martes, 18 de febrero de 2020

La estupefacción de la derecha en España

J.L. González Quirós analiza la "estupefacción" de la derecha en España. 
Artículo de Disidentia: 
Una persona con cierta experiencia política me comentó ante los resultados de las últimas elecciones generales que los españoles se habían vuelto locos, se supone que por no votar a su partido. No quise perder tiempo rebatiendo el diagnóstico, pero mi interlocutor debió sentir cierta extrañeza al no recibir un caluroso elogio por la perspicacia de su análisis. La política suele producir esta clase de desarreglos cognitivos. En la estupenda entrevista de Guillermo Gortazar que ayer mismo publicaba Disidentia, el historiador recuerda la sorpresa de Azaña ante la falta de apoyo de Francia y de Inglaterra, sin preguntarse jamás por las razones que llevaron a esas dos potencias a retirar el apoyo a la República. Tal vez Azaña pensase también que Francia e Inglaterra se habían vuelto locas.
Pero la derecha debiera caer en la cuenta de cuáles han sido sus errores, si es que tiene algún interés en no repetirlos, cosa que en ocasiones no está nada clara. Da la impresión de que la derecha sigue presa, de una u otra manera, de la idea de que existe una mayoría natural, una convicción que ayudó bastante a que el felipismo, cuya apariencia en 1982 no era mucho más radical que la que ahora ofrece la izquierda unida que nos gobierna, se mantuviese en el poder por casi década y media. Mientras tienda a predominar una derecha que asume sin apenas inmutarse los valores y los progresos de la izquierda, no es nada extraño que la gente prefiera al imitado que a los imitadores.
Estos días se ha producido un lance parlamentario bastante ilustrativo. Un diputado del PP argumentó que el proyecto de ley de eutanasia del Gobierno pretendía ahorrar gastos sanitarios eliminando arteramente a viejecitos con el fin de ¡¡¡reducir el gasto público!!!  Es difícil decidir que resulta más grotesco, si el tremendismo de que se está induciendo a la eliminación de los más veteranos, o la estúpida sugerencia de que al gobierno le preocupe tanto el gasto público como para iniciar una especie de episodio herodiano con los ancianos inocentes. La derecha tiende a presumir de buena gestión, pero no parece que esa virtud alcance a la administración de los argumentos en sede parlamentaria. Es lamentable que no se acierte a escoger una vía inteligente que permita evitar o aminorar los errores de una mala ley por escoger el enfrentamiento tremendista, sin duda que para ocultar el hecho de que, llegado el caso, ningún gobierno conservador tocaría esa ley, como no ha tocado casi ninguna de las decenas de similares que han producido los gobiernos progresistas.
Todas las derrotas electorales tienen una causa común, la creencia ciudadana de que el voto a ese partido no va a servir de nada, que es lo que sucede cuando los dirigentes de los partidos olvidan los intereses de sus electores y el contenido de los mandatos que se les confiere, y esto es lo que sucede casi de manera inevitable cuando los partidos pierden contacto con los ciudadanos a los que tienen la obligación de representar.
En esto de la representación, la derecha y la izquierda difieren de manera sustancial y la razón es harto sencilla, porque la izquierda trata de politizarlo todo y puede triunfar con solo que se movilicen unos cuantos activistas capaces de ilusionar a los más crédulos con toda una maravilla de promesas que contrastan con la dureza de muchas vidas que se agarran a esa inverosímil esperanza como a un clavo ardiendo, además de ser muy abundantes personajes que encuentran en esa tarea de vender el crecepelo una remuneración mucho más atractiva que cualquier práctica de pico y pala.
El trabajo de la derecha, cuando se hace, es mucho más duro, porque su público nunca ha creído en los Reyes Magos y sabe que se necesita una gestión muy complicada y lenta para que las cosas vayan mejor de lo que irían sin hacer nada de nada, o si se cae en manos de los adalides del Paraíso. Su público tiene una cierta tendencia a ver la política como un mal, en el mejor de los casos, inevitable, y solo se moviliza si ve que el partido trabaja con seriedad, o si siente como una amenaza inmediata y grave el triunfo de los agentes revolucionarios. En España, por cierto y hasta la fecha, la izquierda se ha ocupado de atajar esos miedos, y de llegar a pactos muy pragmáticos con los grandes poderes económicos para evitar que ese temor les estropee el festín electoral.
La derecha, pues, no tiene nunca una mayoría natural. Todo lo que tiene es trabajo por delante, pero son muchos los que se engañan pensando en que recobrarán el poder a base de los meros errores ajenos. Necesita conseguir representatividad y eso solo se hace sabiendo interpretar las demandas sociales que surgen de los diversos conflictos que son inevitables en una sociedad bien compleja, de forma que se acierte a tratarlos en un programa político que suscite emociones y esperanzas en un público más propenso al escepticismo y al desengaño que el de los creyentes en el milagro perpetuo de la izquierda.
Esta certidumbre debiera llevar a la derecha a preocuparse por alcanzar formas más abiertas y participativas de hacer política, sin dejarse llevar por el modelo de control desde arriba que mejor cuadra en la izquierda. Por esa misma razón sus partidos deben ser más abiertos y representativos que en la izquierda que admite sin demasiados problemas el liderazgo cesarista. En este punto no ayuda nada la tradición autoritaria de parte de las derechas españolas que creen que el liderazgo carismático de algún advenedizo podrá evitar su subordinación política a las iniciativas y programas de la izquierda. Cuando la derecha se limita a imitar a la izquierda, a salir a la calle, a seguir a un líder diga lo que diga y haga lo que haga, está confundiendo su función política y traicionando al ideal de libertad que es el único capaz de oponerse al modelo de sociedad intervenida, tutelada y administrada de la izquierda que ya no quiere limitarse a controlar los medios de producción o a limitar las rentas privadas, sino que aspira a meterse en la cama y en los armarios del público para darle toda clase de lecciones de civismo progresista.
Volviendo al lamentable ejemplo de la reciente forma de argumentar contra la eutanasia, ¿es que no existe en España gente bien informada acerca de esos problemas y que ha pensado de manera razonable en las objeciones de mayor peso en esa clase de asuntos? Claro que existe, el problema está en que el partido ni los busca ni los escucha, porque se concibe no como una casa común de los que comparten valores, sentimientos y objetivos, sino como un coto cerrado en el que pequeños grupúsculos suponen saber de todo y lo controlan todo. Esa derecha jibarizada y reducida a pequeños grupos de amiguetes ha perdido casi cualquier atractivo para sus posibles electores, pero no porque los españoles estén locos, sino porque, tras décadas de ensayos, esperan que, por fin, un partido moderado sepa escucharlos, respetarlos e interpretar correctamente lo que piensan, sienten y desean, y eso hay que aprender a hacerlo, como lo hacen, unas veces bien, otras no tanto, los grandes partidos conservadores y liberales de todo el mundo.
Hay que esperar que no pase mucho tiempo antes de que esa derecha estupefacta sepa convertirse en lo que debe de ser. La alternativa no es nada agradable, porque los que ahora mandan no tienen ningún plan para dejarlo pronto, se imaginan una permanencia por décadas, y luego ya veremos.

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