Juan Rallo analiza la falacia de la solidaridad interterritorial para acabar con las disparidades de renta de las distintas regiones españolas, su absoluto fracaso tras décadas y la urgencia de abandonar este enfoque fallido y de adoptar las necesarias recetas para incrementar el progresos económico en cada región.
Artículo de su página personal:
En 2015, la renta per cápita de Extremadura —16.166 euros— era la mitad que la de la Comunidad de Madrid —31.812 euros—. Tal es la disparidad más extrema que se vive entre regiones españolas, pero no la única: la renta per cápita de Cataluña —27.663 euros— fue un 60% superior a la de Andalucía y la de La Rioja —25.507 euros— un 40% mayor a la de Castilla-La Mancha —18.354 euros—. Son estas desigualdades las que presuntamente justifican un alto grado de “solidaridad interterritorial” que ayude a que las regiones pobres a converger progresivamente con las regiones ricas: en 2013, esta redistribución entre autonomías le costó una media de 2.717 euros a cada madrileño, 1.364 euros a cada balear y 1.168 euros a cada catalán; en contrapartida, cada andaluz recibió como media una transferencia neta de 731 euros, cada asturiano de 1.935 euros y cada extremeño de 2.478. Si la lógica de la convergencia vía redistribución de la renta fuera cierta, dentro de pocos lustros deberíamos contemplar cómo la renta per cápita de Extremadura o Canarias se equiparan a la de Madrid o Cataluña.
Pero tal lógica es falaz: tras varias décadas recibiendo año tras año miles de millones de euros, las regiones españolas más pobres siguen siendo las más pobres. En el año 2000, la renta per cápita andaluza equivalía al 74% de la media española: hoy sigue equivaliendo al 74%; Castilla-La Mancha ha mejorado débilmente del 78% al 79%; y Canarias se ha hundido del 98% al 85%. La tan cacareada solidaridad interterritorial ha sido un rotundo fracaso —tanto dentro de España como dentro de Europa— que sólo ha contribuido, por un lado, a enervar torpemente a los ciudadanos de las regiones que son contribuyentes netas y, por otro, a hipertrofiar las burocracias públicas de aquellas regiones que son receptoras netas.
Es urgente abandonar este enfoque fallido: el desarrollo económico no se consigue mediante subvenciones estructurales, sino con instituciones respetuosas de la libertad y la propiedad, con administraciones pequeñas y austeras, con regulaciones moderadas y con impuestos bajos. Ésa es la receta que ha arrojado progreso económico siempre y en todas partes donde se ha aplicado: ésa es la receta que, sin embargo, la solidaridad interterritorial desincentiva adoptar. A la postre, ¿para qué reducir el tamaño del Estado pudiendo engordarlo a costa de los contribuyentes de otras regiones? Ése es el error: si subvencionamos el subdesarrollo, tendremos subdesarrollo. Empecemos por no obstaculizar el desarrollo.
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