en un contexto cultural tan diferente como el venezolano, el régimen del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) apunta maneras a pasos agigantados. Llamar a Nicolás Maduro el Pol Pot del siglo XXI es, por ahora, una licencia. Pero el delfín de Chávez ha demostrado sobradamente que podemos esperar de él una trayectoria similar a la de los peores dictadores comunistas. Los regímenes como el de Maduro, acosados por el lógico resultado económico de su ciega incompetencia, suelen caer en una deriva irracional que les lleva a ser cada vez menos respetuosos del Derecho e incluso de las normas e instituciones que ellos mismos se dan al principio, cuando instauran su feliz paraíso y paren el hombre nuevo socialista. Primero caen los derechos políticos bajo la apisonadora del nuevo régimen, luego los derechos civiles y en seguida los derechos humanos, cada vez los más básicos. Todos los Estados, incluidos los de corte socialdemócrata de la Europa actual, consideran a la población como una suerte de cabaña humana administrable, pero los regímenes comunistas ni siquiera se esfuerzan en ocultarlo. Si Maduro considera que el desabastecimiento requiere brazos para trabajar el campo, pues dispone a su antojo de los ciudadanos, los saca de las empresas y les pone a arar. Y se queda tan ancho.
El socialismo del siglo XXI era esto. Recibir un día la orden de no ir al trabajo porque en una potencia energética como Venezuela no hay electricidad y se ha ordenado a las empresas cerrar parte del tiempo para no hacer gasto. O, unos meses después, enterarte de que sí vas a trabajar, pero no exactamente en tu empresa sino en la explotación agrícola que el régimen ordene. Eso sí, tu empresa tiene que seguir pagando tu seguridad social durante los sesenta días prorrogables en los que el Estado dispondrá de tu mente y de tu cuerpo porque, como todo lo que hay bajo el cielo, le pertenecen.
Obligar a la población a hacer trabajos forzados no es nada nuevo en el sistema comunista. Incluso en Europa, varios países del bloque soviético lo impusieron en diversos periodos, y destaca especialmente la Rumanía del zapatero cuasi-analfabeto Nicolae Ceaușescu, enamorado de los regímenes comunistas asiáticos y particularmente del de Corea del Norte. A veces los niños rumanos a los que se sacaba de las escuelas para participar en las labores agrarias se encontraban con sus padres, forzados a abandonar su trabajo para hacer patria sembrando o recolectando. Los inevitables accidentes de la gente de ciudad, inexperta en el uso de los aperos, eran un mal menor que ya atendería después la sanidad estatal.
Venezuela se enfrenta a una gravísima emergencia alimentaria que afecta al conjunto de su población, pero, mientras el parlamento venezolano —flagrantemente desobedecido por el Ejecutivo— y las organizaciones humanitarias como Amnistía Internacional le piden que solicite la ayuda urgente del resto del mundo, y mientras miles de personas cruzan desesperadamente a Colombia para comprar lo que pueden, Maduro da otra vuelta de tuerca a la bunquerización del régimen y deja el control de la producción y distribución de alimentos en manos del narcoejército que, de momento, le mantiene en el Palacio de Miraflores. La lenta deriva tiránica de los regímenes comunistas se convierte en espiral vertiginosa cuando las deudas se acumulan y nadie se atreve a prestarles más, cuando la planificación centralizada fracasa estrepitosamente por no haber comprendido absolutamente nada de la economía, y cuando la misma gente que un día apoyó con entusiasmo la revolución sale a las calles para arriesgar y a veces perder la vida protestando contra el tirano. Después de decretar los trabajos forzados agrícolas, cabe preguntarse cuál será el siguiente peldaño en la escalera por la que Nicolás Maduro está ascendiendo, ya a buen ritmo, hacia el nivel de Pol Pot.
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