miércoles, 10 de agosto de 2016

Cómo convencer a un ecologista de los transgénicos (III)

Andrea Martos sigue con su artículo de cómo convencer a un ecologista de los transgénicos, centrándose en la cuestión de la seguridad. 
El 17 de febrero del año 1600, Giordano Bruno era quemado vivo en el Campo di Fiori, Roma. La inquisición lo acusó de infinitas herejías a las que se negó a retractarse, según dicen los textos, volviendo la cara. Giordano Bruno es considerado uno de los padres de la revolución científica. De repetirse hoy tan sumarísimo juicio, el 25% de españoles que cree que el sol gira alrededor de la tierra quizá lo volviera a condenar. No importa cuán robusta sea la evidencia, el consenso, cuántas investigaciones, cuántos manifiestos: siempre habrá un porcentaje de la población reacia a aceptar un determinado principio científico.
Ayer nos ocupó el trasfondo genético y biológico de los transgénicos y la ingeniería genética. Ahora que estamos en la misma página en lo que a asuntos técnicos se refiere, vayamos -incluso si pertenece a ese 25% de irreductibles- a uno de los asuntos que más preocupan: la seguridad. Separemos dos ámbitos para simplificar el debate. Primero, los transgénicos entendidos como posible riesgo para la humanidad. Segundo, su peso en la decisión individual de consumirlos.
En el campo de la ingeniería genética en particular y el del método científico en general, opera -o debe operar- el principio de precaución. Establece que si una acción, actividad o política es susceptible de causar ruina -daño masivo e irreparable- debe evitarse su desarrollo. Se dibujan por tanto dos categorías, las actividades ruina y las actividades no-ruina.
En una actividad no ruina, el principio de aplicación queda reducido a la necesaria prudencia asociada a cualquier emprendimiento. Es así puesto que el potencial daño asociado a esta actividad sería proporcionado a la intensidad o la extensión espaciotemporal de la misma. Dar cincuenta puñetazos a una pared, al margen de la intelectualidad de la empresa, jamás hará que toda la humanidad se rompa los nudillos. Lo peor que puede suceder es que se rompan diez, los diez de uno mismo. En una actividad ruina, dicho potencial asociado tiene una extensión no proporcional a la intensidad de la misma. Un terremoto de intensidad 8 no destruye el doble que uno de intensidad 4. Mientras que el segundo solo descuelga algunas lámparas, el terremoto de intensidad 8 asola regiones enteras. En consecuencia, para emprender una actividad ruina uno debe estar más que razonablemente seguro de que el peor de los escenarios no se va a producir.
El trabalenguas favorito de los críticos de los transgénicos es que la ausencia de evidencia no es la evidencia de la ausencia. En román paladino, que hasta ahora no se haya registrado ningún caso de inseguridad asociada a transgénicos, no indica que no pueda haberlo. Consecuentemente, sitúan a los organismos modificados genéticamente en la categoría de actividad ruina. Hasta aquí, la exposición de motivos. Parece que todo encaja a la primera. Cómo emprender una actividad de tan altísimo riesgo si no está uno seguro de lo que puede suceder.
Si huimos de la simplificación, el tema no es en absoluto sencillo. Inicialmente hay una gran asimetría en el juicio, en parte razonada por los posibles efectos perniciosos. Hasta ahora, no hay ningún caso de transgénico que, probado científicamente, dañe la salud o el medio ambiente. Ninguno es ninguno. Cero. Por el contra, sistemáticamente, todos los estudios conducidos hasta la fecha han reforzado la hipótesis de que su consumo no pone en riesgo ninguno de los dos ámbitos. De justicia es destacar que los estudios conducidos, que presuntamente demuestran los efectos perniciosos asociados, no cumplen con los mínimos requerimientos de rigor científico, estadístico o siquiera de ética profesional. Sesgos en la muestra, profecías autocumplidas, terminología de adivino de banco de parque y más adjetivos que sustantivos. Desde el otro lado, los estudios se han llevado a cabo con los mismos estándares de calidad que se emplean en otros ámbitos científicos. Podríamos criticarlos todos, sin duda, pero estaríamos en otro tema.
Para probar la evidencia de la ausencia del modo y forma que los críticos reclaman, necesitaríamos condensar el espacio-tiempo para comprobar el resultado de millones de años de consumo de transgénicos. Se admiten propuestas para tal fin, pero como asumo que serán escasas, acudamos a uno de los ejemplos con más tradición. Una muestra controlada durante veinte años: la papaya transgénica en Hawái. Toda clase de estudios, alimenticios, toxicológicos, de trazabilidad, han sostenido constante y sistemáticamente durante más tiempo que el asignado incluso a fármacos normales, que no se produce ningún efecto contrario a la salud ni al medio ambiente.
Desde una perspectiva individual, la cuestión se simplifica. Si uno, pese a todo, entiende que consumir transgénicos pone en riesgo su salud, es más que bienvenido a no consumirlos, solo faltaría, y yo no objetaré absolutamente nada. Unas palabras de ánimo si se encuentra en ese caso: no está solo. Otros como usted, legítimamente, decidirán no hacerlo y encontrarán amparo en el mercado. Actualmente existen supermercados y restaurantes que proveen de alimentos libres de OGM. Ahora bien, y con su permiso, si los transgénicos le parecen un motivo de preocupación, quizá convenga revisar también otros aspectos de la dieta que asumimos demasiado alegremente como no perjudiciales.
No siempre lo peor es cierto es el título de una genialidad teatral nacida de la mente y la mano de Calderon de la Barca, don Pedro. Imposible acertar más. En el caso de los transgénicos, tampoco aquí, no estamos al principio de un apocalipsis medioambiental. Ni siquiera en mitad de una amenaza de maíces folclóricos de insondables propiedades. Hagamos un número.
Alemania tiene una de las regulaciones más restrictivas del mundo en lo que a agricultura transgénica se refiere. Allí, según la Organización para la Alimentación y la Agricultura de Naciones Unidas, por cada 1000 hectáreas arables, se emplean anualmente 125 toneladas métricas de pesticidas biológicos. Estos pesticidas incluyen la llamada toxina Bt. Según lo anterior, cada acre recibe en torno a 45 kilos de la toxina cada año.  Ese último par de letras le resultará familiar pues acompañan a una de las especies transgénicas más criticadas, el conocido maíz Bt.
Este organismo incorpora en su secuencia la información para producir dicha toxina. Toxina es un nombre muy feo, muy de señalar con el dedo y rechazar a la mínima, de modo que llamémosla por su nombre: la proteína Cry. Para el curioso (y también para el suspicaz), Cry… de Crystal, no de cry (llorar). Pues como hechos son amores y no buenas razones, hemos de saber que el cultivo transgénico de maíz Bt no produce más de 2 kilogramos de toxina por acre y año. 45 kilos frente a 2 kilos. Más aun, en Estados Unidos, el maíz Bt ha reducido el uso de pesticidas en 56 millones de kilos.
La linde acaba aquí, y por no continuar y hacer honor al refranero, solo resaltemos que las mismas compañías que venden los pesticidas y generan los transgénicos son aquellas contra las que clama el ecologista. ¿Pudiera ser que Greenpeace y Monsanto fueran más amigos de lo que parece? Sobre amistades peligrosas con transgénicos de por medio nos leemos en un mes, si gusta.

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