martes, 5 de septiembre de 2017

La política nos convierte en enemigos

Ignacio Moncada muestra por qué la política nos convierte en enemigos. 
Es común tener la sensación de que la política es un terreno especialmente conflictivo. Aquellas personas con las que compartimos ideas políticas tienden a caernos mejor y aquellas con las que no, tienden a caernos peor. Muchos creen honestamente que las personas con la ideología opuesta son ignorantes, estúpidas, egoístas e incluso malvadas. No es raro encontrarse con casos de odio entre personas y grupos a causa de diferencias políticas. Estos sentimientos de enemistad ideológica no se limitan al ámbito del debate político, sino que influyen más de lo que pensamos en nuestra vida diaria.
De acuerdo con un paper de Shanto Iyengar y Sean Westwood, dos investigadores de ciencia política, el prejuicio más potente a la hora de discriminar a personas no es ni la raza, ni el sexo, ni la religión, sino la inclinación política. En uno de los estudios hicieron a los sujetos escoger entre dos currículums, uno claramente mejor que el otro, a los que asignaron al azar un dato adicional: con qué partido político simpatizaba el candidato. El resultado es que con un 80% de probabilidad los sujetos escogían un candidato de su misma cuerda política. Y lo que es más preocupante: cuando el candidato del mismo partido político del sujeto tenía el currículum inferior, aun así era escogido en un 70% de las ocasiones. En otros estudios de estos mismos investigadores en los que analizaban el impacto de la inclinación política en juegos de confianza mutua, en el juego del dictador o en tests de asociación de palabras, los resultados eran claros: la tendencia política es uno de los factores más relevantes a la hora de establecer la simpatía o antipatía que tenemos hacia otra persona.
Por otro lado, como citaba recientemente Juan Ramón Rallo, en un estudio de Pew Research Center se hallaba que actualmente el 79% de los demócratas tienen una visión mala hacia los republicanos (de los cuales un 38% tienen una visión muy mala), mientras que un 82% de los republicanos tienen una visión mala hacia los demócratas (de los cuales un 43% tienen una visión muy mala). Además, el 27% de los demócratas consideran que los republicanos constituyen una amenaza hacia el bienestar de la nación, mientras que un 36% de los republicanos opinan lo mismo de los demócratas. Este sentimiento es superior cuanto mayor es el grado de participación política, llegando al entorno del 50% entre aquellas personas más involucradas en el debate político. El estudio también demuestra que las personas tienen una fuerte preferencia a vivir en entornos en los que los demás compartan sus inclinaciones políticas y sienten rechazo ante la posibilidad de que sus hijos se casen con personas de la ideología opuesta. Son innumerables los estudios que demuestran la profunda enemistad y tribalismo que genera la política.
¿Por qué la política provoca una rivalidad tan intensa entre las personas? ¿Por qué transforma lo que podrían ser relaciones pacíficas de cooperación en relaciones hostiles? De acuerdo con el filósofo Jason Brennan, la política convierte a los ciudadanos en lo que denomina “enemigos situacionales". Según el estadounidense, los enemigos situacionales son aquellos cuya relación de enemistad emerge porque son forzosamente introducidos en un sistema con incentivos perversos: en concreto, en juegos de suma cero sin opción de salida. Es decir, surgen en situaciones no voluntarias en las que unos solo ganan en la medida en la que otros pierden.
Pongamos un ejemplo extremo de enemigos situacionales: el caso de dos esclavos en la antigua Roma a los que se fuerza a pelear hasta la muerte en una lucha de gladiadores. Obviamente, fuera del anfiteatro los esclavos no tienen ningún motivo para enfrentarse entre sí. Pero una vez dentro del combate, se vuelven enemigos situacionales: la única manera que cada uno tiene de lograr sus objetivos (en este caso, sobrevivir) es impidiendo que su adversario logre los suyos.
La política, argumenta Brennan, también nos convierte en enemigos situacionales. Y lo hace por tres motivos. En primer lugar, porque las decisiones políticas se aplican de manera monopolística: una vez que una opción es escogida, se aplica a todos los ciudadanos por igual. En el mercado cada uno puede satisfacer sus preferencias por separado. Si una persona quiere un coche todoterreno, otra un deportivo y otra un turismo pequeño, no hace falta que se pongan de acuerdo, sino que cada uno puede adquirir el que prefiera asumiendo su coste. Sin embargo, si queremos que en las escuelas se enseñen muchas más ciencias y menos humanidades, que la metodología de enseñanza cambie o que se haga en una lengua distinta, la única manera de lograrlo en el actual sistema estatal es forzar a que se cambie el programa educativo que se aplica a todos los niños del país. Cuando imponemos que una sola de las opciones se aplique a todos, las diferencias entre preferencias de los ciudadanos se convierten en una gran fuente de conflictos.
En segundo lugar, los sistemas electorales tienden a forzar que el espectro de alternativas posibles que podemos escoger se limite enormemente. De hecho, en las actuales democracias occidentales las opciones tienden a reducirse a dos: lo que propone el bloque de derechas y lo que propone el bloque izquierdas. En algunos casos en los que los grandes partidos políticos se ponen de acuerdo, como sucede en España con el sistema de pensiones, la oferta se reduce a una sola opción: votes a quien votes, siempre estarás escogiendo la opción del insostenible sistema de reparto actual. Sin embargo, en el mercado la oferta de opciones para preparar la jubilación es inmensa.
Y, en tercer lugar, las decisiones políticas se imponen involuntariamente mediante la amenaza del uso de la fuerza. Si una persona se niega a acatar cualquier decisión política, por ridícula que sea o injustificada que esté, las autoridades le impondrán multas, le detendrán si se niega a pagarlas y utilizarán la violencia física si se resiste a ser detenido o encarcelado. Como aclara Brennan, esto no quiere decir que no pueda haber situaciones en las que el uso de la fuerza esté justificado para hacer cumplir decisiones políticas. Lo que quiere decir es que, con independencia de si está justificado o no, es característico de dichas decisiones que se impongan mediante la fuerza. Por ello, cuando un ciudadano apoya una decisión política (ilegalizar las drogas, prohibir la quema de símbolos nacionales u obligar a que en las escuelas se utilice una determinada lengua), lo que realmente está haciendo es posicionarse a favor de que el Estado haga uso de la violencia contra aquellos que no acaten dichas decisiones.
Yo añadiría al menos una cuarta razón, que es consecuencia de las anteriores: las decisiones políticas imponen que los costes se socialicen, mientras los beneficios suelen interesar a unos más que a otros e incluso se pueden conceder sólo a un subconjunto de la población. Esto da lugar de manera inmediata a que la política se convierta en el ámbito de la redistribución forzosa de recursos: se utiliza para que grupos más organizados se aprovechen de ciudadanos desorganizados para extraerles rentas u obtener privilegios a su costa. Pocas cosas son tan conflictivas como sistemas en los que unos rapiñan forzosamente a otros.
En definitiva, la política es un mecanismo de toma de decisiones que impone la opción escogida a todos los ciudadanos de entre un muy limitado abanico de opciones, lo hace mediante el uso de la fuerza y obliga a socializar los costes de dicha decisión. Bajo un sistema de estas características es natural que el conflicto sea continuo: primero, porque para que unos puedan satisfacer sus fines tienen que impedir que otros satisfagan los suyos; y segundo, porque los incentivos perversos conducen de manera natural a que unos rapiñen o abusen de otros. Es posible que existan ámbitos en los que la decisión política sea la única opción funcional posible. Sin embargo, eso no cambia que el sistema político sea una forma enormemente defectuosa de toma de decisiones. La conclusión, por tanto, es clara: reduzcamos el ámbito de la política a lo mínimo que sea posible y ampliemos al máximo los ámbitos de toma de decisiones abiertos y voluntarios como el mercado y la sociedad civil.

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