Alberto Illán analiza uno de los tipos de pobreza de mayor actualidad en medios de información y programas políticos: la pobreza energética, así como los tres pilares sobre las que se basa.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Siempre hay un roto para un descosido y un pobre como excusa para implantar una política socialista. La pobreza y la desigualdad de rentas son dos de los mantras favoritos de los intervencionistas para justificarse y meter mano en la cartera del contribuyente. Y en los últimos tiempos un nuevo tipo de pobreza invade los medios de comunicación y los programas políticos: la pobreza energética.
La pobreza energética, que fue definida por primera vez en el Reino Unido por Brenda Boardman a principios de la década de 1990[1], es la incapacidad de un hogar de satisfacer una cantidad mínima de servicios de la energía para sus necesidades básicas. Dicho así, suena muy bien, si no fuera por lo difuso y confuso de los términos. ¿Qué es incapacidad? ¿Quién debe satisfacer esa incapacidad? ¿Cuánto es una cantidad mínima de servicios? ¿De qué servicios estamos hablando? ¿Cuáles son las necesidades básicas? ¿Cómo y quién las establece? En política, cuanto más indefinido es un concepto, más poder tiene el que lo gestiona, por eso la demagogia y el populismo son dos de sus caminos habituales; por eso los derechos se multiplican y las obligaciones se difuminan.
Los políticos y burócratas que han analizado e (in)definido la pobreza energética han establecido tres pilares sobre la que basarla: la renta familiar, los precios de la energía y la eficiencia energética de la vivienda; y sobre estas variables se ha generado, primero un discurso y luego una legalidad.
Curiosamente de estas tres variables, dos de ellas son determinadas en última instancia por el estado y la tercera, se ve limitada por él, por lo que podríamos considerar que la pobreza energética tendría su origen y definición en la actividad estatal, no en el libre mercado.
Los precios de la energía, hoy por hoy y en España, dependen de lo que establece el Gobierno. Más del 60% de la factura es consecuencia de las políticas energéticas, básicamente peajes e impuestos, que gobiernos de todos los colores han implantado y que hemos soportado clientes y contribuyentes.
La burbuja inmobiliaria dio lugar una vorágine constructora que pronto se fue de las manos de los políticos que la propiciaron. Los constructores, de la mano del estado, buscaron el dinero fácil y no tuvieron problema a la hora de reducir la calidad de ciertas construcciones, sobre todo de las que no les permitían buenos márgenes de beneficio. No es que todos se saltaran las normas, ni siquiera la mayoría, sino que como se vendía con facilidad, la mejor calidad de los edificios no era determinante para su venta, incluyendo en este concepto el aislamiento energético del edificio. Si a eso le añadimos que durante las décadas anteriores estos conceptos ni siquiera se contemplaban, parece razonable que la calidad energética de los edificios no sea la más adecuada desde la perspectiva del tema que tratamos. El ejemplo más significativo lo tenemos en la introducción, totalmente innecesaria, del denominado certificado energético de las viviendas, mero trámite burocrático obligatorio para todas las inmuebles de cierta edad que quieren venderse o alquilarse y que apenas nos indica cual es la capacidad de aislamiento de nuestra vivienda, y que ha determinado que casi todas ellas se encuentran en el rango “E” o “F”.
El tercer pilar, la renta de las familias, se ha visto atacado por una política fiscal devoradora de recursos que debe satisfacer las necesidades de un Estado depredador, y que sólo sabe saciar las cada vez mayores necesidades de sus clientes, “obligaciones” y despilfarros.
El estudio de la Asociación de Ciencias Ambientales de 2014: “Pobreza energética en España. Análisis de tendencias” concluyó que en España, en 2012, último año con estadísticas disponibles, el 17% de los hogares españoles tenían gastos desproporcionados en el pago de las facturas de la energía doméstica, lo que suponía más de 7 millones de personas[2]. Así mismo, el mismo año el 9% de los hogares españoles se declaraba incapaz de mantener su vivienda a una temperatura adecuada en invierno, es decir, más de 4 millones de ciudadanos. Estos datos situaban a España, en 2012, como el cuarto país europeo con mayor número de ciudadanos declarando dicha incapacidad. Si saltamos al nivel europeo, según la Encuesta Europea de Ingresos y Condiciones de Vida (EU SILC) de Eurostat, en 2012, 54 millones de ciudadanos de la UE, más del 10% de la población total, vivían en hogares que se declaraban incapaces de mantener su vivienda a una temperatura adecuada durante el invierno.
La pobreza energética no es un chiste o una estadística más, es una razón para implementar políticas, para intervenir en nuestras vidas, para captar nuestras rentas. La Comisión Europea instó a los Estados miembros a incluir el concepto de pobreza energética a la hora de orientar sus políticas energéticas y de protección de consumidores[3]. El Comité Económico y Social Europeo (CESE) aprobó entre 2011 y 2013 varios dictámenes y resoluciones que proponían tener en cuenta la pobreza energética a la hora de elaborar cualquier propuesta de política energética y apremiaban a mejorar la eficiencia energética en la construcción como aspecto clave para abordar la pobreza energética.
En España, la pobreza energética se ha convertido en un asunto que afecta a gobierno central y a algunas Comunidades Autónomas que incluyen sus directrices en diversas normas y leyes y que, en algunos casos, ha abierto un frente más en los conflictos fratricidas y políticos que enfrentan a las administraciones públicas.
Uno de los primeros intentos para “paliar” esta situación en España fue la implantación del “Bono Social” en la electricidad. Esta era una tarifa especial que se aplicaría a aquellas personas u hogares que fueran incapaces de pagar el suministro energético. Como en toda medida social, pronto surgieron dos problemas: quiénes debían ser los beneficiados y, sobre todo, quién debía financiarlo.
Pocos lo solicitaron, pero provocó gran polémica porque, como era de esperar, el estado terminó asignando el coste a empresas y ciudadanos. Las eléctricas recurrieron ante los tribunales y ganaron en 2012, pero en 2014 el gobierno volvió a legislar incluyendo el coste en la factura como un peaje más. Como siempre, es fácil ser generoso con el dinero de los demás, pero aun así, el Bono Social no terminó de complacer a algunos colectivos sociales y a algunas administraciones, en especial al gobierno catalán.
Cataluña ha sido la comunidad más activa en este sentido y además no ha dudado en usar este conflicto como arma política. A finales de 2013, el gobierno catalán aprobó una ley para impedir los cortes energéticos a las familias necesitadas. La norma permitía aplazar los pagos, y a pesar de ello, pronto fue calificada de insuficiente por ONG y colectivos sociales. Pero el desatino no concluyó ahí, fue el propio gobierno central el que recurrió esta nueva ley. ¿Lo hizo porque perjudicaba a las empresas? ¿Quizás para evitar diferencias entre comunidades? No. Fue simplemente por ver quién podía definir quién era pobre energético, o como dicen las leyes, consumidor vulnerable.
Parecía que lo importante era demostrar qué administración es más pródiga y generosa, quién repartía mejor entre los necesitados. Si partimos de que la energía es un bien de primera necesidad, ¿no hubiera sido más fácil bajar el IVA del 21% al 4%? Que por cierto, no se aplica a la electricidad consumida sino también a otros impuestos previamente sumados. No nos engañemos, las administraciones no nos dan nada, reparten parte de lo que previamente nos han quitado, aunque eso incremente la pobreza y no pocas veces la desigualdad, eso sí, tomando una importante parte para sus necesidades, que el que reparte siempre se lleva la mejor parte.
[1] Boardman habla de la incapacidad para un hogar de obtener una cantidad adecuada de servicios de la energía por el 10% de la renta disponible.
[2] En concreto, estaban destinando más del 10% (el doble de la media) de sus ingresos anuales al pago de la factura energética del hogar.
[3] Las Directivas 2009/72/CE y 2009/73/CE del mercado interior de electricidad y gas obligan a los Estados Miembros a desarrollar planes para abordar esta temática.
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