Ante la gravedad de la situación en España, se vislumbran cuatro escenarios de lo que va a acontecer, que dependerá de las decisiones que se tomen:
Juan Ramón Rallo lo explica en este artículo:
"El inmovilismo de los Gobiernos españoles durante los últimos cuatro años ha
enquistado y agrandado los dos problemas básicos de nuestra economía: el
desajuste real (nuestro descompuesto aparato productivo) y el desajuste
financiero (nuestro excesivo endeudamiento público y privado).
Así lo han
entendido en los últimos meses la gran mayoría de inversores, quienes han optado
por huir en manada de los activos españoles, encareciendo nuestros costes de
financiación. En julio nuestro país ha vivido momentos auténticamente límites
que parecían apuntar a su inminente suspensión de pagos. En estos momentos, la
situación dista mucho de haberse estabilizado y, de hecho, es muy improbable que
el país pueda continuar en su estado actual durante muchas semanas más. Dicho de
otro modo, a muy probablemente nuestro futuro pasará por alguno de estos cuatro
escenarios.
Rescate exterior
Si atendemos a las declaraciones de los distintos políticos del Continente,
se trata de la opción más probable a corto plazo y que, de hecho, ya ha sido
aprobada para la banca española. La duda parece estar en si se tratará de un
rescate acompañado de intervención (compra de deuda por los fondos de rescate) o
no (adquisición de deuda por el BCE). Los Gobiernos de España e Italia llevan
meses implorando un rescate que les deje las manos libres y, obviamente,
nuestros potenciales prestamistas –nuestros acreedores del norte de Europa– son
reacios no sólo a comprometer más fondos a unas esclerotizadas economías
periféricas sino, sobre todo, a hacerlo sin contrapartidas que faciliten su
devolución.
Precisamente, esta es la piedra de toque del rescate exterior: su única
utilidad consiste en proporcionar tiempo a las economías rescatadas para que
completen su desapalancamiento y la transformación de su aparato productivo. El
problema es que ni siquiera una estricta intervención asegura que, una vez
garantizado el paragua del crédito barato, los países rescatados acometan todos
los ajustes y reformas necesarios. Al contrario, como nos ha mostrado el caso
griego, una vez los gobernantes obtienen la financiación barata que necesitan,
lo normal es que se relejen y se nieguen a promover medidas impopulares,
especialmente en ausencia de un indicador exógeno que, como la prima de riesgo,
acredite la extrema gravedad de la situación económica.
En tal caso, el rescate sólo serviría para prolongar nuestra agonía y para
multiplicar todavía más el quebranto para nuestros acreedores, incluyendo la
posible descapitalización de sus respectivos sistemas bancarios y del mismísimo
BCE.
Quita de deuda
Otro desenlace para nuestra crisis sería que España optara por aplicar ya
mismo una quita a su deuda, tanto pública como privada. Los deudores españoles,
ya sean administraciones públicas, empresas o bancos repudiarían parcialmente
sus pasivos o se declararían en concurso de acreedores para restructurar un
monto de obligaciones financieras que reconocerían como inasumible.
Los problemas de esta estrategia se encuentran tanto para los acreedores como
para los deudores. Los primeros experimentarían pérdidas extraordinarias –aunque
menores que si optaran por un rescate que terminara fracasando– y los segundos
verían restringido su acceso a los mercados de capitales durante varios lustros,
sobre todo si los acreedores perciben que la quita ha sido una decisión
arbitraria, caprichosa e innecesaria de los políticos nacionales.
En el sector privado, la quita –o variantes de la misma, como la
capitalización de deuda– es indudablemente una opción preferible a la mucho peor
alternativa de los rescates estatales de compañías insolventes: si un modelo de
negocio no es viable, hay que proceder a restructurarlo o liquidarlo. En cambio,
los repudios soberanos de deuda suelen ser muy mal digeridos por los mercados,
en tanto en cuanto son conscientes de que, siempre, la quita sobre la
deuda pública era evitable con los pertinentes ajustes presupuestarios que los
políticos se negaron a aprobar.
Además, la quita tiene el defecto de que sólo solucionaría, y parcialmente,
una de nuestras lacras –la acumulación de deuda– al tiempo que empeoraría la
otra. Por un lado, la interrupción de los flujos externos de financiación a buen
seguro agravaría las necesidades de reajuste de muchas compañías que, pese a ser
solventes, se verían privadas del capital que necesitan para seguir operando en
su forma actual. Por otro, si el Gobierno de España redujera su deuda viva en un
30% o 40% sin atajar su enorme déficit primario de casi el 7% del PIB
–suponiendo que pueda seguir financiándolo en los mercados internos–, en cuatro
o cinco años el efecto saludable de la quita sobre las finanzas públicas se
habría diluido por entero.
¿Cuál sería el punto de repudiar nuestra deuda por no querer reducir nuestro
déficit para terminar viéndonos empujados a recortarlo?
Salida del euro y devaluación
Si bien la quita de deuda pública dentro del euro no tendría demasiado
sentido, su repudio instrumentado a través de una salida del euro y de una
devaluación de la moneda sí podría convertirse en una alternativa atractiva para
nuestra irresponsable y manirrota clase política.
Un regreso a una peseta devaluada entre un 30% y 40% equivaldría a una quita
por ese mismo monto para nuestros acreedores externos. Sin embargo, a diferencia
del caso anterior, nuestros gobernantes podrían continuar financiando sus
enormes déficits monetizando las nuevas emisiones de deuda en el Banco de
España, todo lo cual castigaría a los ciudadanos con una creciente inflación y
devaluación de su nueva divisa.
Además, frente al rescate externo con intervención y a la quita de deuda
dentro del euro, la devaluación proporciona no sólo una solución (chapucera) a
nuestros problemas financieros sino que también un remedio (aún más chapucero)
para nuestros problemas reales: en la medida en que la depreciación abarataría
en el exterior no sólo los bienes y servicios españoles sino también sus
factores productivos, la demanda y la inversión extranjera se reavivarían,
fomentando la especialización de España en modelos de negocio de muy bajo valor
añadido pero muy intensivos en el factor trabajo.
Dicho con más claridad: la carta de la devaluación nos permitiría salir de la
crisis a cambio de expoliar a los acreedores externos, robar a los ciudadanos
con un persistente impuesto inflacionista, acrecentar el poder de los políticos
nacionales devolviéndoles las llaves de la imprenta y empobrecer al país a largo
plazo al empujarle a especializarse en actividades poco productivas. Un desastre
absoluto, sí, pero al menos el empleo y el PIB irían mejorando poco a poco, a
diferencia de lo que nos sucedería con los dos anteriores escenarios si la clase
política se cierra en banda a aprobar nuevos y más intensos recortes y reformas.
De ahí que, dada la maquiavélica lógica de los políticos, la opción más
trágicamente realista para nuestro futuro sea regresar a la peseta.
Austeridad y reformas
La solución óptima para salir de nuestra crisis pasa por atajar nuestros
problemas reales y financieros facilitando la creación de riqueza: a saber, por
aprobar reducciones intensas del gasto público –en especial de aquel más
claramente improductivo– para, a su vez, disponer de margen para reducir
impuestos, y por liberalizar totalmente la economía para facilitar la ejecución
de cualquier modelo de negocio viable. En suma, necesitamos seguir una política
económica similar a la que han acometido los países bálticos desde 2008 y que
les ha permitido volver a crecer a tasas anuales que incluso superan el 6%.
El problema de España es que toda nuestra clase política ya ha perdido su
credibilidad tanto ante sus propios ciudadanos cuanto ante los inversores
extranjeros. El PP disfrutó de unos primeros meses para sacar adelante una
auténtica agenda reformista que relanzara al país, pero los dilapidó con
salvajes subidas de impuestos, cosméticas reducciones del gasto, tímidas
liberalizaciones de los mercados, mentiras reiteradas, descoordinación
permanente y cuitas intestinas.
A estas alturas de la película, resultará extremadamente complicado que
cualquier nuevo anuncio de reformas y de austeridad no vaya acompañado de
desestabilizantes protestas internas y de indiferencia exterior. Mas, por
difícil que resulte recuperar el crédito perdido, el Ejecutivo del PP tiene la
obligación moral de inmolarse intentándolo y de conseguir alejar el fantasma de
la devaluación. Dudo seriamente de que lo haga, pero en su mano está que
ciudadanos e inversores tan escépticos como yo volvamos a confiar en que España
podrá pagar sus deudas y en que será capaz de permanecer dentro de la moneda
única."
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